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Por Ezequiel Bajder | Portada: Thierry Faure
1.
Cuando leo el prólogo que Juan Forn firma como editor de Las malas, de Camila Sosa Villada, una novela que integra la colección Rara avis de Tusquets, recuerdo una anécdota personal. Tenía quince años y formaba parte del taller literario de mi escuela. El padre de una de las compañeras trabajaba como contador de Planeta, la editorial desde la que Forn había renovado la plantilla de autores con la Biblioteca del Sur, en la que también estaba Nadar de noche. El padre de mi compañera nos consiguió una entrevista con él. Fuimos, conversamos, discutimos de literatura y le dije que había rescrito su cuento “El karma de ciertas chicas”. Le di una copia y me dedicó el libro: “Para Ezequiel, al que tanto le interesa el tiempo y el progresivo desdén por él que muestran los escritores de hoy”. Me gustaría poder decirle que mis intereses no han variado tanto en casi treinta años, aunque invertiría la frase sobre mi desdén para reorientarla hacia ciertos escritores. Algunos, incluso, prologados por Forn.
2.
Mi rescritura del texto de Forn provenía de mi temprana lectura de “El fin”, el cuento en el que Borges le inventa un final épico a La vuelta del Martín Fierro porque el original le resulta imperfecto. Lo interesante es el personaje de Recabarren, un anciano cuadripléjico que no puede hablar y que observa la pelea entre el Negro y Fierro. Recabarren no puede contar lo que mira, pero vemos a través de él. Borges, como en “El sueño de Coleridge”, vuelve a plantear al arte como mediación, es decir, la representación no ya como la linealidad designativa, sino como lo que intermedia entre realidad y texto: lo que se representa no es mera copia, no es especular, es, por el contrario, distorsión.
La mirada oblicua de Recabarren, por lo tanto, se parece al sueño con el castillo que luego será el poema de un castillo en el texto sobre Coleridge. Esta idea borgeana implica una reelaboración y le da al texto una identidad lábil, como un cuerpo que cambia o que se traviste. De ahí, entonces, que ahora busque dos novelas con protagonistas travestis para tratar de desarrollarla.
3.
Las malas, la novela de Camila Sosa Villada, funciona a la vez como relato ficcional, crónica y confesión. Lo narrado, de hecho, no sigue una linealidad, y a veces incluso el tiempo es confuso: algunos personajes aparecen antes que determinados hechos, pero luego dicen que su aparición es después (como la confusión temporal de los Hombres sin Cabeza que se cuenta muy anterior a la llegada del Brillo de los Ojos, pero que después es contemporánea). Desde ya, si Horacio consignaba que a Homero le sucedía lo mismo, ¿cómo no vamos a dejárselo pasar a una autora cordobesa que ha ganado premios y que ha cautivado a tantos lectores con múltiples ediciones de su obra?
En tal caso, Las malas tiene dos núcleos narrativos: el primero es la pensión para las travestis de La Tía Encarna, “una travesti de ciento setenta y ocho años”, tal como dice el texto, y la llegada de El Brillo de los Ojos, el bebé que Encarna encuentra en el Parque Sarmiento de Córdoba capital. El segundo núcleo es la historia de la narradora Camila, que no cometeré la torpeza de confundir con la autora. La infancia de Camila, los estudios universitarios de Camila, la conversión en prostituta de Camila y el contacto con La Tía Encarna que une ambas historias.
En buena medida, la narración es prolija, sin demasiadas complejidades sintácticas, con la llaneza de la crónica y de la confesión. Lo que sí aparece es la hipérbole, como la de la edad de Encarna, casi de manera constante. Estos son algunos ejemplos: “Pero las travestis perras del Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba escuchan mucho más que cualquier vulgar humano”; “La pensión más maricona del mundo”; “Hay que ser travesti y llevar a un recién nacido ensangrentado adentro de una cartera para saber qué es el miedo”; “Nadie en este mundo ha dormido nunca realmente si una travesti no le ha cantado una canción de cuna”; “Las putas travestis son tan necesarias como los árboles”; “Esos zapatos de acrílico, tan altos que se podía ver el mundo entero desde arriba, tan altos que no daban ganas de bajarse, tan altos que los clientes pedían que no te los sacaras”.
Esta exageración permanente le da a Las malas un cierto tono por fuera del realismo (claro que es harto conocida la habilidad de los cordobeses para exagerar). Sin embargo, el gesto hiperbólico funciona también como una forma de contabilidad a la que se somete al lector. En las citas anteriores, lo que se ve es una gradación intensificada por los tan, los más x del mundo y los nunca que, por un lado, funciona como una especie de mezquindad, la pulsión de contar hasta el último centavo, pero, por el otro, arma una escala de valores en la que se construye una idea de moralidad. Ese mundo que se narra, a pesar de todas las desgracias que lo habitan, resulta mejor que el de los que no son travestis. De esta manera, la hipérbole construye esta comparación permanente en la que el mundo de las travestis del Parque Sarmiento de Córdoba son los tan, los mejor x del mundo y los nunca, la forma excluyente de una moralidad que los distingue del resto.
Por qué alguien construye una moral es algo que se me escapa, porque la moralidad me resulta absurda, incomprensible. En todo caso, siempre me parece ligada a culpabilizar al otro, al que no alcanza una determinada escala de valores propuesta. También, claro, hay morales que en realidad son un atajo: en vez de explicar lo mediado (y complejo) de la realidad, la forma moral simplifica los argumentos, los pasajes narrativos, la densidad del texto. Severo Sarduy dice tempranamente en su ensayo Escrito en el cuerpo que en Sade el terror es el devenir y que por eso el sádico desea fijar el cuerpo del otro. En Las malas, en todo caso, pese a que los cuerpos están en constante cambio, se busca fijar esta moral, este mundo por fuera del mundo en tanto hipérbole.
En dos oportunidades, una cuando está en una camioneta con dos muchachos y una amiga travesti y la situación parece írseles de las manos, Camila recurre a lo que llama “mi habilidad retórica”. Una persuasión no tanto como artificio (¿quién puede ponerse a pensar en los artificios de la lengua semidesnudo en una camioneta con dos muchachos que acaban de volverse violentos?), sino como inmediatez de un efecto. La retórica de Camila, por lo tanto, solo aparece declamada. Nunca la vemos en acción, nunca leemos las habilidades persuasivas de la narradora. En consecuencia, ese escamoteo del proceso entre causa y efecto (bajo una “retórica” que no se ejerce, pero que de todos modos alcanza lo que desea) es la forma de lo inmediato.
4.
A partir de esta premisa, toda la novela parece construida por la idea de la inmediatez, como si no hubiera mediación entre lo narrado y lo real. Y tal vez por eso se preste a cierta confusión la figura de la narradora y la de la autora. La novela sucede en las inmediaciones del parque porque el significante forma parte de la familia de palabras de lo inmediato del texto, y el desenlace también tiene una correlación inmediata: La Tía Encarna, al ver que no es posible que acepten a El Brillo de los Ojos como su hijo en la escuela y al ver las agresiones de las que madre e hijo son víctimas, decide terminar con su vida y la del nene. Atrapada por un mundo que no la contiene y que rechaza todo lo que ella encarna, la escena del suicidio es moralmente conmovedora, desde ya. Sin embargo, todo esto revela el tránsito sin ambages, sin mediaciones, entre la vida y la resolución de la muerte.
Me detengo en dos fijaciones más. La primera es el devenir de la travesti María la Muda, que se transforma en pájaro y la reacción (inmediata) es enjaularla. Ahí está lo que Sarduy señala del sádico: un otro enjaulado, ceñido, constreñido. La segunda es el párrafo que dice: “El lenguaje es mío. Es mi derecho, me corresponde una parte de él. Vino a mí, yo no lo busqué, por lo tanto, es mío”. Fijar el lenguaje, ceñirlo, atarlo, es también llamarlo “mío”. Sin la polisemia, que se da por su característica social, el lenguaje se vuelve designativo y no media entre la realidad y el discurso. Simplemente se superpone a lo real para limitarlo. Se vuelve transaccional (“árbol” sólo designa a “árbol”), como el erotismo en Las malas.
5.
Entiendo al travestismo como un movimiento doble: por un lado, se oculta lo que es dado (casi como lo que es inevitable); por el otro, la forma con que se oculta (con que se maquilla) se revela como una verdad que constituye un nuevo sentido. De esa manera, también, me explico el barroco: hay una intención de ocultar una forma básica, de escapar de ese significante elidiéndolo. En “El barroco y el neobarroco”, Sarduy dice: “La exclusión del espacio escriptural de ciertos semas –en Góngora, por ejemplo, el nombre de ciertos animales supuestamente maléficos– y que el discurso codifica apelando a la figura típica de la exclusión: la perífrasis. La escritura barroca tendría como uno de sus soportes la función de encubrimiento”.
Esta función puede desglosarse en tres ardides: la sustitución, la proliferación y la condensación, y es la misma que dice Deleuze cuando señala que el barroco habita el pliegue: es en los intersticios de lo plegado donde puede encontrarse ese sentido nuevo que produce el arte barroco. Un ejemplo podría ser la Basílica de San Pedro, que entre los innúmeros recovecos, obras, capillas y con el baldaquino que se impone en el medio, hace que el que la visita pierda de vista la estructura en cruz. Otro, un poco más complejo, es la iglesia de San Carlino alle Quattro Fontane de Francesco Borromini. Sobre una planta rectangular se superpone un rombo para formar una cruz, aunque no una latina. Sin embargo, la estructura se disgrega en círculos y semicírculos, en formas elípticas. Acá sigue un esquema que encontró Mercedes en internet:
Como se ve, la superposición de formas resulta en nuevas combinaciones que enmascaran la forma de cruz de la planta, lo cual no solo construye un sentido nuevo (se dice que quien entra a San Carlino termina mareado por recorrerla), sino que forma, capa tras capa, una mediación entre el objeto escindido y lo que se presenta al espectador. Eso que Sarduy identifica como un ardid del barroco, la proliferación, también aparece en las descripciones. Escritas sin tiempo, sin utilidad (no están para darle un marco a la narración), proliferan como ramas que salen de la diégesis del texto. Un ejemplo de Cobra es este fragmento del Diario de Colón: “Lleno de aves, todo cercado el río, fermosos y verdes, con flores y con su fruto, cada uno a su manera. Aves muchas y pajaritos que cantaban muy dulcemente: había gran cantidad de palmas de otra manera que las de Guinea, de una estatura mediana y los pies sin aquella camisa, y las hojas muy grandes, con las cuales cobijan las casas; la tierra muy llana”. Acá se ve con claridad la falta de verbos (de tiempo), y lo detenido del fragmento se vuelve modular (se acomoda en cualquier parte). Estas descripciones se convierten así en una forma de mediación barroca en la que la complejización de la relación entre objeto representado y texto propone un sentido nuevo.
6.
Cobra, la novela de Severo Sarduy, como Las malas, cuenta la historia de una travesti. Y también, como Las malas, ha recibido premios. Ahora bien, Sarduy narra la historia de Cobra, la estrella principal de un teatro de vodevil, que tiene una sustituta enana llamada Pup o Pupeé (la muñeca, que es la representación de sí misma). Pup suplanta a Cobra mientras ella viaja. Pup se somete a tratamientos extravagantes para crecer. Sin embargo, en un momento, Cobra decide hacerse un cambio de sexo. El médico que la trata, al que persiguen por el norte de África, le dice que no usa anestesia, que el proceso debe ser consciente, que el dolor debe transferirse a alguien más. Con esa escena, cierra la primera parte.
La segunda es la iniciación de Cobra, cómo obtiene su nombre, cómo se transforma en quién es. Un relato entre búdico y órfico (muerte y resurrección; negación y conciencia) que se va disgregando hacia el final. La apuesta de Sarduy es la del barroco, del que también ha teorizado largamente, del que se reconoce admirador y discípulo de Lezama Lima, y que funciona tanto en la escritura como en la disposición de la trama que aparece sencilla, casi como una Bildungroman. Algún fragmento de Cobra puede dar cuenta de eso: “Rauda, desgreñada, reverso del fasto escénico, la Señora se deslizaba en pantuflas de Mono Sabio, disponiendo los paravanes que estructuraban aquel espacio décroché, aquella heterotopia –fonda, teatro ritual y/o fábrica de muñecas, quilombo lírico– cuyos elementos solo ella salvaba de la dispersión o el hastío”; o bien: “Agitando un pañolón de madras con la mano derecha le encajaba a un tigre camboyano una jabalina en el costado izquierdo”.
Por un lado, si la escritura parece ser una clara mediación entre lo representado y la forma de hacerlo, por el otro, el relato escenifica eso mismo en la relación de entre Cobra y Pup, que la novela expresa en fórmulas matemáticas: Cobra = Pup2, o bien Pup = √Cobra. Persona y muñeca a escala de sí misma, una versión que le permite mediar entre acto y consecuencia. Pup, como Cobra, también quiere cambiar su cuerpo. De hecho, Pup ingiere nieve para crecer (“el granizado de la proliferación”) y logra crecer hacia los costados, sin dirección, sin el sentido unívoco. Por último, en la escena de cambio de sexo, Cobra entrena a Pup para que reciba el dolor, para que medie, otra vez, entre acto y consecuencia.
El vínculo, como lo define Sarduy, es biunívoco. El término me parece una broma, pero lo busco y encuentro una definición matemática: “Correspondencia que existe o se establece entre los elementos de dos conjuntos cuando, además de ser unívoca, es recíproca; es decir, cuando a cada elemento del segundo conjunto corresponde, sin ambigüedad, uno del primero”. Si en Las malas la representación era designativa, transaccional, de mera equivalencia, lo que la retiene, a pesar de los rasgos fantásticos como María la Muda (que se convierte en pájaro) dentro del modo realista, en Cobra la idea de representación barroca está signada por ese intercambio entre dos conjuntos que se corresponden, que se contagian, que es bidireccional. El final de la novela de Sarduy, ese dejarse ir, ese apagarse del texto, también habla de la falta de direccionalidad e implica un goce, como señala Barthes en El placer del texto. Pero también pone en escena el perderse del barroco, eso que le pasa a quien camina por San Carlino alle Quattro Fontane.
Por último, el barroco de Sarduy es performativo: el texto hace la biunivocidad en las correspondencias de escritura, trama y representación, o dicho en otros términos: el texto se hace en la misma dispersión del texto, en la misma proliferación incontrolada que supone la prosa. De esta manera, la mediación que Borges proponía con Recabarren y que resulta adelgazada en Las malas, en Cobra engorda para aparecer insoslayable. Es la construcción textual, por lo tanto, la que la pone de relieve en el mismo modo que Austin dice que se hacen cosas con las palabras: el párroco que declara marido y mujer a una pareja no solo lo dice, sino que lo transforma en acto. Esa declaración tiene efectos en lo real. Del mismo modo, el barroco de Cobra hace lo que dice, lo construye más allá del nivel denotativo (declarativo) que puede verse en la inmediatez de Las malas, para que la novela, como Pup, represente a escala al universo representado. En última instancia, tenemos el derroche versus la mezquindad y el gasto en oposición al amarretismo. En esas dicotomías también puede leerse Las malas como enfrentada a Cobra.
7.
Pienso otra vez en aquella charla con Forn en la que yo ya despotricaba contra ciertos escritores. Tal vez no podía decir entonces lo que comienzo a entender ahora. De Forn siempre admiré su capacidad de lectura, su incansable búsqueda de textos, su vocación por formar un canon. El de la charla de mi adolescencia era el de la Biblioteca del Sur, con la invención de un grupo generacional de autores nucleados en torno a la “estética McOndo”, que tuvo la gentileza de envejecer en sus novísimas expresiones (“fax”, “discado directo”, “mall”) y que ha tenido el mérito de mutar –del esencialismo folclórico latinoamericano al esencialismo pobrista latinoamericano– la mirada de los países centrales a los que los escritores de estas tierras tenemos que agradar. (Inserto aquí el emoji del hombre trigueño que se golpea la frente con la mano).
Con las contratapas de Página/12 también sumó ladrillos al canon que se proponía. Supongo que su última intervención, truncada lamentablemente por una inesperada muerte, fue la colección Rara Avis, en la que se publicó Las malas. Si Biblioteca del Sur proponía el recambio generacional; en Rara Avis se trataba de publicar a aquellos talentos excluidos de todo canon. Paradojas: armar el canon de los no canónicos.
A mis quince años me preguntaba por la falta de una pericia de escritura en muchos de los autores de McOndo, pero ahora tengo una respuesta tentativa al leer Las malas. Forn reconoció de manera temprana la necesidad del mercado editorial de que se editaran “autores” antes que “escritores”. Mucho más ahora, cuando la figura autoral, la autoridad para decir algo, no se pone en duda. Es decir, una novela sobre travestis solamente puede ser escrita por una travesti. No importa cómo se escriba –se escribe siempre igual–, sino sobre qué hable y quién lo diga. Como contrapuesta, aparece la figura del escritor, aquel que trabaja sobre la escritura sin anteponer a eso la construcción de la figura autoral, aquel que piensa los procedimientos narrativos, no quien los padece. De esos procedimientos, más que de los autores, he tratado de dar cuenta, como una continuación de esa charla de hace casi treinta años, y con mi irreductible torpeza de leer todo lo que se presenta como literatura como si fuera literatura.
* Portada: «Travesti-mélancolique» (2018) de Thierry Faure
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