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22-03-2022 Notas

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Por Manuel Quaranta | Portada: Lila Siegrist

Mi papá suele repetir una frase cada vez que la responsabilidad o la prudencia lo acechan: “Todo es circo”. Con su dictamen pretende postular la existencia de un mundo en estado de excepción permanente, sin reglas, sin ley, sin límites. Yo, hasta el sábado, suponía que la frase era uno más de sus tantos y tan festejados exabruptos, sin embargo, después de experimentar La violencia de la ternura, admití de buen grado el riesgo de que mi papá tuviera razón.

La obra comienza con Tomás Quintín Palma transparentando al público un linaje corrompido, contaminado, tartajeante, si se quiere, desde sus orígenes; apunta así, consciente o no, a interpretar la fórmula mágica de Fabián Casas: “todo lo que se pudre forma una familia”. Y como familia hay una sola, Quintín ha previsto, gracias a su corrosiva intuición, la única chance de sobrevivir a ella: el exorcismo. Y para exorcismos, nada mejor que el teatro.

Quintín nació en Rosario, en el seno de una familia integrada por payasos. Un payaso, define la RAE, es un “artista de circo, generalmente caracterizado de modo extravagante, que hace reír con su aspecto, actos, dichos y gestos”. Entre sus habilidades, en efecto, consta la de hacer reír, pero la de los payasos es una risa tenue, triste, bastante parecida al llanto, sobre todo cuando detrás de la máscara no se esconde ninguna realidad, cuando no hay hombres ni mujeres corrientes sosteniendo el personaje. Por ese motivo, la infancia de Quintín –de acuerdo a su testimonio– no fue como la de todo el mundo, por más que todo el mundo cuente con pruebas contundentes en contra de su familiares, sean médicos, abogados o ingenieros.

Digamos la verdad, el material autobiográfico vale la pena ser exhibido si el trabajo con la forma predomina sobre la materia bruta (que a priori no vale, en términos artísticos, absolutamente nada). Quintín, por suerte para nosotros, logra objetivar (combinar) de tal modo el anecdotario doméstico que el espectador se apropia de la historia, aunque no tanto por identificación, como indicaría la lógica, sino por discordia: la trama insólita nos compromete e incluye a causa (y no a pesar) de su extrema ajenidad.

La de Quintín es, en principio, una historia triste (en el borde de lo trágico, desde un punto de vista) que, narrada con lealtad y alevosía, genera el mérito mayor, reírse de la propia desgracia, al menos la desgracia percibida por aquel niño de 9 o 10 años, en busca de la normalidad perdida, anhelando cordura, verosimilitud, una familia común.

Pero así como un factor unívoco determina La violencia de la ternura (la realidad de las máscaras), operan también varios dobleces (¿la escena payasesca no es por antonomasia una escena doble?) El título de la obra, ambiguo y reversible; los payasos, lo dijimos, hacen reír y llorar, aparecen, en ocasiones simpáticos y en ocasiones siniestros. No olvidemos que uno de los libros más famosos de Stephen King (jamás imaginé escribir su nombre sin ironía) es It (eso), el payaso asesino. Sumemos a esto la representación de Nicolás Palma, hermano de Quintín, que remeda el comportamiento de algunos de sus seres queridos, quienes observan la escena desde una fantasmagórica fotografía proyectada en el escenario.

Además de la novela familiar (de la que podríamos hablar horas solicitando la ayuda del doctor Freud o del maestro Lacan), el otro eje de la ¿comedia? es Rosario, presente en su ausencia, la ciudad de pobres corazones provee el marco espacial que cobijó (sigue cobijando) durante tantos años a Quintín y del cual él no logra desprenderse con facilidad. Por eso las referencias constantes, los guiños, las reminiscencias, como si en el intento de exorcizar a la familia estuviera implícito el intento de exorcizar a la ciudad.

Pero felizmente todo falla, la puesta en escena vira hacia el homenaje, la nobleza de la sangre contaminada se impone. Quintín ha comprendido la esterilidad de su lucha: abandonar su condición de payaso implicaría un paso de comedia inútil, inofensivo. Reconoce, entonces, frente al público, ser un vencedor vencido, leal y traidor, integrante del mismo clan, la misma mafia, producto indiscutible de su linaje.

Retomo, para no perder la costumbre de la cita, una nota al pie del libro la Tarea del crítico, de Walter Benjamin. Resulta que Arnold Bennet fue un novelista y dramaturgo alemán, que en su época dorada compartió fama literaria con figuras de las talla de George Bernard Shaw y H.G. Wells. Olvidado hoy por casi todos (nuestro cabal destino), Walter Benjamin dice sobre él (y yo suscribo, atento a la praxis anímica y artística de Quintín): “Sigo leyendo a Bennet, en quien cada vez más reconozco a un hombre cuya postura está muy emparentada con la mía actual y a través de quien me veo fortalecido en mi posición: a saber, un hombre a quien una amplia falta de ilusiones y una fundamental desconfianza en el curso del mundo no conducen ni al fanatismo moral ni a la amargura, sino a un arte de vivir muy astuto, inteligente y refinado, que lleva a obtener de los propios percances las oportunidades, de la propia fechoría ese par de comportamientos dignos que aparecen en la vida de un hombre”.

 

 

 

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