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Por Cristian Rodríguez | Portada: Amandine Alessandra
I.
Una letra es también un haz, un verbo, un significante, un fotón, una cierta partícula incluso intangible.
Esa partícula pasa y está temporalizada. Esa partícula está contextualizada.
Niels Bohr, el físico cuántico, el mago de las órbitas de los electrones en la estructura del átomo, y más aún, aquél que predijo que no se trataba ni siquiera de órbitas sino de estados que varían -acorde al principio de indeterminación que tanto molestaba a Einstein, dice en Teoría atómica y descripción de la naturaleza: “las partículas materiales aisladas son abstracciones, sus propiedades solo se pueden definir y observar a través de su interacción con otros sistemas”.
II.
En la práctica del psicoanálisis, esa partícula concierne tanto a la intervención del analista como a la propia condición transdimensional de lo que está en juego en el camino de un análisis.
Sí esa cierta partícula se define por su atravesar de uno a otro lado, y por ende por su capacidad de transdimensionalizarse, estamos entonces alrededor del concepto que el psicoanálisis nombra “pulsión”, límite entre dos escenas, no sólo lingüísticas, etimológicas y psíquicas, sino con lo real de la primera experiencia de satisfacción.
La pulsión se comporta así como los electrones de Bohr en la estructura del átomo.
La pulsión se corresponde asimismo con un funcionamiento por cuantos o paquetes de energía, tal como lo propuso Einstein respecto de los fotones en el haz de luz.
III.
La letra es un aspecto estructurante sin el que es imposible suponer la presencia de la pulsión en psicoanálisis, ya que es la que permite a la lengua esa deslizarse de estructura atómica en estructura atómica, de átomo en átomo, entre fenómenos psíquicos inconscientes.
La letra porta información sobre el comportamiento de los estados de energía concomitantes de los electrones. Sabemos de ellos por los efectos de los recorridos pulsionales específicos en cada quién, en cada humano.
IV.
En la Carta 52 Freud pronostica la existencia de ese equivalente de los electrones -partículas subatómicas de cuyos ecos nos enteramos a nivel de la lengua- que permiten las transcripciones entre sistemas psíquicos, y que hacen asequibles a la conciencia los ecos de los procesos primarios inconscientes. Es posible que Freud no desconociera la “Tabla Periódica de los Elementos” de Mendeléyev -propuesta en 1871- lo que le permite a Bohr deslizarse en la genial correlación de que los números asignados a los elementos en esa tabla se corresponden con los electrones que precisamente tienen cada uno de estos elementos de la naturaleza en el universo. La genialidad de Freud, por su parte, es adelantarse algunos años a la física de la relatividad especial y a la física cuántica.
Y por supuesto inscribirse como un físico contemporáneo, un físico de la psiquis humana.
V.
Esa potencia pulsional en el atravesar universos, no sólo simbólicos o semióticos, sino ligados a lo real de la letra, ese vacío en la experiencia propuesto por la transferencia en psicoanálisis de toda sustancia gozante, abre al vacío creador.
Como en la danza de los electrones, se desobtura -se devela en parte- lo real de la letra y se transforma la realidad misma.
VI.
Esto hace al psicoanálisis no sólo una ciencia de la conjetura sino una ciencia de la naturaleza, una ciencia equiparable a la física y plausible de su constatación empírica e inductiva, y también de un poderoso influjo como práctica en extensión, especulativa, afín también al método hipotético deductivo.
Ese espacio, tanto para la física contemporánea como para el psicoanálisis, se dispone como un arte a descubrir y a decodificar. Una transformación de las condiciones en las que suponemos y pensamos lo humano y nuestra actualidad de lo que entendemos por ciencia.
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