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18-04-2022 Notas

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Por Luciano Lutereau | Portada: Sang Ik Seo

1.

Se dice que todos soñamos, pero que no siempre recordamos nuestros sueños. Esta puede ser una afirmación científica válida, pero no es verdadera. 

Porque una cosa es el sueño como episodio neurológico y otra la experiencia onírica. Ni siquiera digo como “hecho psíquico”, porque no me interesa esa objetivación, sino un modo de nuestra vida, la que transcurre cuando soñamos y tiene como condición el dormir –aunque a veces lo hagamos despiertos.

Para soñar es necesaria una disposición. Cuando nos vamos a dormir muy cansados, es posible que no soñemos y por eso tampoco descansamos tanto. 

2.

El sueño no comienza al apoyar la cabeza en la almohada, sino un ratito antes, en el abandono progresivo de la vida cotidiana, en una actitud de espera y a veces reflexión (no pocos sueños comienzan con el último pensamiento antes de dormir), es decir, para soñar –al igual que para amar– hay que tener tiempo.

Y si tenemos en cuenta que Freud decía que la salud estaba en “amar y trabajar” y el “trabajo del sueño” es uno muy importante (entre otros, como el del chiste, el duelo, etc.) entonces soñar es un acto de salud.

Quienes no sueñan, suelen no solo vivir cansados, porque viven pendientes de ese otro trabajo que a veces no tiene ningún valor psíquico, el de la producción –hacen cosas hasta el último minuto antes de caer rendidos en la cama, explotados–, sino que también pierden esa otra dimensión de la vida que es el enigma.

3.

Vivir sin enigma es agotador. Esto es lo que Freud descubrió en La interpretación de los sueños, antes que una técnica de desciframiento, porque si bien esta existe, el enigma es irreductible.

El psicoanálisis es la oportunidad de recuperar el espesor vital, que las tecnologías apelmazan, con la oferta de una virtualidad que no es como las demás: nuestra vida en los sueños, fuera de nosotros mismos, no es una realidad paralela, sino una en la que mejor nos encontramos, el comienzo de una realidad ampliada en un mundo aplastante. 

Las personas desesperadas, sin alma, se preguntan todos los días cuál es el sentido de la vida. Después de soñar, esta pregunta cae, se admite que no tiene respuesta, pero no porque se caiga en un escepticismo; más bien el sueño se comporta como la marea que se retira y deja un montón de signos como caracoles que despabilan el asombro de la conciencia, con sus sonidos y colores; entonces ya no importa el sentido de la vida, sino vivir para sentir.

4.

Hay un cansancio que no depende de lo que cada quien haga, sino de la relación con el inconsciente.

Uno de los destinos de la libido es la vuelta sobre la propia persona. Esto es lo que ocurre cuando hay días en que se duerme, pero no se sueña.

El sueño, como formación del inconsciente, recibe la energía psíquica que, si no ocurriera, cae sobre el yo como una sobra oscura.

Experimentar el placer de dormir es una función del yo. Soñar es un trabajo del inconsciente. Ambas cuestiones suelen estar articuladas.

A veces dormimos placenteramente, más allá de renovar nuestra capacidad de descanso (que no necesita más que unas pocas horas).

Otras dormimos unas pocas horas, pero un breve sueño nos despierta renovados. El inconsciente es un buen depurador mental.

En malos momentos podemos dormir durante horas y sentir que nada nos saca una sensación plomiza de vivir. 

También podemos tener sueños tortuosos que, independientemente de su contenido, permanecen como simples alucinaciones que fracasan como formaciones del inconsciente y, por eso, resultan agotadoras. 

El inconsciente es muy económico: con pocas horas y una breve imagen le alcanza para resetear el funcionamiento psíquico. 

La idea del “reset” es quizá muy computacional, mejor lo pienso como un barrefondo –como el de las piletas.

El agua estancada se pudre. Como la libido.

5.

La noción de libido es muy importante en psicoanálisis. Es una manera de descentrar el modo en que entendemos el deseo. No solo para relativizar la importancia del objeto, sino para no hacer del deseo algo primario, establecido, verdadero por sí mismo. 

Hay una lectura causalista de Freud que busca el deseo como origen o causa, como si no fuera un efecto. Este tipo de lectura, por ejemplo, sustancializa el deseo y lo hace culpable. Esta es una versión metafísica del psicoanálisis, anti-freudiana.

Por ejemplo, un hombre en su vida adulta, después de haber estado casado con una mujer y tenido hijos, comienza una relación con otro hombre. No faltará quien diga que siempre fue homosexual, de manera encubierta, o quien interprete que su vida anterior es menos verdadera que la siguiente (en esta línea es que se proponen ciertas salidas del closet), sin pensar que el deseo no es homosexual ni heterosexual, sino que en función de lo que cada quien proyecte en el horizonte de su vida (los actos que le conciernen) el deseo se abrirá paso como una fuerza para desmalezar (y sintomatizar) el camino.

El deseo no tiene nada de originario ni de místico. Es un medio, la forma en que cada quien se las arregla para hacer ciertas cosas que tiene que hacer y, justamente, eso recuerda una noción como la de libido –tal como la usaba Freud.

Si una idea es potente en psicoanálisis, es que no existe un deseo personal, que sea «mi» deseo, sino que es a través de deseos que –en lo mejores casos– actuamos. No somos nuestro deseo. No hay relación entre deseo e identidad. Si hay identificación, es con el síntoma y no con el deseo. La identificación con un deseo es terrorismo, actitud que hoy está muy difundida en el progresismo anti-psicoanalítico.

 

* Portada: «León durmiendo» (2007) de Sang Ik Seo

 

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