Blog

Por Sergio Fitte | Portada: Phil Hale
Pérez Agüero sale da la casa al igual que todas las mañanas. Le arden las manos. Hace mucho que le arden las manos. Las palmas específicamente. No fue necesario que el médico se lo explicara. Él lo intuía desde hacía un buen tiempo. Ni con la tomografía computada que le practicó la pendeja del Instituto Reck se sorprendió, sabía de antemano que el resultado que le iban a exponer era el que le dieron.
Camina lo más lento que puede, pero de manera inevitable avanza. Levanta la cabeza y advierte que el medio de transporte que debe utilizar se encuentra colapsado. Decide continuar a pie. Sabe que va a llegar muy tarde a la oficina. Le da igual. Todo le da igual a partir de la última consulta médica. En la reunión en la que lo anoticiaron de su “caso”, además del clínico, el neurólogo, la pendeja de la tomografía y otros especialistas indescifrables había un periodista que quería averiguar, preguntar, saber más.
El Director del Instituto Reck, un administrador de empresas encargado de hacer funcionar las finanzas, improvisó unas palabras y cuando terminó su alocución se llevó los dedos pulgar e índice a los ojos fingiendo una emoción que a Pérez Agüero le resultó patética. Después de que la mayoría dijera algo le acercaron unos papeles al paciente para que los firmara. No se resistió. Siempre fue cumplidor con las órdenes. Por eso le resultaba raro que aquella mañana casi sin quererlo hubiese decidido llegar tarde al trabajo.
Antes de retirarse lo consultaron si ya estaba preparado para dar testimonio a la prensa y dijo que lo pensaría un par de días, que no se decidía todavía. Lo hacía solo para estirar el tiempo, tenía bien claro qué era lo que iba hacer.
Al entrar a la oficina todos sus compañeros se dieron vuelta para observarlo. Les costaba convencerse de que realmente había llegado tarde a su puesto de trabajo. Lo miraban pero no lo veían. Las cabezas y ojos se movilizaban de un lado a otro como tratando de descubrir un fantasma en las tinieblas de una noche oscura. Un par de segundos y cada uno seguía con lo suyo. Algunos con la mirada clavada en el suelo como pidiendo disculpas por algo que no habían hecho.
El único que parecía estar atento descifrando lo que ocurría era el Jefe. Cuando realizó su conocida seña para que se acercaran a su oficina a Pérez Agüero no le quedaron dudas que el indicado era él.
Caminó parsimoniosamente hasta quedar del lado de adentro del despacho. No tenía una sola excusa preparada dentro de su cabeza. Se encontraba en una situación muy complicada conociendo de antemano las formas de actuar de su superior.
–Quiere contarme algo, buen hombre –le dijo el Jefe con un tono desacostumbrado y un semblante que no era el mejor.
Ante el silencio de Pérez Agüero el Jefe pareció entrar en un período de confusión y nerviosismo. Se fregaba las manos. Se paraba y se sentaba. Apretando un intercomunicador con voz floja buscó retomar el control de la situación.
–Carmen, por favor me trae dos cafés y algunas masitas. Este pedido es urgente, Carmen, entendió.
–Sí, señor –ya le alcanzo el pedido.
Pérez Agüero un tanto desorientado buscó los ojos de su Jefe. Este quedó paralizado. Parecía la víctima de un depredador siendo hipnotizada antes de ser deglutida. Daba la sensación de no respirar y eso era lo que le estaba pasando.
La irrupción de Carmen hizo que la escena cobrara movimiento nuevamente.
–Le pasa algo Señor –atinó a decir la secretaria mientras dejaba el pedido sobre la mesa.
Cuando volvieron a quedar solos el Jefe aun no había recuperado el ritmo respiratorio normal. Intentó llevarse la taza de café a los labios. El temblequeo en la mano le hizo perder la mitad del contenido en el trayecto. Parecía no darse cuenta del goteo sobre la computadora. Tampoco parecía que le importaba la temperatura de la infusión al contactar cuello y pecho.
Continuaban parados.
El desconcierto de Pérez Agüero lo llevó al límite de pensar en abandonar la oficina. Por primera vez en su vida estaba desobedeciendo o actuando de una manera que no era la esperada y se sintió bien. Era una sensación que no había experimentado nunca antes. Para corroborar lo que le estaba ocurriendo se atrevió a tomar una de las masitas que había en uno de los platitos dejados por la secretaria y se la tragó literalmente. Tomó otra y realizó la misma maniobra. Con la tercera fue mucho más allá de los límites esperados: mordió una porción pequeña y arrojó lo que le quedaba deliberadamente al suelo.
El Jefe comenzó a pestañar de manera enfermiza. Los dientes castañeteaban sobre la punta de la taza que se había olvidado de retirar de la boca.
Sin dejar de observarlo Pérez Agüero alargó su brazo en dirección a la taza que le correspondía. En lugar de tomarla con la mano le propinó un empujón suficiente para que el contenido se derramara sobre el escritorio. Una ola de placer le subió de los pies a la cabeza. Esto es mucho mejor que la droga pensó, y estaba en lo cierto.
Parecía ciencia ficción pero para Pérez Agüero era la tangible realidad. Acababa de descubrir, vaya uno a saber por qué intrincado mecanismo cósmico, que por cada maniobra moralmente inapropiada que llevaba acabo una ola de placer se le manifestaba en todo su organismo.
Se acercó, dando un pequeño rodeo al escritorio que los separaba, hasta quedar uno junto del otro. Para realizar una última prueba que confirmara todas las presunciones, primero se observó un dedo índice y luego lo metió en una de las fosas nasales del Jefe. Lo giró unas cuantas veces como si fuese un destornillador y sintió que hacía tope contra algún cartílago. El Jefe dejó de castañetear los dientes y mordió con todas sus fuerzas la taza de losa que mantenía en su mano derecha. Dejó que Pérez Agüero hiciese a sus anchas. La presión de las mandíbulas terminó por partir la taza. Cerró la boca y un pedazo de loza le quedó del lado de adentro.
A todo esto Pérez Agüero comenzó a experimentar una especie de descarga orgásmica. Como si en lugar de haber metido el dedo en una fosa nasal lo hubiera hecho en un enchufe de placer. Al quedar al borde del desmayo retiró el dedo y giró sobre sus pasos. Era suficiente por el momento. Sintió que debía retirarse.
–Zo ze todo do que de paza.
Fue inevitable que suspendiera la retirada.
Recién en ese momento el Jefe escupió el pedazo de tasa que tenía en la boca.
–Me lo dijo el Director del Instituto Reck. Soy uno de los accionistas principales. Tome asiento. Sin querer usted ha realizado un descubrimiento prodigioso. Le explicaré algunas cosas.
–Cuando usted nació fue inoculado con una hormona extraterrestre. Por su condición química era de esperar que su conducta sumisa, retraída y moralmente perfecta no produjese inconvenientes en el experimento que desde hace cincuenta años se viene realizando. La investigación puesta en marcha tiene como objetivo la conversión de la especie humana en seres de conductas perfectas. Lamentablemente éste inconveniente se ha suscitado con miles de pacientes a lo largo del mundo. Estamos luchando de manera frenética pero al parecer venimos perdiendo el control del asunto y las consecuencias a nivel mundial podrían ser catastróficas.
Pérez Agüero no lograba interpretar todo lo que le decía su Jefe, así mismo atando cabos nada de lo que le comunicaba lo sorprendía demasiado.
–No solo usted ha notado que al llevar a cabo conductas reprobables moralmente siente placer. También innumerables ciudadanos lo han notado. Es más, hasta altos funcionarios a nivel mundial lo han comprobado. Es indudable que esta circunstancia traerá aparejadas grandes catástrofes. Fíjese usted mismo que ya no le bastará con realizar una simple maniobra moralmente reprobable para sentir lo que sintió anteriormente. Usted ha comenzado a descender por un tobogán que lo hará desear más y más; y para lograrlo sus conductas serán cada vez más escandalosas. Es probable que conozca el mismo infierno.
Pérez Agüero tomaba nota mental de todas y cada una de las palabras que su Jefe le vertía. Se lo notaba tranquilo. Por demás dadas las circunstancias.
–Pero Señor, usted bien sabe que siempre me he comportado dentro de los límites esperados para una persona, digámosle “buena”, no veo por qué esta circunstancia…novedosa.
El Jefe no dejó que Pérez Agüero completara la frase. Cruzó sus brazos sobre el pecho y dio medio giro. Desde las alturas podía mensurar la imponencia de la plaza central de la ciudad. Parecía ausente. Con voz impersonal continúa de manera monótona. Como repitiendo una formula acostumbrada.
–Sé que usted es un buen hombre y no dudaría en elegir el bien común antes que el bien personal. Su familia recibirá una cuantiosa suma en dinero efectivo a cambio de que nos entregue su libertad. Simplemente usted debe desaparecer. Le proporcionaremos un lugar y las suficientes comodidades para continuar sus días en una especie de paraíso terrenal, aunque, con ciertas restricciones. Para el resto de la sociedad usted se habrá, simplemente, evaporado.
El Jefe seguía sin detenerse siquiera a respirar.
Pérez Agüero acompañaba el discurso con un movimiento afirmativo de cabeza aunque ya sin escuchar realmente una sola de las palabras. Situó los ojos en un cortapapeles que acababa de clavarle un rayo de sol cegador en un de sus ojos. Se movió imperceptiblemente y el ataque cesó.
Quedó cautivado con el color dorado del instrumento que acababa de descubrir sobre el escritorio de su Jefe. Una idea loca y descabellada le atravesó el cerebro. Sin pensarlo comenzó a acercar su mano derecha hacia el cortapapeles. Cuando por fin lo atrapó se sorprendió por el peso que tenía. Lo atrajo hacia su cuerpo para observarlo con más detenimiento. Imaginó cosas y una ola de placer lo inundó de pies a cabeza. Se sentía drogado por la mejor de las drogas posibles, pero esto no era todo, quería más.
A todo esto su Jefe volvía a girar sobre sus pasos para quedar nuevamente de frente a Pérez Agüero. Se descruzó los brazos y abriéndolos le mostró las palmas de las manos a su interlocutor. Esperando la respuesta a una pregunta que éste no había escuchado. De inmediato observó que su cortapapeles no se encontraba donde lo dejaba habitualmente. Realizó un ademán de haber terminado con todo lo que tenía para decir.
Mientras, Pérez Agüero, aun no había dado comienzo con lo suyo.
Etiquetas: Sergio Fitte