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13-04-2022 Notas

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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker

En el psicoanálisis se habla de la relación y articulación entre lo vivo y lo muerto. Cuando Freud postula la teoría de las pulsiones, y la sintetiza en una mezcla pulsional entre las de vida y las de muerte, establece una dinámica en la que la existencia humana se plasma dentro del marco de ese conflicto central. Conflicto no es dilema, la cosa no está planteada en términos de un “o”, es decir, o bien la vida o bien la muerte, o bien las pulsiones de vida o bien las pulsiones de muerte. En la tensión que supone tal conflicto se juega la existencia, y esa tensión sería, lo imposible de eliminar. El conflicto, entonces, está arraigado a la existencia humana, sin embargo, se ha creado una suerte de “atmósfera anti-conflicto” derivada de una especie de corrección política del comportamiento, en la que la conflictividad es mal vista, rechazada, incluso cancelada bajo la fuerte idea de que eso es precisamente lo que hay que erradicar. Se dice de alguien que es “conflictivo” porque no termina de adaptarse a “lo que hay” o simplemente porque “hincha las pelotas”, o no respeta esa búsqueda forzada de armonía que, simplemente, depende de que no exista otro que no sea Yo, si es que logro “armonizarme” a mí mismo, por supuesto, otra empresa de difícil viabilidad. Volvemos a la trama del individuo, claro. El individuo “armonizado” es una especie de tirano que no quiere que lo molesten ni con el vuelo de una mosca.

Me he topado, felizmente, con un libro que no habla – como lo estoy plantenado aquí – de la relación entre “lo vivo y lo muerto”, sino de la relación entre los vivos y los muertos. Creo que, a los fines de lo que quiero problematizar aquí, la analogía con ese libro hermoso va a ser muy útil.

Se trata del libro de Vinciane Despret, “A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan” (Editorial Cactus 2021)

En este libro, Despret relata, mediante una anécdota que atraviesa su vida – la historia de un ancestro que ha muerto muy joven, casi un niño, en un accidente de tren – cuál es la relación entre los vivos y los muertos y cuál es el modo en que los muertos cobran “existencia”.

Evidentemente, en el relato de ese fallecimiento “familiar” lo que Despret no niega ni podría hacerlo – el libro es exactamente la respuesta – es que ella misma está atravesada – en esta escritura – por ese muerto cuyo relato de fallecimiento abre el libro. El libro que escribe es una prueba de la existencia de ese muerto en su vida. Es su modo de darle “acogida”, de “instaurarlo”, no como una construcción – tal como podría ser un personaje de novela” – no se trata de un “hacer”, en términos de una acción o de ir a la búsqueda de algo – tal como estamos acostumbrados – como hombres y mujeres modernos, a batallar en el día a día – sino como quien da acogida a una demanda, la demanda de un muerto. Los muertos demandan a los vivos un plus de realidad, y eso hace a su existencia. La realidad de los muertos, entonces, tiene que ver con el modo en que los vivos acogen un pedido – podemos autorizarnos a decir “una demanda” – y eso instaurará no solo, del lado de los muertos, un plus de existencia, sino que también, del lado de los vivos, un nuevo modo de ser que habitará en ellos bajo la forma de un muerto. Asumir la responsabilidad – dice Despret – de instaurar ese plus de existencia de los muertos participará de una transformación que lleva a un plus de existencia, pero – por lo que leemos en Despret – no es solo de los muertos, sino que también del lado de los vivos.

Vemos también que acoger un pedido no implica una acción de búsqueda, sino un reconocimiento, en primer lugar, del muerto como alguien que está presente, y habita en los vivos de una manera particular, en la medida en que se asuma la responsabilidad de darle esa acogida. Esto también altera la idea clásica y racionalista del duelo, detonado a partir de la ausencia definitiva de quien ya no está más y ya no existe de ningún modo. En esa versión la “obligación sanitaria” es la del “desapego” del objeto perdido. Pero ¿acaso el psicoanálisis no funda su epistemología en la idea de un objeto radicalmente perdido que nos posibilita la existencia y cuya fantasmática –entrelazada a diversos elementos cruzados por diferentes espacios y tiempos (generaciones, culturas, etc) nos gobierna? Pretendernos individuos, desde esta realidad, parece una burda pretensión infantil (todo lo contrario, a lo que distinguíamos respecto de la infancia. En definitiva, “infantil” es creernos individuos dueños absolutos de sí mismos. La infancia, en cambio, alberga ese saber destituyente, del cual el individuo es sujeto). A ese objeto perdido Freud lo coloco en relación a “lo inconciliable”, “la roca viva de la castración”, “el ombligo del sueño” e incluso lo interminable de un análisis lo será en la medida en que se pretenda asimilar ese objeto perdido a un duelo finalmente realizado, es decir, un objeto reabsorbido totalmente por la elaboración simbólica. Lacan colocará a ese objeto del lado de lo Real, es decir, eso que resulta imposible de ser asimilado por el símbolo, el cual no cesará de no inscribirse. La libido será la forma singular de ese Real en cada quien, plasmado en una dinámica fantasmática que podríamos en parte homologar a los planteos de Despret respecto de los muertos, un modo singular de existencia que los vivos deben instaurar, en el sentido de acoger y de crear el medio propicio para darle lugar, o como hablábamos al principio de esta serie, de alojarlo. Nosotros podríamos hablar – solo para no hacerlo figurar en una persona en particular (a lo perdido) – de “lo muerto”, esos elementos, esa información, esa forma particular de que se agiten los elementos sueltos de espacios y tiempos dispersos, pero enlazados en cadena a la vida de un sujeto determinado, como una suerte de ADN pulsional, que determina el modo en que eso radicalmente perdido nos conecta con nuestra existencia y la posibilidad de que se plasme. Lejos de encarar un análisis como una suerte de duelo “racional” que promueve el desapego y el olvido definitivo de lo perdido, la cuestión es encarar seriamente la forma particular en que eso perdido nos posibilita vivir una vida – tal como en algunas culturas se respetan a los ancestros – conectada y compartida. El individuo, en su pretensión ultraracionalista de autonomía, solo quiere desprenderse de todo, hasta de sí mismo, de su propio cuerpo, quiere desaparecer.

Justamente, siguiendo y haciendo un paralelismo con los planteos de Despret, el analista instaura una discursividad que se enlaza a la fantasmaticva de “lo muerto”, es decir, de lo perdido, y del modo singular en que esa fantasmatica se manifiesta en cada sujeto. Le da lugar, en la transferencia (promoviéndola desde el sostén de su posición en el dispositivo analítico) a esa “instauración” de lo muerto que no cesa de no inscribirse y que “hace ruido” en los vivos, les hace perder el miedo a los sujetos de enfrentarse poco a poco a ese “plus de realidad” que lo muerto (o las voces de los muertos) habita en ese sujeto hablante. En el sujeto hablante habita lo “muerto que parla”, y ese lugar es el del analista, que no hace otra cosa que darle “lugar” a lo muerto que parla en el sujeto que habla, o el sujeto hablante, Eso muerto es lo que se conjuga en esa edad inicial o de iniciación de todo ser humano que se ha dado en llamar “infancia”, un espacio y un tiempo de conjugación de lo nuevo y lo viejo, de lo perdido y lo reahallado, y de lo que el sujeto infante hace con eso en lo que llega a habitar, un torbellino de antecedentes y de encuentros y de sucesos que estallan en su cuerpo y le dan forma de monstruos y maravillas, una forma invisible que supera ampliamente los límites de su individualidad, los de su propia piel.

 

Serie La infancia que insiste

 

 

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