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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker
Vincent Despret da ejemplos en su libro (A la salud de los muertos) sobre el modo en que los muertos –nosotros hacemos el parangón con “lo muerto”, en el sentido de lo descompuesto, lo reducido a sus elementos mínimos, lo inorgánico, la información pura– se dan un lugar y un tiempo dentro de la vida de los vivos que los acogen y se hacen responsables de su existencia (ese “su” es ambiguo, pues esa existencia no se separa una de otra, la del muerto y la del vivo). Dice que los muertos (o “lo muerto”, como nosotros lo decimos) trazan otras geografías, otras fronteras y espacios, son “literalmente geógrafos”. Esto quiere decir que uno no hace “lo que quiere”, sino que es “trazado” por elementos que lo habitan y hacen del cuerpo un epicentro de agitaciones en los que se entrecruzan tiempos y lugares desconocidos o no registrados para el individuo.
Despret da el ejemplo de una historia (que ella se encarga de recopilar en su investigación) la que cuenta una directora de teatro, la de Benny y Matthias, los cuales formaban parte de un colectivo de arquitectos. Uno de los proyectos de este colectivo los había conducido a restaurar un sitio vacacional para niños en Brandemburgo, Alemania, y allí tuvo lugar el accidente. Ambos se alojaban allí, y en una velada, luego de una noche muy festiva, Mathias cayó desde lo alto de una cama marinera, mientras dormía, con tal mala fortuna que el golpe lo mató. Un año más tarde, Benny le contó a Hanna, la directora de teatro que relata la historia, cuánto extrañaba a su amigo muerto. Hanna le preguntó si aún tenía contacto con él, y él respondió que así era, de vez en cuando. Ella le insistió en cuanto a cómo y dónde o sucedía, y Benny le dijo que siempre sucedía cuando estaba con sus hijos. En un primer momento él interpretó que sentía su presencia en ambientes distendidos, fuera de su horario de oficina, pero la directora de teatro le pidió que precisara más el fenómeno, entonces Benny recordó que era siempre en la explanada de juegos adonde siempre iba con sus hijos. Ambos estuvieron de acuerdo, entonces, en que había un lugar, un sitio para los encuentros. Benny terminó proponiendo que ese lugar comunicaba con el hecho de que Mathias y él habían tenido una relación marcada por un vínculo con la infancia.
Ese vínculo con la infancia, en donde se producían los encuentros con su amigo muerto, esa geografía definida por la infancia, es lo que nos ayuda aún más a definir la infancia tal como lo hicimos acá: eso que resulta inatrapable, eso que se escapa habiendo pasado por nuestro cuerpo, como un fantasma, eso que nos mantiene en vilo y nos excita y nos proyecta por el simple deseo de volver a vivir su presencia. Eso que aparece y desaparece como un ovni, y no tiene mirando el cielo a la espera de su reaparición. Eso que nos mantiene en la idea de algo por venir creyendo que estuvo en algún momento de nuestro pasado. Ya no se trata de la persona del amigo muerto, si no de lo que, en él, se daba como juego de infancia, ese vínculo con algo que incluso los atravesaba a ambos y llegaba más allá del ellos, a tal punto de seguir manifestándose aún después de la muerte. Eso de lo incoercible y lo indestructible que Freud hablaba respecto del deseo, eso mismo parece tamizar la descripción de algo evanescente a lo que llamamos “infancia”, la manera de nombrar una relación única e irrepetible, que se tiene cuando se es niño, con lo indescriptible, con lo inmanejable, con lo que nos causa y nos hace humanos, más acá y antes de toda racionalidad.
La infancia es una experiencia, la experiencia de un duelo que el ser humano realiza incluso antes de comenzar a vivir. Pero la infancia, lejos de ser un disciplinamiento acerca de lo que debe ser ese duelo y el objetivo que perseguiría, es todo lo contrario: la profusión de “convivencias” –que ese duelar por lo que nunca se ha tenido–suscita, y por “convivencias” me refiero a todo tipo de presencias que se van registrando en la medida en que pasa el tiempo (si es que uno se analiza, o tal vez nunca terminan de registrarse). El duelo, categorizado desde una perspectiva psiquiátrica, protocoliza los pasos a seguir en pos de una normalidad que no se aleja ni un ápice del disciplinamiento racionalista. Despret lo dice así:
“Desde esta perspectiva, cómo el término duelo implica toda una teoría que guía y coacciona la experiencia que acompaña el hecho de haber perdido a alguien, no solo juega el rol que podemos reconocerle a las teorías psicológicas, el de disciplinar las diferencias, sino también, en el caso del duelo, el de disciplinar la irracionalidad”.
Disciplinar la irracionalidad es exactamente lo que se hace con la infancia, a través de las estapas de la educación pedagógica. Obviamente que no estoy aquí planteando que la educación es nociva, pero si termina siéndola en el punto en el que de lo que se trata es de alinear a todo el mundo a las exigencias del sistema de producción y consumo. “Irracional” sería todo aquello que le hace obstáculo y se deja llevar por los excesos del deseo que acontecen en la infancia o en ese período de la vida abarcado normalmente por esa denominación.
Despret señala que hay que “dejarse instruir” por los muertos, o eso muerto que aparece en nuestra vida y que causa nuestros relatos y nos desvía en ensoñaciones e intrigas, enigmas que se expresan más o menos sintomáticamente (o no, como en estos casos, aunque esto cuesta que se diga –las apariciones– en nombre de la racionalidad adaptativa con la que nos amordazamos en experiencias “a contramano” y que suelen asustar, “calmándolas” con medicamentos), y ese “dejarse instruir equivale a “volverse sensible a un “eso piensa” a través mío: una manera de dejarse atravesar por las maneras de ser que exploran juntos los muertos y los vivos –nosotros podemos decir “lo muerto” junto a lo vivo. En definitiva, no se trata del rechazo de la pulsión de muerte como si peleáramos contra un demonio a exorcizar de nuestros cuerpos, sino de que ese “juntos” no se pierda ni por temor ni por indiferencia. Esa es precisamente la función del analista, alguien que sostiene o trata de sostener, al menos, esa función de “eso piensa” a través mío y cobra una voz, como la de un médium que habla sin que sea él, en persona, sino bajo la condición de ser “tomado” por esa voz que se expresa en lo vivo como muerto, y que insiste, como la infancia.
Esa sensibilidad Despret se la adjudica a una suerte –ella no lo dice así– de renunciamiento a la voluntad de interpretar, en el sentido de buscar explicaciones que terminen racionalizando lo que sucede en ese campo sensible en el que acontece –nosotros lo podemos nombrar del siguiente modo– una lectura.
Habla de una “ecología”, es decir, de un medio –en el sentido de medio ambiente– “propicio” para que esta sensibilidad tenga lugar.
El “medio propicio” para que esa sensibilidad que le dé lugar, acogida, e instaure una relación entre lo vivo y lo muerto –pulsión de muerte y de vida podemos decir nosotros utilizando esa analogía– al menos es un medio que no rechace que eso puede “andar junto”, sin plantear la relación entre ambos como una batalla o una guerra “santa” o “demoníaca”, y ese “junto” o de ese “andar junto” está hecho nuestro cuerpo sensible, ese en el que acontecen las voces que se presentan, mudas la mayoría de las veces, o manifestantes otras, y que acontecen en lo podemos denominar un acto de lectura. Despret menciona las “condiciones de existencia” de este tipo de fenómenos en los que se pone en evidencia esa relación directa e íntima –silenciada en aras de la racionalidad– entre lo(s) vivo(s) y lo lo(s) muerto(s). Pero el psicoanálisis, efectivamente, establece un “campo”, un espacio propicio, para que ese “medio” le dé lugar, acogida, a los elementos de lo muerto que habla a través de nosotros –los analistas– tal como médiums que, por momentos, logran ser “sensibles” a esa aparición, la de un “ovni”, un fenómeno de hallazgo como de una escritura que se “lee” en el mismo acto en el que acontece.
La pulsión de muerte trae “información” dispersa, información inorgánica que habita en nosotros, de manera particular, íntima, singular, en cada sujeto, y que inisiste en presentarse como si quisiera –tal como lo señala Despret– un “plus de existencia”, y no solo como si quisiera, sino como ya es, ante la indiferencia racionalista y asustadiza del implicado, el individuo preocupado por no salirse del carro ( o del carril). Lacan denominó a ese “plus” que habita en nosotros y que nos causa a vivir y a desear, “plus de goce”. Ese objeto, ese “condensado” que habita en nosotros como si quisiéramos atraparnos a nosotros mismos en una esencia evanescente, y que alimentó los relatos filosóficos de toda la historia, no es otra cosa que lo que habita en nosotros como lo muerto que obtiene un plus de existencia en su roce con nuestra vida, eso que “anda junto”, vida y de muerte, que mejor no se desmezcle, no se separe, como si uno debiese eliminar al otro, y más bien se agite en una probabilidad que el analista hace colapsar en una lectura que le da existencia de realidad a lo que hasta ese momento era solo probable, o potencia. Hay algo “creador” en eso que se recrea dentro de ese campo que el psicoanálisis fundó como el “campo transferencial”, y que podemos homologar a lo que Despret llama “medio”, el campo en el que se sensibiliza el cuerpo y cobra existencia y un plus de realidad en un terreno desechado por el sistema de producción y consumo que precisa de la concepción y problematización de un cuerpo individual, maquinal y organicista, sin la “lubricación” libidinal ni su relación con los Otros, es decir, fuera de los límites de su propia piel, la bolsa de órganos ensamblados.
En ese propósito de generar un campo sensible a un aspecto de nuestra humanidad totalmente olvidado y arrojado al basurero del que Freud obtuvo sus materiales primarios para componer el método analítico y armar su teoría –dejándose instruir por el decir de las histéricas que atendía– hay varios puntos en común con la investigación de Despret que, desde el psicoanálisis, encienden el entusiasmo de un hallazgo, por ejemplo, cuando se refiere al modo en que las culturas –el medio– le dan lugar o no a estos fenómenos que hicieron que Freud presumiera (aunque Freud no lo haya dicho, no hubiera estado mal que lo haga) de que le llevaba la peste a los norteamericanos cuando se asomaba con las conferencias de psicoanálisis en su presentación allí. Si a un norteamericano –señala Despret en su libro, citando a otro autor– “le preguntaran acerca de sucesos extraños que acontecen por la noche, que conoce lo que consideramos en nuestras culturas como trastornos del sueño (y que aprendió a definirlos como tales) sería más propenso a describir las cosas como irreales y debidas a la falta de sueño. Parece entonces mucho más que probable –concluye– “que la manera en que nuestra cultura nos invita a prestar atención a este punto delicado en el cual nos estremecemos al borde del sueño, afecta la manera en que lo recordamos”.
Por eso el psicoanálisis es un tratamiento del alma, si, que concibe un cuerpo en el que esa alma es su epicentro, una suerte de temblor que se manifiesta en una sensibilidad de la carne que hace que esa carne sea otra cosa, del mismo modo en que el arte hace de lo mismo otra cosa, y nos presenta una novedad, un universo distinto. El cuerpo nos posibilita que en cada agitación de información descompuesta –muerta– en su roce con la vida genera una novedad, algo que no estaba antes. Si la pulsión de muerte pura es el retorno a un “estado anterior”, en su juntura con lo vivo compone las condiciones para que eso se desvíe, obtenga un plus de realidad que no es lo de antes, no es “el muerto” ya, es otra cosa, es una novedad.
Serie La infancia que insiste
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