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Por Santiago Berisso
Una amiga invita a Laureano a su cumpleaños, él piensa qué juguetes puede llevar y elige, entre otras cosas, un volante, una gallina de goma, una muñeca y una guitarra. Una vez en la casa de la cumpleañera, conoce a Valentín, quien decidió llevar un GameBoy. Se saludan, cruzan algunas primeras palabras y se disponen a jugar con ellos y hacerlos sonar. El resto de las personas invitadas, expectante por lo que van a hacer juntos. El registro audiovisual de esa noche, del 29 de octubre del año pasado, los muestra con la frente baja, más bien tímidos, y dispuestos sobre una mesa algo improvisada –un tablón sobre dos caballetes– repleta de cables, en el jardín de la casa de la cumpleañera, en la ciudad de Córdoba.
La maraña de cables sale de las tripas de los juguetes que acordaron llevar y de los que nacen, en su gran mayoría, sonidos que harían torcer la cabeza de cualquier perro y despabilar sus orejas. Una vez que bajan los brazos, se alejan levemente de la mesa dando a entender que la función terminó. Comienzan los aplausos y a dibujarse una sonrisa en la cara de Laureano, quien asiente con todo su cuerpo y le ofrece a Valentín la primera palmada en la espalda que, al instante, se transforma en abrazo.
Laureano Cantarutti tiene 35 años y confiesa que llegó un momento en que el instrumento musical tradicional no le permitía comunicar ciertas cosas. Después de años de una formación musical que incluyó guitarra, composición musical y que nació a sus ocho, cuando fue parte de la banda de vientos de la municipalidad de Córdoba, se percató de que había ciertos sonidos que no estaba encontrando dentro del ámbito académico. No sabía qué estaba buscando escuchar, pero tenía la certeza de que ahí no lo iba a encontrar.
“No sé cómo llegué a ese video. Buceando en YouTube encuentro un juguete destartalado, abierto, al que le estaban haciendo una cirugía con cables, perillas, soldadores, y cuando lo arman, veo cómo funciona y que a partir de esas modificaciones se abre un panorama nuevo. Mi cabeza explotó”. Hace seis o siete años dio con el circuit bending, práctica enraizada en el amateurismo propio de la inventiva DIY –ya con, por lo menos, setenta años de recorrido– que, a partir de la noción de apropiación de la tecnología, experimenta con los circuitos electrónicos de artefactos de bajo voltaje. Lo que, en la práctica, se observa como un aparato –desde un televisor, una radio, un sintetizador, hasta un juguete o una caja de ritmos: en definitiva, donde sea que resida un circuito electrónico– siendo objeto de puenteos con cables, perforaciones, potenciómetros, botones e interruptores nuevos y conexiones que pretenden intervenir sobre la paleta de sonidos original: todo mientras el dispositivo está encendido.
Lo primero que consiguió fue un lote de cinco o seis walkman en una casa en la que estaban tirando todo a la calle. “En vez de querer aprender a andar en bicicleta, es como si quisieras aprender a andar en avión. Empecé por un lugar bastante complejo. Le hice veintidós conexiones al walkman, todo dentro de la misma plaqueta”. Veintidós conexiones que se traducen, por ejemplo, en un control de velocidad, un filtro que pasa de más grave a más agudo, un mute, un control de volumen, un trémolo. Cada componente tiene dos cables, por lo que son once las posibilidades de intervención del sonido. No obstante, al poder combinar los efectos de cada componente agregado, a la larga, el abanico de posibilidades casi que se amplía hasta el cansancio.
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Desde el taller que montó junto a su pareja, Valentina Martínez Gallino, en un monoambiente alquilado a pocas cuadras de su casa, Laureano cuenta que cuando empezó a contar lo que estaba haciendo la gente le empezó a donar juguetes y aparatos electrónicos: “algunos los encuentro en algún mercado de pulgas o feria de antigüedades, pero la mayoría son donados”. A medida que repasa la variedad de aparatos en los que indagó, recorre de un lado a otro el estante en el que recopila los ahora instrumentos musicales: muñeco del honguito de Mario (montado sobre un router); un teléfono viejo de tubo, de Entel, transformado en micrófono; una raqueta de tenis antigua a la que apodó “Raquetarra” y a la que le puso un micrófono de contacto que capta las vibraciones y que, salida de línea mediante, suele utilizar con un wah-wah o distorsión. Aunque, aclara, este último se trata de un experimento de luthería híbrida y no estrictamente de circuit bending.
En fin, casi que todo lo que cruza lo invita a ponerle una salida de línea, de modo de poder enchufarlo a un amplificador, una pedalera, una consola o directamente a la computadora para poder grabar lo que sea que salga del artefacto elegido. Fue haciéndose camino al andar, metiéndose en el universo lo-fi y del vaporwave. Siempre con la premisa de que cada sonido descubierto se preste a ser incorporado a sus composiciones, hoy comparte su trabajo en las redes bajo el pseudónimo Law Cant.
“Mi base es jugar. A ver esto qué hará. Probemos. Este disco duro lo encontré en la calle hace como quince años”, dice y reconoce que “hay mucho de cirujeo en esto, de ir viendo contenedores y cajas en la calle, porque la basura de otros puede ser un recurso para vos”. Fascinado con el hecho de que una parte del disco duro girara por fuera, lo tuvo guardado durante años y cuando llegó al circuit bending, “me puse y logré hacer una bandejita de DJ”. El descarte cotidiano es un insumo fundamental: desde una placa de relajación para la dentadura hasta maderas de descarte, la perilla de un lavarropas viejo o tapitas de envase de mayonesa.
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Hay quienes conciben al circuit beding como una suerte de hackeo a la obsolescencia programada de los bienes de consumo que la industria electrónica ingresa al mercado, es decir, adueñarse de la posibilidad de extender la vida útil de lo que, se nos dice, ya no sirve más. Pero ¿hasta qué punto la noción de hackear no es funcional a la mirada teoricista y expertista a partir de la cual fue pensada la relación entre usuario y artefacto? El escritor e investigador finlandés Jussi Parikka sostiene, en el libro Una geología de los medios (2015), que el circuit bending representa “una manera de hacer que nos recuerda que los usuarios una y otra vez se apropian, personalizan y manipulan los productos de consumo de formas inesperadas, incluso si el funcionamiento interno de los dispositivos está intencionalmente diseñado como un territorio de expertos”.
Laureano considera que “lo que tiene el circuit bending es que no hace falta que vos sepas de electrónica para hacerlo. Empezá a jugar, abrí un circuito, agarrá un cable, pelá un extremo, pelá el otro y empezás a probar en la plaqueta entre un punto de soldadura y otro. Puenteás conexiones mientras el juguete está encendido”. Si bien reconoce que podés ser muy autodidacta, considera que nunca va a venir mal empezar a investigar sobre electrónica. “Esto tiene una fotocelda –agarra la Lu6yx, muñeca de la que salen dos brazos de las sienes– que es un sensor de luz, o sea que cuando lo acerco a luz suena bien y, cuando lo voy alejando, el sonido se empieza a romper. Y ahí, por ejemplo, puedo prender y apagar una linterna en la cara. Entonces, si yo no sé cómo usar una fotocelda, quizás me lo estoy perdiendo”.
El hecho de que el circuit bending pueda darse con sólo abrir la caja en la que se aloja la placa y empezar a meter mano a fin de alterar los sonidos lo transforma ineludiblemente en una práctica surgida desde el azar amateur. Acto fortuito que, sin duda, puede incorporar aprendizajes con el correr de la experimentación, pero que nunca se desentiende de su origen azaroso y naturaleza accesible a toda persona que quiera ver qué pasa con ese aparato que está en un rincón del armario juntando polvo.
Artefactos que, según entiende Laureano, a más viejos, mayor es la permeabilidad a ser intervenidos. “Los abrís y están todos los componentes a la vista. Ese es el lugar en el que podés experimentar”, dice. El avance en la tecnología, en sus formas de producción, hizo que el paso de lo analógico a lo digital dejara un terreno cada vez más hostil a la “cirugía” electrónica e hiciera que “en una esquinita de un artefacto tengas una super computadora”, explica. Cuando el espacio se achica, las posibilidades de intervención también. “En la mayoría de los juguetes chinos que vienen ahora –advierte–, dentro de la plaqueta, está todo muy comprimido y le ponen una gota de resina negra, entonces no podés acceder al chip que genera el sonido. Podés probar, pero quizás no lográs nada. En una tarde le encontraste para hacer una salida de audio, para hacer un mute y listo, no podés hacer nada más”.
En un espacio de lucha lúdica y arbitraria contra la atadura que dispone la empresa fabricante, sobre la que esta desarrolla una relación de dependencia –no por nada son contados los casos en que un mortal se lanza a la aventura de intentar abrir y arreglar un equipo de música por sus propios medios–, el bending le arrebata el control a la idea original con la que el dispositivo electrónico fue ensamblado y desmonta la estructura de estas pequeñas ciudades que habitan en las entrañas de los artefactos. A corazón abierto, los sonidos se crean a la deriva, en un aprendizaje constante que, con cada dedo que se manda a incursionar, se dice a sí mismo como un mantra: el sonido que se escucha al apretar ese botón azul es apenas uno entre muchos posibles.
A pesar de la dificultad que plantea la digitalización al catálogo de posibilidades dentro del aparato, él asegura: “No tengo miedo de que falten aparatos. Siempre hay gente que tiene guardado un walkman, una radio, un televisor. Hace un mes, un amigo me dijo que tenía un televisor de tubo y me preguntó si me servía. Lo tenía guardado en el ropero. Un día tenían que limpiar para buscar no sé qué cosa y encontraron el que miraban cuando era chico para ver los canales locales. El televisor de tubo no existe; al mismo tiempo, hay”.
No hace falta indagar mucho a nuestro alrededor para percatarse de que si hay algo que sobra son cosas, aparatos, artefactos, distintos tipos de productos. Es cuestión de acercarse y ver qué se puede hacer con esa calculadora. Lo paradójico es que, en gran parte, el circuit bending subsiste gracias al desecho que es producto de una lógica capitalista-consumista que fabrica para que, en el momento en que aparece la falla en las funciones originales del artefacto, obstáculos en su funcionamiento, sea más sencillo adquirir uno nuevo que intentar rescatar el dañado. En el afán de entender el surgimiento de esta práctica, Francisco Javier Thaine Rojas, investigador colombiano, sostiene que “la posibilidad de experimentar interviniendo en circuitos electrónicos de bajo costo sólo puede entenderse en un contexto de producción a gran escala y bajos precios de electrodomésticos en el mercado estadounidense”.
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A finales de 2019, Laureano quería conocer la experiencia de otras personas, quería saber qué otras personas estaban en la misma que él. “Quiero conocer gente de acá, de Argentina, me dije. Para charlar, porque querés compartir tus procesos, querés ver lo que están haciendo los otros. Buscaba, gugleaba y no encontraba a nadie”, cuenta. Hizo una convocatoria vía redes sociales a la que llamó “Mapa Sonoro Latinoamericano de Circuit Bending”. Empezó a difundirla y con el tiempo fue apareciendo gente de toda la región. Logró reunir el trabajo de más de treinta artistas de Argentina, México, Colombia, Perú, Costa Rica, Cuba, Uruguay, Brasil, Ecuador, Chile y El Salvador. Finalmente, el 11 de diciembre de 2020, publicó el mapa en YouTube, en una cita a la que convocó a todos los artistas, con el agregado de que contó con la presencia remota de Reed Ghazala, quien acuñó el concepto de circuit bending, cuando en aquel 1967 signado por el Verano del Amor, se topó con un sonido extraño y chirriante que salía del cajón de su escritorio en el que guardaba un amplificador dañado, en su casa en Cincinnati.
A partir de esa convocatoria, logró conocer a Valentín, quien estaba inmiscuido en el mismo universo que Laureano, también en la ciudad de Córdoba y al que conoció en persona, minutos antes de ponerse a improvisar a dúo en aquel cumpleaños de esa amiga en común. Hoy ya piensa en armar una segunda edición del mapa con un tono más accesible, más amistoso a la escucha de quien pasa por ahí sin saber de qué va la movida, “porque si no te interesa lo experimental, no te vas a sentar de repente a escuchar un mapeo de sonidos raros que nunca habías escuchado”. Ya tiene pensado hacer un mapa en el que las obras sean más cortas para que haya más variedad y el catálogo de piezas pueda fluir un poco más rápido, “de modo de escuchar dos minutos de ruido, dos minutos de algo más melódico, dos minutos de ambient, sobre todo para el que escucha por primera vez”.
Al momento de buscar los sonidos que a volcará en una obra, reconoce que hay algunos a los que no es sencillo exponerse. “En el proceso de investigación de las posibilidades sonoras de cada aparato, te aturdís. Estas probando sonidos muy estridentes. Puede ser que algo esté sonando bajito y de repente hiciste un puenteo entre dos puntos de soldadura que te reventó el oído”. Por esa razón, sabe que cuando ya está un poco agotado, es mejor frenar, tomar un mate, salir un poco, porque el oído empieza a mentir. “Es como cuando no distinguís un 6 de un 9 en un cálculo. Se te pasa y tenés que hacer todo de vuelta. Hay un momento en que hay que dejar”, explica.
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De cualquier modo, aclara que él no se dedica al ruidismo como melodía, como ambiente, sino que todo uso del bending siempre está enmarcado en un proyecto musical más amplio. Eso mismo es lo que consideró conveniente comunicar a su actual novia, tiempo atrás, cuando apenas se estaban conociendo. Le mostró un video en el que está con Jolly Bent –apodo que le puso a una muñeca intervenida–, y le tocaba la panza y le metía el dedo en la boca para que haga sonidos. “Y –confiesa–, la primera cara no es de alegría, es más bien de andá a saber qué le pasa por la cabeza. Empezamos a hablar, le conté cómo era la movida y lo vio implementado en la música”. Hoy, ya con dos años en pareja con Valentina, comparte con ella instancias en las que combinan el expertise visual de ella con el suyo.
En su caso, dice, la formación musical previa lo ayudó al momento de meterse en los resquicios del circuit bending. “Vos podés encarar el circuit bending sin saber nada de música, sin ningún tipo de formación, y lo que he observado es que te quedás en el ruido, en cómo suenan las fallas. No avanzás, y está bien, depende de qué es lo que busca cada persona. Conocer de melodía, armonía, estructuras sonoras, timbres a mí me ayudó un montón. Yo entré en esto por una necesidad del sonido, no de lo teórico ni lo práctico, sino para incluir otras sonoridades a lo que yo venía componiendo”. Muestra de esto es la composición que hizo junto a su hermano, Danilo, como parte de una suerte de jam challenge, propuesta por el artista y youtuber True Cuckoo en la que había que enviar una pieza musical ejecutada en un lugar poco convencional. Ellos eligieron el interior de un horno. Armaron una base en la computadora, sacaron una parrilla que había dentro y se tiraron al piso. Además de un volante de juguete con potenciómetros, sumaron un módem con una sonaja cilíndrica arriba y clavos y tornillos oxidados en su interior que iban y venían al pasar por arriba un imán de neodimio. Tomaron la base y con un controlador midi improvisaron sobre ella, y a grabar.
Consciente de que, así como “hay gente que se horroriza primero y después lo entiende”, también hay otras personas que se ven interpeladas particularmente, por ejemplo, por el bebé que hace ruido, y eso lo llevó a entender que en el abordaje de esta práctica hay una cuestión estética y una sonora: “siempre voy en la búsqueda de las dos”. Y, como el ruido también puede entrar por los ojos, dice no ser celoso de sus juguetes y, siempre que existe la oportunidad después de cada show o muestra de la que participa, invita a los presentes a que se acerquen y prueben con sus propias manos lo que puede hacer el instrumento.
Piensa en lo que le depara este año, en lo que tiene ganas de hacer y aparecen muchos pendientes. Por lo pronto, tiene la cabeza puesta en seguir difundiendo esta práctica a fin de que más gente pueda descubrir la variedad de pasajes sonoros que se pueden crear con lo que sea que uno tenga en la casa. Pero, de repente, surge un deseo personal bien concreto: “lo que imagino para el año que viene es haber logrado armar, acá en Córdoba o en cualquier lado, una orquesta con instrumentos circuit bending, con sus muñecas, sus volantes, sus walkman”. Mientras sonríe, la imagina sonando en vivo, el joven cordobés que sale a la búsqueda de los suyos, quienes, cuando la puerta del ascensor queda abierta un rato largo, saben que la mejor opción es transformar la chicharra en metrónomo.
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