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26-04-2022 Notas

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Por Manuel Quaranta

De los trece libros publicados por Tabarovsky, leí diez, con una singularidad, no conozco a Damián desde sus inicios (los 90), no sigo su “carrera” paso a paso (Fotos movidas), ni su crecimiento como escritor (Fantasma de la vanguardia), en absoluto, lo leí casi todo en el último año, año y medio, y más una vez, con motivo de la puesta a punto de una ponencia titulada “La sintaxis derramada”, en la que me propuse trabajar un conjunto de novelas (entre ellas, El amo bueno, Una belleza vulgar y Kafka de vacaciones) en cuya hechura se advirtiera el intento de torcer la sintaxis, perturbarla hasta impedirle a la frase volverse bien de cambio, es decir, mercancía: una sintaxis no negociable (como la sangre), del puro gasto. En este plan de combate (esta literatura no esconde la existencia de una guerra, al contrario, promueve el conflicto) la figura del desertor perdería la connotación negativa, siendo aquel que abandona sus obligaciones con la lengua natural, quien decide no reproducir las formas tradicionales. Porque no basta con reclamar una erosión sin concesiones de la sintaxis, la tarea exige el pasaje al acto (desertar): digresiones, desvíos, elipsis, dobles sentidos, equívocos, es la apuesta por la construcción de una lengua inacabada, tartajeante, excéntrica, extrañada de sí, la lengua del despilfarro.

Teniendo entonces en perspectiva próxima el corpus de Tabarovsky, me pregunto, después de haber leído El momento de la verdad, su última novela, ¿qué hay de nuevo en su obra?

En principio, respondo algo que un lector desprevenido (¿consumidor cultural?, ¿filisteo?, ¿burócrata literario?) podría tomar por una crítica, y sin embargo, desde mi punto de vista, es el mejor elogio: nada, nada nuevo, si por nuevo entendemos novedades rancias, tramas innovadoras, personajes rutilantes, un estilo à la mode pronto a volverse démodé.

No hay nada nuevo bajo el sol porque la novelas de Tabarovsky son objetos únicos, incomparables, irrepetibles, aunque coqueteen entre sí en busca de un hilo anterior, aunque repitan frases propias o ajenas (no por lasitud, como sugirió el autor en una charla). Existe, además, en sus libros, una amalgama entre ficción y teoría (fragmentos de ensayos incrustados en las novelas, o viceversa) que termina por conformar un quantum homogéneamente incierto. Estas operaciones refuerzan su faceta experimental y hacen de Tabarovsky (escritor, editor, traductor) un extranjero en su propia lengua.

En general, los narradores de Tabarovsky son mirones (remitámonos a Le Voyeur y La Jalousie, de Alain Robbe-Grillet), personajes inmateriales que observan minuciosamente el transcurso de la vida (una hoja que cae, un perro que ladra, “Dupont estaba entre la gente amontonada, mirando”, “Lo tengo, en la mira. A distancia perfecta. Exacta.”), sin que su discurso logre asir las determinaciones últimas de lo real. Son voces confusas y confundidas, incapaces de comprender los hechos a su alrededor, narradores que van y vienen, tantean, dan vueltas (“recomienzo entonces una y otra vez”), y sin embargo nunca se detienen, avanzan a pesar de todo, sospechando, pero avanzan, como si al reescribir lo ya escrito, al citar lo ya citado, despuntara el fulgor de la novedad (¡Bingo!). Lejos de las fórmulas consagradas o la aplicación de recetas académicas, en Tabarovsky la repetición funciona como un modo específico de abordar la lengua, la cual, por definición, tiende a repetirse.

Ahora, si en el uso corriente la repetición responde a necesidades comunicativas, de comprensión, de entendimiento mutuo (dejando de lado que el horizonte de cualquier intercambio lingüístico es el malentendido), en la literatura, los objetivos (para ponerle un nombre) son otros: desbaratar, según el autor de Literatura de izquierda, la lengua binaria, empresarial, del coaching, la de ganadores y perdedores, sanos y enfermos, la que siempre excluye a un tercero, la lengua del tercero excluido.

Néstor Sánchez solía decir, medio en broma, medio en serio, que una novela no puede contarse por teléfono, eso supondría afincarse únicamente en la convención de la trama, en desmedro del procedimiento, el trabajo con el lenguaje o el forzamiento de ciertos límites; en cambio, me parece posible sintetizar en unas cuantas líneas un proyecto poético-político, el de El momento de la verdad, síntesis que sirve por carácter transitivo para definir el horizonte de expectativas sobre el cual Damián Tabarovsky viene operando desde sus inicios: “Pensar es derrotar obstáculos. Escribir es derrotar obstáculos. Pensar y escribir son lo mismo (se piensa con la punta de los dedos). Aquí estoy, ante la mira, pensando en condicional. Pero pensar no es comunicar. Escribir no es comunicar. La literatura no comunica. Al contrario, es el revés –revés como reverso y como derrota– de la comunicación”.

 

 

 

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