Blog

12-04-2022 Notas

Facebook Twitter

Por Guillermo Fernandez | Portada: Jean-Honoré Fragonard

Las series que traía la primera televisión en blanco y negro a mediados del siglo pasado apuraban el interés de los espectadores porque producían una continuidad de los episodios. Siempre había un arma lista para disparar que en el capítulo siguiente nunca encontraba una víctima. Sucedía de esta manera en Mike Hammer (1952) de Mickey Spillane. La familia y también vecinos se reunían frente al televisor y quedaban expectantes porque los angustiaba el fin del protagonista. Luego, se restablecían del estupor porque la aventura se alargaba. 

Hemos visto una galería de monstruos que perseguían a pasivos oficinistas para darles alcance. Todos se salvaban. El misterio se había corrido unos fotogramas atrás. No importaba. El hecho significativo consistía en la prosecución del héroe, en una argucia para entretener. 

La pantalla grande recurrió al cambio de cuadro, a una operación de montaje en el que la superposición de los episodios reemplazó ese “cuadro” televisivo que descartaba víctimas buenas. El “corte” del cine consistía en el cambio de fotograma para crear una tensión inmediata, rápida que nunca se iba a prolongar mucho más que lo que contaba el celuloide. 

Muchos directores encontraron en la acumulación de acontecimientos una manera de narrar particular: una prisa necesaria para que los personajes no pudieran asir nada, ni siquiera una pausa amorosa. Un ejemplo, entre varios, es el director chino Wong Kar -way en Chunking Express (1984). 

¿Por qué nunca se “cancela” la acción? ¿Por qué el suspenso en la actualidad no tiene que vincularse a una pausa, a esa detención necesaria del espectador para lograr que suponga a partir de la libertad de su imaginación? 

Si existe una gramática del cine y, de eso estamos hablando, corresponde pensar en una sintaxis de la narración. Ariana Harwicz en Degenerado (2019) y Precoz (2021) escribe de una manera compulsiva textos que suponen el encadenamiento de voces desesperadas por escapar de la prisión de la fatalidad. 

Es la estética del desasosiego la matriz que ella impone a su trama. El lector mueve la vista en un continuum que lo aterra. 

¿Si las series televisivas se cortaban en un momento crucial de la trama? ¿A qué se debía?

Una posible respuesta a este interrogante es que había una manera de ver que exigía un formato discontinuado con el fin de retener. Hoy en día, la “parte” inconclusa es insuficiente. El hecho de ver implica una totalidad fragmentada por la necesidad de la velocidad. 

Es indudable que la sustitución en la semiótica visual demanda una secuencia parcial pero que completa a su vez la totalidad. En aquellos finales en los que el héroe nunca dejaba de caer de un abismo había que esperar la resolución hasta el día siguiente, lo definitivo estaba a cargo de la suspicacia mental del que veía.

Si había una sinécdoque, en el blanco y negro de los televisores Admiral correspondía a un enlace con lo incluido tan débil que hasta podía presumirse.

En síntesis, da la impresión que el famoso sintagma “ya sabido” es un presupuesto, otro más del lenguaje, que exige la falta de descanso. 

 

* Portada: Detalle de «El columpio» (1766) de Jean-Honoré Fragonard:

 

Etiquetas: , , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.