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Por Manuel Quaranta
I.
El programa de Viviana Canosa es, como diría Charles Baudelaire, “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento” en cuyas aguas podría bañarse el 70% de la población argentina, amenazada por la pobreza, el desempleo, la inseguridad y la inflación. Sabemos, de todas formas, que los peligros contienen su cuota de fantasía, pero el miedo es real, bien real, en efecto, nada más inquietante que caminar por un cementerio a las doce de la noche.
En el caso argentino, la mayoría de los peligros son reales, y Canosa los exacerba hasta el paroxismo, provocando un incendio de proporciones bíblicas con la menor chispa. Habita en ella un refinado gusto por el exceso, verificable en los altos niveles de indignación de sus editoriales (“Un país bananero y sin huevos”, “Al borde del abismo”, “Nos quieren ovejas”, “Se ríen de nosotros”, “Tierra arrasada”, “Un Cromañon en cada esquina”). Canosa se muestra agobiada, enceguecida por una sed de justicia que le otorgaría derecho a incorporar en su vocabulario toda clase de insultos, naturalizando una práctica de larga data en la televisión vernácula.
Repetir “nos toman por boludos” cada cinco minutos no supone ninguna renovación, hace años escribí al respecto de animadores devotos de esta tendencia (Jony Viale, Eduardo Feinmann); la frase representa una variante menos sutil del celebrado “lo que nos quieren hacer creer”, especialmente referido a las maniobras de la industria fármaco-médica durante el caos pandémico.
La “novedad Canosa”, entonces, no radica en el contenido del enunciado, sino en el sujeto emisor, una bella y sensual mujer que redobla la apuesta en el mundo mediático-patriarcal, y dice más de lo que el indignado promedio se atreve a decir, a excepción, tal vez, de un personaje cercano a ella filosóficamente, Baby Etchecopar. Baby y Vivi, en algún punto (sólo en algún punto) son intercambiables, cultivan ideas y discursos semejantes, destinados a un público rabioso, insatisfecho, harto de que no lo dejen vivir tranquilo, un espectador que ni siquiera puede hacer la suya, porque “con la suya” el gobierno mantiene en la pereza a vastos sectores de la población. Aunque, intuyo, el auditorio de Canosa entraña mayor variedad que el de Baby (tema para otro ensayo).
Aparte de mostrar su indignación mediante fórmulas concretas, “Hijos de puta”, “Turros”, “Miserables”, Canosa la demuestra con una eficacia superior en los tonos, su verdadera obra maestra. Porque la indignación no consiste tanto en un contenido tal o cual (“¡Basta!”, “¡Basta!”, “¡Basta!”), sino en la forma específica de transmitirlo, la cadencia, el ritmo, el fraseo. Dicho de otra manera, en la forma de emitir los enunciados (sin perder de vista gestos, miradas, guiños) reside la potencia dramática de Canosa, y por ende, su admirable llegada al público.
II.
El indignado deambula entre las nuevas subjetividades, producto indirecto de las recientes políticas de autopercepción, él (o ella) vive exaltado frente a una realidad que se le ha vuelto hostil, y en medio de una crisis de representación brutal (la casta política, para utilizar una expresión afín a Canosa, ha colaborado notablemente en la crisis) encuentra en individuos marcados por una mixtura de rebeldía e indignación (Espert, Milei), su compañero de ruta. Así, la energía del indignado entra en un círculo creciente, adictivo, siempre dispuesto a consumir la última copa, a pesar de la resaca, del día después. A la par, la indignación nos confronta con nuestros miedos, nuestras angustias, pero señala al otro como cifra de todos los males.
Ahora bien, afincados en la cultura de la queja, hija pródiga, o hermana gemela, de la indignación, descubrimos un producto reciente: el sujeto ultrasensible, capaz de ofenderse por cualquier nimiedad o de cancelar (cancellare, en italiano, significa borrar, anular) al prójimo cuando su conducta moral, estética o ideológica discrepa con la propia. Hablamos de la tan mentada corrección política. Hablamos de promesa de correctivos, de autocensura, de temor al conflicto. Hablamos de terror a pensar. Y este punto resulta clave a la hora de comprender el fenómeno Canosa. Ella se presenta como políticamente incorrecta, expresando opiniones inconvenientes sobre temas álgidos. En principio, el aborto y las políticas de género. La otra que lo hace, con menor impacto, si bien alcanzó una diputación, es Amalia Granata, pero a Granata le falta glam, dominio de sí, actitud. Granata es una nena caprichosa quejándose a los padres porque no le compraron la última muñeca; Canosa, en cambio, es una femme fatal defendiendo los derechos de quienes han perdido todo, de los niños por nacer, “las verdaderas víctimas” (nota: el actual es un mundo de víctimas, o de aspirantes a esa condición, desde los dueños de la tierra hasta los piqueteros, desde las elites letradas hasta el Lumpenproletariat, el premio es grande, los privilegios jugosos: el retorno a la minoría de edad, cuando no éramos responsables de nada).
Detengámonos en un aspecto determinante del asunto: Canosa puede ocupar el lugar central que ocupa hoy por su talento y capacidad, pero también gracias a la lucha de los movimientos feministas que propiciaron un mayor reconocimiento de la mujer, aunque, con el correr de los años, ciertas operaciones se fueron fosilizando hasta volverse Ministerio, es decir, Evangelio. De ahí, que el fenómeno Canosa envuelva una serie de complejidades al momento de ser explicado que desbordan la burla o la parodia. Ella se rebela contra el llamado establishment progresista (los buenos de la película, las almas puras, los inclusivos), cuyo principal desafío, una vez instalado, consistió en poner en práctica la legendaria canción de Sumo: “Mejor no hablar de ciertas cosas”.
III.
Entre lo indecible públicamente, reverberan en Canosa dos temas démodé, la religión y el nacionalismo. Tres semanas atrás, la conductora entrevistó al ex carapintada Aldo Rico (el programa completo merece un lugar en los anales de la historia mediática argentina) para analizar la inexorable degradación del país. Fue una hora preciosa, entre medieval y moderna, en la que conductora e invitado, transportados a un tiempo sin tiempo, cerraron filas al grito de “¡Viva Dios!” y “¡Viva la Patria!”
¿Quién, en el 2022, cuando Dios ha sido muerto y enterrado, se atreve a gritar en televisión (omitamos del análisis los canales evangélicos) “Viva Dios”? Supongamos que la patria se filtre en algún discurso político trasnochado, pero ¿Dios? ¿Viva Dios? Esto no sólo es políticamente incorrecto (nada tan estéril, en la actualidad, como criticar a la Iglesia, nada menos comprometedor que definirnos ateos), sino transgresor. La de Canosa sería una especie, valga la paradoja, de transgresión conservadora (transgrede con el propósito de recuperar lo perdido), quizás el único reducto contemporáneo donde subsista un resquicio de libertad para emitir opiniones inadecuadas según los parámetros biempensantes de la época.
(Antes de seguir, necesito inmortalizar un pasaje de la entrevista. Aldo Rico, frente a la infinita desilusión de Canosa, rescata a la Universidad Pública como baluarte de nuestra cultura. Como justo acababa de suceder la pelea en Puan entre agrupaciones de izquierda, la conductora, rápida de reflejos, alude al episodio con el afán de que el ex carapintada revea su optimismo, sin embargo, la salida de Rico es memorable; con una sonrisa pícara, mezcla exacta de astucia y desdén, aclara, “Pero fue en Filosofía y Letras…”).
Según Canosa, nada mejor que el pasado. Esta visión de mundo es profundamente retrógrada, y no lo digo como juicio moral, en absoluto, cada quien se enamora de lo que puede, y si son sus orígenes, también vale. Canosa acaba de cumplir 51 años, la vemos espléndida, reluciente, indomable, y estoy seguro (mi seguridad no basta para explicar sus posiciones ni sus pasiones) de que ella, en ese anhelo por retrotraer el tiempo, mantiene la esperanza de volver a la juventud, no sé si a los 17, pero sí a los 26 o a los 32. De hecho, en el último programa del 2021, mientras se lamentaba junto al cómico Martín Bossi por la decadencia de la música actual, en comparación a la de los 80, lanzó al aire una pregunta, “¿Estaré vieja?”.
Viejos son los trapos, Viviana. Ayer (o anteayer) tenía la camisa semi desabrochada frente a Luis Brandoni y Mario Negri. La cámara, debido a la corpulencia de los invitados, no lograba captar plenamente el paisaje íntimo de Canosa, entonces (imagino), avispados desde el control, le hicieron ejecutar al camarógrafo una pirueta digna de Truffaut, a los efectos de obtener un plano de los breteles de la conductora, mientras el malestar en el piso crecía hasta límites insondables.
Precisamente, esta es la lógica preferida de Canosa, moverse en combinaciones inesperadas, seducción y fastidio, belleza e indignación, transgresión y conservadurismo, rebeldía y obediencia. Canosa ha conseguido amalgamar fuerzas extrañas, incluso contradictorias, y por eso tanta gente (me incluyo, claro), aunque comparta poco o nada de sus propuestas, aunque algunas sean manifiestamente incompatibles con la democracia (¿qué significará hoy democracia?), y más aún, irreconciliables con el campo intelectual, queda fascinada frente a esa mujer que cada noche, con un encanto desolador, nos abre, de par en par, las puertas del infierno.
Etiquetas: Charles Baudelaire, Manuel Quaranta, Televisión argentina, Viviana Canosa