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Por José Luis Juresa | Portada: Albert Anker
A modo de conclusión de esta serie: el analista no es un “interventor” que desde la pura voluntad de sanar toma el toro por las astas y lo domina como si debiera acomodar algo que debía estar en un lugar premeditado y acorde a cierta armonía de la salud que determinados manuales establecen como “normalidad”. Ese el sentido de la palabra “intervención”, tal como si se tratase de algo esperado, da la idea de una fuerza que adviene desde un lugar reservado para atletas de la salud que corren por la salvación de las almas, al modo de pastores que guían el rebaño. Ahí mismo, en el rebaño, no se diferencia nada ni nadie, todos pertenecen a esa mansa masa de ovejas que, por no estar descarriadas, van rumbo a la esquila. No digo que sea tremendo, digo que se trata de poner al cuerpo en función adaptada para la productividad, en donde la organicidad se cuida para esos fines, y todo lo demás –sueños, síntomas, lapsus, alucinaciones, o todo tipo de fenómenos que “no encajan” y no son adaptativos– son desechado o inmediatamente medicalizados. La intervención del analista no es la de la voluntad, sino que podríamos decir entonces que el analista es “intervenido” por algo que lo supera y que apenas si puede alcanzar a leer, en la medida en que se abstiene justamente de correr a salvar pacientes de la anormalidad preformateada que el médico es enseñado a diagnosticar, con el fin de corregir, alinear, enderezar lo que se ha desviado.
Freud empezó a trabajar con “los desviados” –nos referimos a la sexualidad– y eso mismo resulta una metáfora casi literal de lo que el psicoanálisis toma como su fundamento: los desvíos. No hay destino para el psicoanálisis, ni siquiera en la muerte, ya que los muertos también obtendrán una “manera de ser” en sus descendientes, familiares o no. No se trata del destino para el psicoanálisis, sino del equívoco, de lo que no se puede corregir, porque solo tiene sentido luego de que sucedió, suceso que ilumina una novedad a descifrar o a leer. Un enigma y una intriga. Los muertos son intrigantes en los vivos, o, mejor dicho, eso muerto que se manifiesta en lo vivo, o en los vivos, como intriga. El analista no interviene sino como parte de la experiencia en la que acontece un modo de ser en el que esa intriga, por un momento, se resuelve, solo para relanzarse de otro modo, tal vez más “afinado”, como quien ya sabe manejarse con lo que no se interviene sino con lo que se deja manifestar en uno, en la medida en que nos conservemos sensibles a ello, es decir, a una corporeidad que no la rechaza ( a esa sensibilidad).
La intervención entonces, es destituyente de esa supuesta “intervención” en el sentido clásico del término, la de alguien que “se hace presente”, dándole lugar a que la intriga angustiosa del sujeto que sufre y padece, se desenvuelva por fuera de los parámetros de exigencia de “normalidad”, e instaure un tiempo y un espacio que supera la urgencia que –a todas luces– no es del sujeto, sino la del individuo que se desespera y angustia, al no encontrar un modo de estar a la altura.
Crear la condiciones de posibilidad para que acontezca esa juntura entre los vivo y lo muerto que habita en cada cuerpo es lo que en psicoanálisis se denomina transferencia, que es la condición de posibilidad para que los efectos de una lectura –la analítica– se produzcan en el marco de una relación que siempre intenta mantener un vacío en el que – lo que se descubre –no lo es tanto, sino vacío de fantasma del analista, donde se agitan los elementos de “lo muerto” que habita y se aloja en el decir del analizante. El analista es –por momentos, o por instantes que se presentan sin previo aviso, sin que sea objeto de ninguna “intervención”– quien “le presta” una voz, a esos elementos, que se “corporizan” en el campo de la transferencia. Sucede análogamente al modo en que ciertas partículas elementales de la materia se “realizan” gracias a un campo determinado que atraviesan y por el cual éstas se hacen “existentes” o se manifiestan en el plano de la realidad. La transferencia es un modo de “hacer existir”, en la medida en que un analista este ahí para leer algo a nivel de esos efectos, y sostenga o sepa sostener ese campo transferencial, es decir, hacerse objeto vacío de un amor que solo es correspondido a nivel del sujeto, a nivel en el que “eso habla” y sensibiliza un cuerpo que solo es evidente más allá del individuo que habla. Es un amor al lenguaje y sus posibilidades, y no al individuo particular, a ese, el analista que se hace parte de una experiencia de realidad, de “plus de realidad” que corporiza lo muerto y le da existencia a eso que hemos dado en llamar “la infancia”.
Volviendo al comienzo de la serie, la cuestión del equívoco y el error es lo que diferencia al psicoanálisis de la ciencia y el tipo de cuerpo que abordan. Para el psicoanálisis, el síntoma es el equívoco de un cuerpo que es abordado por la ciencia como un error a corregir y a disciplinar en el campo no propicio de una racionalidad que expulsa toda sensibilidad deseante. Pero lo humano se reintroduce como un cuerpo re-aparecido en el enigma que plantea el síntoma, sea un sueño o el propio yo.
Habitan en el ser humano muchas voces, muchas vidas, que se enlazan a tiempos y espacios muchas veces ni siquiera imaginados, o registrados por esa conciencia en la que el yo hace de la voluntad su fortaleza inexpugnable, siempre agujereada, siempre amenazada de asalto, y por ende a la defensiva y en tensión.
Es en el campo de la física en donde se obtiene los elementos para plasmar una realidad material en la que el ser humano es parte imprescindible del “experimento”, a partir del cual la realidad humana no es un obstáculo para la ciencia y el experimento, sino parte de la experiencia de carácter científico, que ya no se despega de la realidad de la ciencia. La verdad, por ende, ya no es una y absoluta, se desagrega en multiplicidades y también en lo por venir, es decir se presenta al margen de la exactitud de lo calculado, siendo, más bien, su resto evanescente afuera de toda racionalidad que pretenda anticiparlo. Solo se “sabe” en el campo mismo de la experiencia comprometida de la observación, que a partir de ahí ya no es pasiva y “objetiva” sino parte del acontecimiento, y parte de la realidad que ahí mismo se define. Que sea experiencia implica que ya el ser humano no queda afuera del saber que de ahí se obtiene, no es un saber acumulable para el funcionamiento despiadado de una cientificidad que expulsa a la especie, sino parte de la realidad en la que esta incluida como ciencia.
La transferencia sería el campo en el que los elementos invisibles de la pulsión de muerte se manifiestan, generan “fluctuaciones”, alteraciones de la misma índole que las que se pueden observar en una trayectoria alterada por la cercanía de un campo gravitatorio cuyo objeto no ha sido descubierto aún, no ha sido “visibilizado”, pero que se manifiesta en esas alteraciones denominadas “síntomas”, síntomas de una presencia que no se ha instaurado, no se ha acogido, no se le ha dado lugar –en nuestros términos, no se ha leído.
En esa juntura, en la que la transferencia es el ruido de lo amoroso, de la vida, alcanzamos a escuchar –pero leyendo– los ruidos de un campo afectado por un objeto – perdido – que hace las veces de “lo muerto” que habita en nosotros como si estuviera suelto, “descompuesto” de la organización de la vida, y alterándolo, perturbando, dentro de ese campo que posibilita su manifestación –la transferencia– algo que por andar juntos –lo vivo y lo muerto , pulsión de vida y pulsión de muerte– no puede separárselo y mucho menos oponerlo como si fueran enemigos mutuos de una guerra santa. En todo caso, esa es la razón o el motivo de otros discursos que demonizan y santifican ciertos elementos en detrimento de otros, tal como si la vida pudiera ser pura y una sola, sin conflicto ni tensión. Es el ideal de la religión, por ejemplo, o el modo implícito en el que cierta ciencia pretende abarcar lo Real, y constituirse en un racionalismo absoluto.
El libro de Despret, inadvertidamente para la autora, tal vez, es una suerte de homenaje a los postulados más si se quiere– avanzados del psicoanálisis, cuya posta llevó adelante Lacan hasta su muerte y fue retomado por psicoanalistas y autores como Allouch, Haddad, el psicoanalista hispano-argentino José Slimobich, todos nutrieron con sus escritos e investigaciones una lógica del leer en la palabra que hace surgir del ruido de los elementos descompuestos de lo muerto en su juntura indestructible con lo vivo en lo que habita, más allá del individuo. Autores e investigadores de mi generación, tales como Alexandra Kohan, que toman a la escritura de la que hablamos y el objeto al que está ligada con la lógica del cuerpo al que esa escritura se liga: como “aparecida”, extra-corpórea según la lógica del individuo que solo se reconoce dentro de los límites de su propia piel, dislocada –no está en el lugar en el que se la espera, es decir, no está “escrita” y no se somete, por ende, a la lógica del archivo y de la acumulación, y requiere de un lector “desapropiado”– tal como lo formuló Slimobich y otros (en libros como “El leer en el habla” o “Lacan: la marca del leer”), es decir, que –como lo señala también Despret– se deje guiar por eso que piensa en uno, o en el cuerpo, sin los intentos clásicos de someter a su objeto al dominio y la manipulación de la voluntad consciente y dirigida.
La realidad de esa escritura evanescente, que se presenta con la misma lógica en la que una partícula subatómica es “leída” –observada– y entonces “colapsa” en una realidad que hasta ese momento era solo aleatoria, y se “fija” –al decir de Freud– rememora y recuerda lo que el propio Freud postulaba hace más de 100 años, respecto de la teoría de las pulsiones. En esas “fijaciones” se estabiliza una realidad corporal que define al sujeto dentro de una existencia separada del Otro, una suerte de moneda que se arroja para que la vida se juegue a suerte y verdad, pero acontezca, porque lo peor es que nunca tenga lugar.
Esa “fijación” o punto en el que una realidad libidinal se plasma en el cuerpo, un cuerpo enlazado a la comunidad (lo cual incluye a los muertos, o a “lo muerto”), ese “colapso” – que es de la misma estructura que una poética en la que una palabra, enlazada a otras, alcanzan a nombrar un fragmento de lo Real, de lo que insistía mudo, al modo de una agitación que desestabiliza las “fijaciones” anteriores, alterando el cuerpo, transformándolo – en psicoanálisis equivale a leer. Los analistas son lectores del cuerpo, un cuerpo tal que, del mismo modo que en la física se sostiene la hipótesis de la existencia de una “materia oscura” que explica, a nivel de la causa, la dinámica visible del universo – la cual no alcanzaría a leerse con lo que se ve – del mismo modo ese cuerpo se manifiesta en ese leer que ilumina la juntura en la que la luz y la oscuridad, separados y a la vez, juntos – por causas de esa separación – emula la voz creadora de Dios en el inicio de la historia, su “big bang” originario.
Serie La infancia que insiste
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