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Por Manuel Quaranta | Portada: Ángel Della Valle
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La relación entre los seres humanos y las tortugas cuenta con una notable tradición. Nos podríamos remontar hasta la Grecia clásica de Zenón de Elea (c. 490-430 a. C) y su célebre paradoja. La recuerdo bastante bien, ya que en mi largo y penoso tránsito por Ingeniería estudiábamos la noción matemática de límite, donde hacía su ingreso una de las aporías planteadas por el filósofo con el objetivo de negar el movimiento: resulta que la tortuga parte en la posición T-1 y Aquiles en la posición A-1. La propuesta de Zenón prescinde de la velocidad del héroe (el de los pies ligeros) y postula que éste nunca alcanzará al animalito, pues al arribar a A-1=T-1 la tortuga se habrá movido a T-2, y cuando Aquiles pise el punto A-2=T-2, la tortuga habrá alcanzado T-3, así el proceso continuará, a contramano del sentido común, con la tortuga siempre a la delantera de su perseguidor. El yerro de Zenón, develado por Aristóteles, radicaba en sostener la existencia de un espacio infinitamente divisible.
Después de la aventura griega han surgido otras historias protagonizadas por tortugas, la de Manuelita, por ejemplo, que vivía en Pehuajó, o la de Diego Lorenzini, un artista chileno que en 2005 decidió emprender una caminata desde el Museo Nacional hasta su pueblo, Talca, distante 250 km de la capital, invirtiendo el itinerario anterior (ahora, de la ciudad al campo, del centro a los márgenes, de la civilización a la barbarie) junto a Sancho, su tortuga.
Al reproducirse en diferentes medios de comunicación, el plan de Lorenzini fue multiplicando el número de indignados y ofendidos. El administrador de la web tortugamania.cl actuó a la vanguardia del grupo: «Esto está completamente fuera de lugar. Lo más probable es que esa pobre tortuga fallezca. Se va a deshidratar, pasará sed y sufrirá de estrés. Me parece, claramente, un maltrato» (Infobae, 18/09/2005). Las razones del administrador y sus aliados son válidas, nadie pretende permanecer indiferente al sufrimiento de una inocente tortuga, y no pienso matizar su reclamo con el típico argumento burgués de las mil seiscientas millones de personas que no poseen red de agua potable (dato UNICEF). También es cierto que el artista chileno simplemente proponía llevar a cabo una performance (cuyo registro plasmaría en dibujos y textos) sin afectar la integridad física de Sancho, sin embargo, en Itahue, a 50 kilómetros de la meta, la presión mediática consiguió que los carabineros le requisaran el ejemplar. Un grupo de tareas lo transportó hasta Santiago para realizarle exámenes y luego de corroborar su estado de salud lo devolvieron en bus a Talca. Mientras tanto, Lorenzini se defendía de las acusaciones ante la fiscalía de San Bernardo. Aunque suene paradójico, la acción de los animalistas le permitió a la tortuga llegar a la meta primero que su dueño, redimiendo, de alguna manera, al viejo y vilipendiado Zenón.
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Las arañas no son tan amigables como las tortugas. Nunca escuché a nadie quejarse de su comportamiento agresivo, ni siquiera el de las tortugas ninjas. Al contrario, las arañas arremeten contra nosotros en cada ocasión propicia. Tal es así que el año pasado me picó una arañita en el tobillo y casi me pierdo el viaje a Europa postergado por la pandemia. Muy distinto el caso de Peter Parker quien, luego de la picadura de una araña biónica, obtuvo una serie de asombrosos poderes. El veneno, lamentablemente, le causó daños colaterales, basta contemplar la mirada perdida del superhéroe para verificar la angustia que lo consume.
Introduzco la problemática porque el 12 de mayo del corriente Infobae publicó: “Por presión de las redes sociales, el Malba debió retirar arañas de una obra de arte”. El artículo se refiere a la instalación, “Sí, quería”, del artista paraguayo Joaquín Sánchez, la cual incluía la participación estelar de un conjunto de arácnidos. A pesar del control minucioso de un especialista, las redes sociales, rápidas de reflejos, denunciaron el abuso. Fueron cerca de 700 mensajes, algunos de índole ontológica: “Se puede reflexionar sobre la convivencia con la naturaleza sin la necesidad de seguir utilizando a los animales como objetos”, y otros de índole estética: “Por un replanteamiento bioético sobre las prácticas artísticas”. Al parecer, la aclaración del museo no logró contener el avance de las fieras: “se había elegido la Trichonephila clavipes (Linnaeus, 1767) justamente porque, debido a su gran abundancia en temporada reproductiva, su inclusión en la muestra no representaba un impacto para el medio ambiente”.
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¿Cómo escribir sobre temas lindantes con el absurdo sin volverse uno mismo objeto de burla? ¿Cómo abordar seriamente una cuestión que no resiste análisis? ¿Por qué un tema no resistiría análisis? ¿No debemos pensar, sobre todo, lo impensable, lo que se sustrae al pensamiento, lo impensado? ¿No deberíamos encargarnos de ir al hueso, quizás no de la discusión, sino de aquello que determinadas discusiones obturan u ocultan? ¿Y qué ocultan estas discusiones? ¿En dónde no ponen la bala cuando dicen poner allí el ojo?
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Las tortugas se hicieron fama de lentas y por eso a alguien parsimonioso se lo tilda de tortuga. Este mote podría resultar inconveniente a los oídos de ciertas personas que lo interpretan como un atentado a la dignidad reptiliana. Recordemos (en voz baja) el enternecedor chiste, “¿Araña?; no, gato”, que juega con la ambigüedad inherente al lenguaje, y que prefiero no festejar a fin de salvaguardarme de un escrache por maltrato identitario. En este contexto hipersensible, se nos recomienda evitar el empleo de nombres de animales a modo de insulto o frases que trivialicen su sufrimiento (casualidades de la vida, acabo de leer el memorable prólogo “La literatura considerada como una tauromaquia”, de Michel Leiris, y me carcome la culpa).
Reaparece en la preocupación lingüística una de las estrellas de la época, el eufemismo: decir una cosa por otra, más suave, matizada, aséptica. Siguiendo la línea purgatoria, varias organizaciones abogan por la sustitución de fórmulas que violentan al reino animal: en lugar de «matar dos pájaros de un tiro”, sugieren “alimentar dos pájaros con un pan”; “la curiosidad mató al gato”, habría que modificarla por “la curiosidad emocionó al gato”; y sería aconsejable abandonar la remanida “ser el conejillo de indias» y reemplazarla por «ser el tubo de ensayo”
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¿Suspender una performance argumentando el estrés de la tortuga? ¿Retirar arañas del museo por (supuesto) maltrato? ¿Será que los grupos proteccionistas están sobreactuando, es decir, sobreprotegiendo? ¿No silencian a los animales cuando se jactan de darles voz? ¿No se produce un avasallamiento del otro al sobreprotegerlo? Como si los antiespecistas prescribieran: no le hagas al otro lo que no te gusta que te hagan a vos; pero ¿cómo saber lo que al otro le gusta o le disgusta? ¿Acaso somos el centro volante del universo, el principio puro y duro del placer (o del dolor)? ¿No se menoscaba la otredad del otro cuando se lo traduce al propio lenguaje? ¿No se borra la otredad animal cuando se la humaniza?
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El Malba contrata a un biólogo para cuidar (curar) las arañas y debido a un centenar de comentarios en las redes ¿se echa atrás? ¿Es positivo, negativo o neutro que una institución cultural dependa del veredicto de Instagram? ¿Qué otra clase de correctivos estará dispuesto a recibir el museo? ¿Y si el día de mañana un usuario protesta por las papas de Grippo o el caballo de Adriana Bustos?
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Todo el mundo conoce la canción de María Elena Walsh:
Manuelita vivía en Pehuajó / Pero un día se marchó / Nadie supo bien por qué / A París ella se fue / Un poquito caminando / Y otro poquitito a pie.
Desde de Pehuajó hasta las luces de París hay, según Google, un trecho de 11.341km. Cualquier lector mínimamente empático podrá imaginarse la extenuación de la pobre Manuelita al poner un pie en la capital francesa. ¿Nadie percibe en la letra de Walsh una cuota de animosidad contra las tortugas? ¿Por qué motivo la escritora no subió a Manuelita a un avión, o al menos a un barco? ¿Qué tiene Walsh contra las tortugas? ¿Habrá padecido un trauma infantil?
La saga continúa y las cosas se oscurecen. A Manuelita la pintan, la planchan, la disfrazan con un peluquín. La violencia física, psicológica y simbólica ejercida sobre la tortuga se vuelve insoportable para un alma bella, obsesionada con la victimización del prójimo. Y ni hablemos de El reino del revés, canción en la que Walsh monta a una araña y a un ciempiés en caballos de ajedrez. ¿Qué le sucede a esta mujer? ¿Por qué tanto odio? Cancelación en tres, dos, uno…
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¿Si los animales fuesen sujetos de derecho, cuál sería la contrapartida en términos de obligaciones? ¿Un sujeto con derechos, pero sin compromisos? ¿No ocurre un fenómeno análogo actualmente, ciudadanos que reclaman derechos pero que pretenden escapar –mediante mil coartadas– de sus obligaciones? ¿Un retorno –insisto– a la minoría de edad? ¿Qué anhelo esconde la inversión del lema kantiano, cuánto dolor nos queremos ahorrar? ¿Qué preguntas preferimos eludir?
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Son varios frentes abiertos contra el lenguaje. Es una guerra sin cuartel. Se busca cercenarlo, amputarlo, esterilizarlo. Y no me refiero únicamente al habla cotidiana, sino al lenguaje audiovisual, artístico, literario. El discurso de la victimización postula el imperio de la víctima para aniquilar la ambigüedad del lenguaje y así poder ejercer un control social efectivo sobre la última resistencia vital que nos queda: el malentendido (tema a trabajar en próximos ensayos).
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Alexandra Kohan, a quien le debo varias intuiciones, escribió: “El indignado cree que está actuando siempre en nombre del bien, sabe dónde está y no vacila en suponer que el mal es el otro”. En un video de Youtube, desentrañando un pasaje agudísimo de Lacan sobre el mandamiento de amor al prójimo (Seminario 7, p.225), le escuché decir al psicoanalista rosarino Ángel Fernández (sonaba She’s a rainbow de fondo): “Ese monstruo que está ahí soy yo mismo”.
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Cedo (por segunda vez) el parágrafo final a Élisabeth Roudinesco (Y mañana, qué…, conversaciones con Jacques Derrida, 2001): “Tengo el temor de que estemos internándonos en la senda de la construcción de una sociedad higienista, sin pasiones, sin conflictos, sin injusticias, sin violencias verbales, sin riesgo de muerte, sin crueldad. Lo que se pretende erradicar de un lado siempre se corre el riesgo de verlo resurgir allí donde no se lo esperaba”.
* «La vuelta del Malón» (1892) de Ángel Della Valle
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