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Por Bernabé De Vinsenci | Portada: Tony Robert-Fleury
De la vergüenza a la ideología
Cada vez que me permito hablar de mí o presenciar observaciones o comentarios de otras personas, a menudo recurro una frase que como muletilla citó —y desde entonces yo me la apropié— en cierta ocasión y después citaría, reiteradas veces un amigo. «Las personas», dice la frase, «hacen ideologías de sus pequeñas vergüenzas», parafraseando al autor de Un mundo feliz, y podría traducirse, en pocas palabras, en lo personal es político: la vergüenza, lo pudoroso, en este sentido, es una aprensión que debe visibilizarse —sin opacar lo público con lo privado— en pos del ocultamiento no ajeno a lo que podríamos llamar intimidación o censura. Recuerdo la vez que los medios locales (Saladillo, Provincia de Buenos Aires) publicaron la foto de un usuario de la salud mental que había escapado de un manicomio, condenándolo tiempo después a que viviera en el aislamiento tras “exhibirlo”, mitad loco, mitad lástima, con confesiones terroríficas de un familiar casi condenatorias, de “peligroso”, en una población de cuarenta mil habitantes y tiempo después no consiguiera trabajo, expresando que había sido expuesto (lo cual hace pensar en la “animalización” que semeja a los perros perdidos, como puede verificarse en sintonías de las redes sociales), inclusive los medios más “progresistas” que por “acto de caridad” pecan de fascistoides, se sumaron al “escrache”: pues no dejó de ser un escrache, un escrache a “la dignidad” de un joven, en un contexto preciso, de vulnerabilidad y abandono, que ya había perdido parte de la dignidad manicomializado y narcotizado («ese lugar era un infierno», confesó el joven en la nota). En la foto se lo ve, en primer lugar, sin percatarse de que lo están fotografiando —insisto en la animalización—, y en segundo lugar, como vulnerado, ¿le gustará a los periodistas amarillistas de Saladillo, me pregunto, que fotografíen a sus hijos, familiares o conocidos en situación de vulnerabilidad? Y les inquiero, además, ¿por qué en vez de “criminalizar la locura” no sacan a luz los hechos que la sociedad rumorea? «Vergüenza» e «ideología», no obstante, retomando la frase, sirven de adjetivos prósperos para echar a luz lo que íntimamente y en diversas formas nos incomoda —homofobia, transfobia, xenofobia—, reuniéndonos a la reflexión o, a veces, a la incitación de derechos, activismos o denuncias, y que explotamos y encauzamos bienintencionadamente, como reclamo, en el mundo de las ideas y las luchas. «Comprendí luego de mucho tiempo», reflexiona Alan Robinson sobreviviente del manicomio, escritor, actor y autor de El cuerdismo, «que lo personal puede ser político o un anecdotario para el regodeo». Muchos arribamos desde la «vergüenza», justificadamente, a poner en la esfera pública y privada —desde los vínculos más íntimos hasta los vínculos laborales— nuestro padecimiento bajo la tachadura y etiqueta de “locos”, “raros”, de posibles «peligros para la sociedad» en medio de la desacreditación («¿cómo creerle a alguien que delira, alucina o escucha voces?», podría resumirse, «¿o que tiene un diagnóstico?») y nos paralizamos o preferimos permanecer guarecidos en los preceptos monstruosos que marcaron, dentro y fuera de las instituciones y en el prejuicio social de la locura en general, a merced de una sociedad cómplice —que también “patologiza” desde clichés del sentido común— y estigmatiza nuestros cuerpos y mentes, debido a que es incorrecto que los tabúes, clichés, mitos populares, refranes sobre la locura, reservados a las terapias y profesionales, que no se inscriben en la agenda actual se cristalicen en discursos o en temas de conversación: como la muerte, la locura es un tabú, el depósito de los males y es preferible, por ende y casi “necesario” acallarla, silenciarla para no incitar a la neurosis que, ya de por sí, lidia con sus fantasmas. Robinson propone desde el arte —puede verse la charla TEDxRiodelaPlata en la plataforma de YouTube— salvar la confusión entre lo privado y lo público. «El proceso de aquello de la esfera íntima su pasaje a la esfera pública», dice, «son los procesos poéticos». Mi primera novela, Ciégate para siempre, fue un modo de afrontar mi hospitalización que de “pasar a estar en situación de calle” devino en “un caso clínico”. Fueron cinco años de hospitalización —del 2015 al 2020—, de ver distintas dolencias físicas y mentales que me tocó atravesar durante el macrismo. Para colmo, y mal de los males, uno de los directores del hospital era familiar, lo que implicaba apariciones súbitas a mi pieza de modos agresivos y gratuitos, situaciones agresivas que como director quedaban impunes y que más de una vez acudí a mi terapeuta sin respuestas. En mi plena etapa de crisis depresiva, mi falta de higiene, desorden, me dijo: «¿Sabés por qué nadie te viene a visitar? Porque vos te lo buscaste, te lo merecés», sin mencionar además los maltratos de las mucamas y asistentes sociales. Es que podemos desde esta perspectiva abordar a la locura como una forma de expresión artística, una performance actuada, naturalmente actuada o deliberada, escrita o pictórica que nos permite habitar el mundo o (des)locurizar lo que en la sociedad ha sido domesticada como patología y postergada al tabú. Actuar aceptando el pacto de actuar.
La locura como malestar con las divinidades
Desde Platón los locos eran «posesos», inclusive en la cultura precolombina, asociados a lo «sobrenatural». En la Antigua Roma y en la Edad Media los locos estaban privados de promesas y de la palabra, además de imponérseles incapacidades jurídicas, desde no disponer de bienes a rendir testimonios ante tribunales o realizar contratos. Los Incas creían, por su parte, que una persona había perdido la cordura por enojo de los dioses debido al mal comportamiento social, de modo que “el loco” sufría en nombre de todos, asimismo aparece en un pasaje bíblico, Levítico. Dice: «De parte de la comunidad israelita tomará Araón dos chivos como sacrificio por el pecado». Una de las enfermedades en la cultura Inca, por ejemplo, era la Waca Macasca que en traducción al español semejaría a la “melancolía”. Además de la Taqui Oncuy que refería a la enfermedad del baile o enfermedad cantante asociada al temblor, la caída al suelo y la incapacidad de contener los movimientos, otros actos hoy día que, sin preámbulos, podrían funcionar como performáticos. Los locos eran indemnizados, en consecuencia, de acuerdo al estatus social. Un loco de la nobleza ganaba siete veces más que un pobre, lo que quiere decir que un loco pobre moría pobre. Recuerdo la vez en que estaba viendo el célebre programa Los siete locos, en el que David Viñas increpa a intelectuales, a modo de “payada”, “contrapunto”, podría decirle, con justa razón y Beatriz Sarlo se va del programa. La persona que me acompañaba, en ese momento, me preguntó «¿qué, estaba loco el viejo?», aunque Viñas no estuviera loco, me parece oportuno ver esa escena como perfomance del pensamiento, en otro plano pero que aun así no deja de significar un modo de “performance”, transpolar las ideas en lo corpóreo . Retomando la idea de “posesión”, en Saladillo tenemos a un loco, por un lado “personajizado” y por el otro “poseído”. Personajizado porque es el hazmerreír de los cuerdos, objeto de burlas y humillaciones, hasta se lo ha acusado de “peligroso”, de “malandrín”. No hace mucho se viralizó un video en el que se lo veía masturbándose filmado por personas que, según las voces del video, hacían de la escena burla y risas. Con “personajizado” quiero referirme precisamente también a “alcohólicos”, “drogadictos”, todos aquellos que merodean calles, pasillos, bares, barrios que en situaciones de vulnerabilidad canalizan la risa de otros, más de las veces le hacen de “bufón” a los cuerdos. Por otro lado, la idea de “posesión” aparece con la idea de que la abuela del joven le rinde culto a San la Muerte. La gente habla de “oscuridad”, “turbio”. De más está decir que al pie de la letra la idea platónica de “posesión” recae en este joven, además de los diferentes atributos que, como pobre y loco, recibe como chivo social. “Es preferible no meterse”, aducen muchos, mientras tanto muchos sabemos que llegó a vivir en un pozo. Un pozo como los de baño, con techo de tarima y nylon.
Capacitismo y exclusión
Las formas sutiles de opresión del cuerdismo bajo el capacitismo hoy en día. «El cuerdismo funciona con el capacitismo y el capacitismo con el cuerdismo», afirma Robinson. «Quienes no nos adaptamos a las representaciones culturales que exige el cuerdo capacitismo quedamos segregados, porque quedar integrados al sistema es una forma de opresión», agrega. El capacitismo como control sobre las leyes y normas, además de las subjetividades que declara a una persona incapaz, debilitada e inútil: una persona que dejó de ser rentable como mercancía subjetiva y práctica a las normas capitalistas y cuerdistas, emocionales y materiales y que aparentemente perdió “autonomía” o “tiene una visión degradada de la realidad”, de la “invalidez física”, entonces, a la “invalidez mental” y por consiguiente a la “anulación subjetiva”, secundaria, excedente. Un cuerpo obsoleto o cuerpos obsoletizados. Al respecto, Robinson reflexiona: «La suma de prejuicios que lleva a las personas cuerdas a creer que las locas no podrán hacer determinadas tareas, la invención de la discapacidad como identidad». El CUD (Certificado Único de Discapacidad), sin ir más lejos, como documento público en el que el loco es un residuo del capacitismo, una pieza que no encastra y que la burocracia y la salud mental avalan e invalida al “loco”, por lo tanto, como sujeto civil y de deseo. El capacitismo, a grandes rasgos, se basa en la creencia de las capacidades, unas más valiosas que otras y los portadores de mejores cualidades, en este sentido, son más exitosos y superiores que el resto, ¿podríamos acuñar el término “exitismo subjetivo”? Con el capacitismo a futuro corremos el riesgo de que algunos seamos proscriptos, al plano de no-personas, silenciados (o instituido en una subjetividad “monstruosa”, creo que de eso estamos hablando): es posible que la bioética, por ejemplo, llegue a considerar a animales como seres humanos y otros, lejos de los modos típicos de intersubjetividad, seamos anulados como especie. El autor de Actuar como loco, dice: «La sociedad crucifica al loco dando un castigo particular que resulta ejemplificador asociando a la locura con uno de los peores males sociales, que merecen el peor castigo». De modo que “los locos”, de cultura en cultura, configuraron y configuran los chivos expiatorios de la sociedad; sacrificados o penados, en ellos recae lo residual, todos aquellos fantasmas psíquicos en síntesis del “cuerdismo” que no son más que el “miedo a la locura”, el hilo más tenso de las sociedades neurotizadas y sobre todo en situaciones de crisis. Se promueve, de este modo, un efecto expectativa: cuanto más miedo a enloquecer, cuanto más tensión comunitaria, mayor patologización social de los locos. Locos, pobres, alcohólicos, drogadictos son el receptáculo. Podríamos pensar que los locos, también, son la hipocondría de los cuerdos, aquellos “síntomas psicosomáticos” de una enfermedad mayor, aunque algunos enferman de cáncer o del corazón y otros de la cabeza. «Esta lógica», dice Alan Robinson, «representa una forma de actuar que extiende los límites del manicomio del ámbito hospitalario al ámbito cultural, a la sociedad civil y a los grupos familiares».
Chivo expiatorio y locura
La actitud xenofóbica contra los paraguayos con el pretexto de “que nos quitan el trabajo”, para ejemplificar, englobaría un caso típico de chivo expiatorio. ¿Podemos decir que el chivo expiatorio es un patrón cultural, un hacedor de locura? Me animo a decir que sí. Una persona a la que acudí para revisar ejemplos puntuales sobre posibles chivos, me cuenta: «Conozco un caso de dos hermanos que habían salido juntos en bicicleta de la casa, escapándose. A uno de los hermanos lo atropelló un auto y murió. El hermano vivo fue culpabilizado por el padre. Le decía cosas como “te hubieses muerto vos en vez de él”, “él era mejor que vos”. Y eso fue generando un deterioro. Charlando con los psicólogos me enteré que el padre siempre fue violento. El hermano vivo dice que la idea de salir en bicicleta fue del que falleció, que él intentó pararlo y no pudo. Sin embargo, el padre nunca le creyó. Es el día de hoy que el pibe siente rechazo por el padre. Y eso derivó en locura». Este caso particular evidencia que la expiación de culpas hacia una persona —vulnerándola, aplacándola, desacreditándola de su proyecto de vida y singularidad— crea condiciones de enloquecimiento. El “chivo expiatorio” representaría, de este modo, el lugar de alojamiento, depósito, en tanto que sirve para postergación y, a su vez, creación: alguien tiene que responsabilizarse de los males, algunas vez fueron “los indios patas sucias” como dijera Sarmiento, o en las vicisitudes de las guerras mundiales, los inmigrantes y en la actualidad “los negros que viven del Estado”. Civilización vs. Barbarie. Cuerdismo vs. Locura. Por otro lado el enfoque biologicista de la locura debe ser desmitificado y desmentido y puesto como un “constructo social”, ¿o acaso no han ido variando los enfoques? ¿o acaso somos eso, un “desequilibrio químico”?; así como lo fueron los deseos sexuales e identidad de género, la psiquiatría fue la que se encargó de patologizar, por ejemplo, a la homosexualidad (recién en 1974 se eliminó de la lista del DSM como “trastornos mentales”); a las sociedades, por ende, hay que “alfabetizarlas” —porque la locura, en esta sociedad, es un modo de exclusión, de “dejar afuera” a neurodivergentes— en materia de vulnerabilidad (la locura, insisto, también es una disidencia en tanto que vulnerabilidad y expresión corporal y artística desacreditadas, a diferencia de que los únicos que tienen voz pertenecen a una minoría “letrada” —uno de cada cien mil, como le dije a Robinson— y más de las veces portan un libro bajo el brazo como modo de “acreditar su voz y capacidad”, desde Jacobo Fijman, Alejandra Pizarnik hasta Marisa Wagner). Insisto, entonces, salir del clóset y empezar a entender que dentro de las disidencias, la locura debería de hacerse un lugar —aunque la tenga y hoy el Estado aumente el presupuesto—, desde la bibliografía académica hasta los que hemos vividos en los ghettos de la opresión, institucional y social. La opresión cuerdista y narcofármaco, no solo delimita las subjetividades sino que posterga a los que caminan en los márgenes de lo neurotípico, subyugándolos y marginalizándolos, o viéndolos desde la “excentricidad patológica”: “Es así, está loco”. Cuando me refiero a perfomance no aludo a una idea “romántica de la locura”, a actos extremos, sino a expresiones ajenas al cuerdismo, que no deberían sancionarse ni desacreditarse bajo la lupa de la patologización y personajización, las afecciones subjetivas no corrompen la moral y la ética.
Diagnóstico método de censura
El diagnóstico no ha sido más que un método de chaleco químico y de censura, de censura subjetiva, un doble diagnóstico (me permito citar aquí a un antipsiquiatra chileno que reflexiona al respecto: “Todos los diagnósticos del DSM abundan en palabras inespecíficas como ‘suele’ o ‘frecuentemente’ sin especificar escala): lo que se supone que el paciente ‘padece’, con sus atributos y ‘peligrosidades’, por un lado, y los efectos adversos de los narcofármacos, desde tics hasta babeos, abstinencias y dopación, por el otro”. Censura es una muestra de “desacreditar la voz”, resignar la enunciación del otro, asignarle una “identidad predeterminista con posibles variaciones”, desde la psiquiatría y la sociedad, y me consta, desde el psicoanálisis, mal que nos pese y aunque esté perdiendo alcance frente al microfascismo del “coauching ontológico”, que hace énfasis en la palabra como mediadora de “cura” o “nombramiento del dolor”, una historia que encuentro tras encuentro “le da nombre y le pone límites, bordes al síntoma”. Recuerdo cuando, luego de años de terapia, le exigí a mi entonces psicoanalista que me dijera un diagnóstico posible, tras idas y vueltas, tras sentirme una rata de laboratorio, en un mar de incertidumbre, necesitaba saber “qué me pasaba” (y ahí actúa el “poder” y el “saber”, claramente). En ese entonces yo era un ensayo y error hospitalario, ocupaba una cama en un hospital público. Tras decírmelo, además de que lloré porque, lisa y llanamente, me sentí un monstruo, esperé contención del otro lado. Hoy entendiendo que los diagnósticos dan formas de “determinismos de la subjetividad” y que el abordaje del sujeto, tanto psicoanalítico como psiquiátrico, se enmarca sobre un “sujeto angustiado, sintomático, neurótico, psicótico, o perverso” (¿no es hora que los usuarios de la salud mental, también hagan uso de la palabra?). Al cabo de un rato —para monstruorizarme más, yo creía en la palabra del psicoanálisis— mi analista me dijo: «Si querés, sumame a tu lista de personas no deseadas». “Lista” pensé en ese momento, más angustiado desde que había iniciado terapia, ¿cómo pudo salir semejante palabra, semejante semanticidad de un espacio donde yo me comprometía con el otro mediante la entrega de mi intimidad, fortalezas y debilidades, en definitiva, mi integridad?, un término que, después de todo, no tiene connotaciones positivas, sino más bien tenebrosas y escalofriantes. Asociar sujeto/lista es “clausurarlo”. Me pregunto, después de tanto tiempo, más calmo, ¿es posible volver a psicoanalizarse? ¿Es posible sustraerse de una palabra que alude a métodos de persecuciones y desapariciones, vinculada a centro de torturas y apropiaciones de bebés? Desde el psicoanálisis la locura es desacreditada, a mi modo de ver, cuando no descripta con negrura —¿no serán las teorías del psicoanálisis “el fantasma del neurótico” como cuestión, exclusivistas de ellos, borroneando a la locura?—, porque su discurso ancla en lo ilegal, o mejor dicho “fuera de las normas discursivas”, es decir, “lo rumiante”, es incomprensible, incoherente, verborrágico, atípico. Una vez una analista, por ejemplo, me pidió que no hablara en “términos poéticos” porque entorpecía la terapia, la dificultaba, de modo que balbucear, insinuar, bordear, citar, servirse de la literatura, ejemplificar desde la ficción (e inclusive “romantizar la locura”, decirle al paciente “te quiero”, aunque no sienta un ápice de emoción para que no se suicide como dice Silvia Bleichmar en uno de sus libros, en ocasiones), “en la parafernalia psicoanalítica”, inclusive, insisto, borrar al sujeto en ripios y palabreríos es legal, o literalmente borrarlo con frases trilladas de Lacan, aunque muchos confiesen cansancio, y con frecuencia hartazgo y aburrimiento. La narcoterapia, muchas veces mediada por intervención del psicoanálisis, enmarca bajo etiquetas de “desubjetivación” (anulando las posibilidades subjetivadoras que supuestamente las sesiones proponen, ¿qué vendría a ser la terapia analítica? ¿tendría el mismo efecto catártico, desahogativo que el teatro griego, entonces?) o “peligrosidad” y el cuerdismo y la psiquiatría se rigen bajo la deportación de anormalidad, conductuales y anímicas a instancias de un manual. La locura entonces es el cable a tierra del imaginario y los miedos de los neurotípicos. Es “necesario” que la sociedad “expíe” sus culpas de las atrocidades que ella misma genera, de modo que los expiados queden postergados, humillados a la contención y a merced de lo que Marisa Wagner llamaba “círculo vicioso”: empobrecer y enloquecer, enloquecer y empobrecer. En una entrevista con Mariane Pécora, la autora de Los montes de la loca, dice: «A mí me tocó el manicomio como doble castigo: por loca y por pobre. El mundo no tiene espacio para un loco rehabilitado». De modo que si el psiquiatra le daba el alta, volvería a caer en el manicomio por falta habitacional, laboral. Y a la pregunta de Pécora de cómo es estar del otro lado, finaliza: «Y nadie anda ofreciendo trabajo por los hospicios en una sociedad de miles de jóvenes desocupados». Lo cual el loco quedaría en el subsuelo social, negado a un proyecto de vida, e incapacitado, alentado en talleres que los contienen en hospicios, manicomios sin externarlos o a lo sumo ambulatorios, o como en el menor de los casos le sucedió a la poeta olavarriense: una bitácora del horror a la que a menudo los progresistas frecuentan y revisan buscando un espectáculo en el dolor ajeno, empatizando desde la negación de la alteridad: “Nos gusta tu poesía porque sos loca”.
Imagen de portada: «Pinel a los locos en Salpêtrière» (1795) de Tony Robert-Fleury
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