Blog

Por Luciano Sáliche
I
Louis Lingg llegó a Chicago en noviembre de 1885. Tenía 21 años y apenas balbuceaba palabras en inglés. Carpintero. Anarquista. Nació del otro lado del mundo, en Manngheim, en el entonces Gran Ducado de Baden, hoy Schwetzingen, Alemania. Podría decirse que su activismo empezó con la muerte de su padre. Friedrich Lingg se llamaba, trabajaba en una fábrica de madera. Transportaba troncos cuando sufrió un accidente que lo dejó inválido; su patrón lo despidió y tres años después murió. Su madre, que trabajaba de lavandera, se volvió a casar y consiguió que su nuevo marido le de plata a Louis para que pueda viajar a Estados Unidos a buscar un futuro mejor.
«En este momento yo tenía trece años y mi hermana tenía siete, y a esta edad recibí mis primeras impresiones de las injustas instituciones sociales prevalecientes, es decir, la explotación de hombres por hombres», escribió. En Alemania, donde fue aprendiz de carpintero desde los cinco años, estuvo en contacto con organizaciones socialistas. En julio de 1885 llegó a Nueva York luego de un largo viaje en barco por el Atlántico Norte y tres meses después se asentó en Chicago, donde consiguió trabajo y se sumó a la Unión Internacional de Carpinteros y Ebanistas. Era una ciudad llena de humo, profundamente desigual, enardecida, lista para la huelga general.
II
Luego de los cantos, del bullicio, de los gritos, lo que se escucha en las movilizaciones de mayo de 1886 son tiros. Policías disparando a quemarropa frente a una huelga masiva que se inició el primero de mayo en Chicago, la segunda ciudad más poblada de Estados Unidos, centro neurálgico en ascenso y una de las cumbres industriales del mundo. Llegan trabajadores desocupados en ferrocarriles ruidosos a toda velocidad. Todos tienen hambre, todos quieren trabajar. Así se forman los primeros asentamientos, un conurbano rebalsado de una clase obrera migrante, ya no sólo del interior del país, también de la Europa empobrecida.
El desarrollo de los medios de producción era tan alto y tan drástico que, como explicó Marx, las condiciones de trabajo no tenían otro destino que una precarización a niveles inhumanos. Las jornadas llegaban a quince horas, los salarios eran miserables y el trabajo infantil era frecuente. Pero hubo un día en que los trabajadores se organizaron, un primero de mayo, en 1886. Una huelga inédita con 200 mil obreros exigiendo mejoras en las condiciones de trabajo. Hartos, organizados, enardecidos. Los reclamos eran varios pero el principal, el histórico, era reducir la jornada laboral: “Ocho horas de trabajo, ocho horas de ocio y ocho horas de descanso”.
Las grandes centrales obreras en ese momento eran dos: la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo y la Federación Estadounidense del Trabajo. La segunda, la más combativa, determinó en un congreso que a partir del primero de mayo de 1886 la jornada debía ser de ocho horas; en el caso de que no sea así, cumplidas esas ocho horas, todos debían ir a la huelga. Se especulaba, además, que trabajando ocho horas y manteniendo los salarios se iban a generar más puestos de trabajo para todos los desocupados que llegan en masa a Chicago. Algo muy similar a lo que ocurre hoy con el planteo del Frente de Izquierda de reducir la jornada a seis horas.
Hubo una ley en 1868, la Ley Ingersoll, que establecía las ocho horas, pero no se aplicaba. Con cláusulas que permitían aumentarlas hasta catorce o más, los dueños de las fábricas hacían lo que querían. En los medios pro-patronales se calificaba este reclamo como “indignante e irrespetuoso”, como un “delirio de lunáticos poco patriotas”. En ese momento los diarios hacían tiradas de miles y miles de ejemplares con ediciones matutinas y vespertinas. La batalla mediática era imposible, por eso la única salida era la movilización masiva, la huelga general, lo que ocurrió el primero de mayo de 1886. Todo empezó ese día y siguió, no se detuvo, pese a los tiros, las muertes, el desprecio.
III
Cuando los trabajadores están de paro, las empresas que continúan produciendo lo hacen gracias a eso que acá llamamos carneros y en otros lugares del mundo esquiroles, rompehuelgas, amarillos, crumiros. El tercer día de huelga, mientras los carneros no dejaban que la producción se frene, la policía, afuera, comenzó a disparar. Seis obreros resultaron muertos. “Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado”, escribió el periodista Adolph Fischer en el periódico Arbeiter Zeitung. “Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza! ¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora?”
“Los trabajadores —redacta Fischer, arrebatado por la coyuntura— no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria”. El emotivo texto incendiario concluye de este modo: “¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís! ¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!” Al final, Fischer anuncia una fecha, una hora, un lugar. Al día siguiente, a las 19:30 en el Parque Haymarket, se produce una gran revuelta obrera: 20 mil trabajadores. Cuando la policía inicia la represión, uno de ellos responde con una bomba. Un uniformado murió ese día. Del otro lado, por las balas policiales, 38 trabajadores perdieron la vida.
Desde el Estado cerraron filas. Se declaró estado de sitio, toque de queda, hubo detenciones, torturas. Los medios pro-patronales, asustados por el “peligro rojo”, exigían la pena de muerte y le pedían a la Corte Suprema que intervenga.
IV
Louis Lingg participó de las movilizaciones pero la noche del 4 de mayo no estuvo presente en el Parque Haymarket; estaba, según testigos, en una taberna llamada Greif’s Hall. Durante la cacería policial alguien dijo su nombre y su dirección. El 14 de mayo un grupo de uniformados golpeó su puerta. Los esperó con el revólver apuntándoles. Eran muchos, demasiados para un joven carpintero alemán. Se lo llevaron detenido y luego revisaron la habitación. Encontraron seis explosivos de diferentes materiales, algunos similares a la bomba que mató al policía en el parque. Investigaciones posteriores indican que todo eso fue plantado.
Ocho culpables encontró la policía, cinco condenados a la horca. El 21 de junio se inició un juicio sumamente irregular. Al obrero textil inglés de 39 años y pastor metodista Samuel Fielden y al tipógrafo alemán de 33 Michael Schwab les dieron perpetua. Al vendedor estadounidense Oscar Neebe, de 36, lo condenaron a 15 años de trabajos forzados. La muerte era para el tipógrafo alemán de 50 años George Engel, para el periodista alemán de 30 Adolph Fischer, para el periodista estadounidense de 39 Albert Parsons —tampoco estuvo presente en el Parque Haymarket— y para el periodista alemán de 31 August Vincent Theodore Spies.
«Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen», escribió el cubano José Martí en un artículo para el diario La Nación. Trabajaba de corresponsal en Chicago para el diario argentino. «Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro… Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: ‘¡La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora!’ Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable”.
A Louis Lingg no pudieron matarlo. La sentencia era la muerte, sí, pero decidió que no, que no iba a morir de esa forma. El 10 de noviembre, un día antes de la fecha en que sería ejecutado, estando en la cárcel, usó un detonador que le pasó un compañero. Se lo puso en la boca y estalló. Su mandíbula se le desprendió de la cabeza y el resto de su cara quedó destrozada. No murió. No por ahora. Según los relatos de la época, permaneció vivo seis horas, desde las nueve de la mañana, cuando detonó el explosivo, hasta las tres de la tarde. Con la sangre que le brotaba escribió en la pared de su celda, en alemán, “Hoch die anarchie!”: “¡Viva la anarquía!”
V
La huelga fue tan masiva y tan determinante que a fines de 1886 a la mayoría de las fábricas no le quedó otra que aceptar la jornada laboral de ocho horas. En enero de 1893, un nuevo gobernador en el Estado de Illinois, John Peter Altgeld, decidió investigar el caso de los ocho condenados. El resultado: los ocho eran inocentes. Todos los testigos habían sido obligados a declarar en su contra, las pruebas habían sido falsificadas, los jueces habían actuado con imparcialidad, y muchos materiales habían sido implantados por la propia policía. Los ocho condenados injustamente se convirtieron en los mártires de Chicago.
En El manifiesto comunista, publicado años antes, en 1848, Marx y Engels escriben: “A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión cada vez más extensa de los obreros”. A partir de las jornadas de mayo de 1886, se celebra el Día Internacional de los Trabajadores en todo el mundo. Fueron días históricos, trágicos, muy trágicos, enardecidos, furiosos y en algún punto triunfantes. Así lo debe ver también Louis Lingg, que en las noches de frío se le aparece en los sueños a los patrones explotadores, a los carneros, a los policías. Fantasmagórico y con la cara destrozada, escribe con sangre consignas revolucionarias.
Etiquetas: Adolph Fischer, Día del trabajador, Día Internacional de los Trabajadores, Karl Marx, Louis Lingg, Mártires de Chicago, Trabajo