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17-05-2022 Notas

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Por Luciano Sáliche | Pintura: Iman Maleki

I

Hay poesía en el mar eufórico que golpea contra las piedras, en el primer llanto de un recién nacido, en el culo de tu esposa, en un patrullero prendido fuego.

La poesía es propietaria del vigor del mundo. En el detalle o en la totalidad, es la ráfaga de intensidad que expone cuán complejo es todo eso que nos rodea. Pero lo hace con simpleza. Porque la poesía no explica, devela. Como idea, la poesía excede lo literario; está en la música, en el cine, en el teatro, en la pintura, en la vida cotidiana. «Qué hay de poesía en / la poesía», se pregunta Patricia González López en Otro caso de inseguridad. Es la cualidad —así dice una de las acepciones de la Real Academia Española— que suscita un sentimiento hondo de belleza. Aunque también en la fealdad —poetas como Baudelaire, pintores como Goya—, su antítesis. ¿Será la poesía la síntesis?

¿Y como género? ¿Qué es la poesía para este mundo? ¿Cuál es el status que tiene hoy? Las reglas del lenguaje que la sostenían siempre fueron mínimas, pues lo importante era su capacidad de conmover. Con el tiempo se fue quitando el corset de la rima, de la composiciones más rígidas, despojándose. Así fue que quedó relegada a un lugar secundario con la consolidación de la novela como género en los siglos XIX y XX, pero hay que decir que la pregunta sobre su (falta de) masividad expone algo: ¿por qué habría de ser masivo algo que, en su capricho esencialmente libertario, renuncia a las pretensiones instrumentales y mercantiles de nuestra época? 

«Un poema es un problema», dice Carlos Godoy en El indio salario, y luego: «El poema dejó de ser divertido. Ahora es furia / inyectada / dirigida a atravesar el éter».

II

Están los que rezan y están los que recitan. Durante los primeros años de la dictadura de Franco, estando preso, Miguel Hernández se la pasaba recitando poemas. Ya había publicado libros, la mayoría poemarios, también obras de teatro. Cuando murió de tuberculosis en la enfermería de la prisión de Alicante, el 28 de marzo de 1942, tenía treinta y un años, y los ojos abiertos. Los guardias de la cárcel no se los pudieron cerrar. Su amigo, también poeta, Vicente Aleixandre —obtendría el Premio Nobel de Literatura en 1977—, ese mismo día le escribió un poema que empieza así: “No lo sé. Fue sin música. / Tus grandes ojos azules / abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante”.

Rodando por una pendiente paralela a los géneros racionales, la poesía siempre intentó ponerle palabras a lo que flota en el aire sin sentido. Incluso hoy, cuando el mercado ha avanzado con tanta agresividad sobre el arte, cuando sólo importa lo que “funciona”, la poesía se mantiene inútil, profundamente inútil, a los designios de la racionalidad, pero fundamentalmente necesaria ante un mundo que no ofrece respuestas. 

«La poesía no quiere adeptos, quiere amantes», escribió Federico García Lorca.

III

El español Juan Ramón Jiménez decía que el poeta no es un filósofo, sino un clarividente. Es una idea que puede ser leída como una intención, la de quitarle el peso de la erudición al poeta, porque, es cierto, no tiene porqué ser un sabio o un intelectual. Nadie le va a tomar examen, nadie le va a preguntar sobre el confuso devenir de la historia. Entonces, ¿para qué sirve un poeta? Quizás, para ofrecernos —en la forma que sea— belleza. ¿Qué sería de la humanidad sin la belleza del lenguaje? Tal vez, matemática dura y funcionalidad.

Entonces, si el poeta es un clarividente, en sus versos tiene que esconderse un secreto, un misticismo que pueda conectar con esa ilusión irracional e inexplicable que nos conmueve. Con el corazón, por ubicar esa emotividad en algún lugar del cuerpo. ¿Algunas vez leyeron un poema que los partió al medio? Si no hace falta ser un ilustrado para escribir poesía, mucho menos hace falta ser un ilustrado para leerla. La poesía no tiene muchos matices, te sensibiliza o te aburre. En ese sentido tan determinante, tan blanco o negro, contiene una verdad que se para frente a tus ojos. Para verla, es importante tenerlos abiertos.

IV

En la cárcel de Prolier, en Madrid, un colegio reconvertido en prisión, dos reclusos conversan. Ambos son maestros republicanos; por eso están ahí. Tiempos de la Guerra Civil Española. Uno daba clases en Móstoles; el otro en Arganda. Forjan una amistad. Pero el 24 de junio de 1939, uno de ellos, de nombre Gerardo Muñoz, que esperaba impaciente la visita de su mujer y sus cinco hijos, es llamado por los guardias: lo sacan y lo fusilan. Presenció su muerte el otro maestro, de nombre Román Francisco Aparicio. Casi setenta años después, las hijas de ambos hombres se conocieron. Fue durante un homenaje a los maestros republicanos organizado por el Partido Socialista de Madrid. Las dos mujeres no se conocen pero se saludan con cariño. La hija de Aparicio tiene una carta en la mano, es un poema; se lo entrega.

Luego de ver el fusilamiento de Muñoz, Román Francisco Aparicio escribió los siguientes versos: “Presencié ya tres veces la salida / de hombres que jamás han de volver. / Pero al oír tu nombre de partida / la emoción embargó todo mi ser. / A la brutal llamada de la muerte / acudiste con ánimo tranquilo, / mostrando en la mirada que eras fuerte / y aceptando sereno tu destino”. Ahora, la hija del militante fusilado sabe cómo su padre enfrentó ese trágico final. Fue la poesía, ese extraño lenguaje ancestral, con su belleza, sus artilugios, su precariedad, su honestidad, el único capaz de narrar ese momento. La poesía está ahí, siempre presente, antes, ahora, después, siempre. Para ser recitada como una plegaria pagana, como una religión de fuego, entre el desconcierto y la fe.

* Pintura de portada: «Leyendo» (1998) de Iman Maleki

 

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