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Por David Sebastián Rodríguez
Supongamos que, tal como coinciden muchos estudiosos, nuestra literatura haya comenzado a partir de un secuestro o, a partir de una violación, supongamos. Hoy día, pilas de inquisidores 2.0 descalificarían la mayoría de las obras escritas. Sobre todo aquellas protagonizadas por la efectividad de los malones cuyo botín más valorado era el rapto de mujeres blancas. Y de eso se tratan estas reflexiones, no de las mujeres, pero sí del rapto.
Hace unas semanas leí en el marco de un taller literario lo que sería el cuerpo de una deseada novela. Sorprendido, noté que sus participantes se vieron movilizados porque la mujer protagonista de la historia “decía” coger en vez de penetrar o pija en vez de pene como si la lengua fuera de unos y no de otros. En ese momento consideré las devoluciones, pero simultáneamente entendí que hay palabras que son poco soportables para oídos donde la corrección política atempera paulatinamente aunque uno mismo crea que la controla. Me vino a la cabeza aquella reflexión de Aby Warburg donde sintetiza que en la imagen de una cultura conviven los tiempos al mismo tiempo, es decir, una gran sopa de anguilas. El pasado se presenta siempre, por lo tanto, la tradición narrativa emerge cada vez que alguien escribe. Y como sabemos, los comisarios de la literatura intentan a toda velocidad clarificar los malos entendidos. Definen qué es la literatura, por ejemplo, y cuál es su estado actual.
¿Por qué estamos tan apegados a un sistema de palabras que disuelve la diversidad textual?, ¿por qué creemos en la inocencia del lenguaje?, ¿qué fuerza es la que nos intenta convencer de que el lenguaje es un sistema simple y responsable? Roland Barthes, aclaraba en “S/Z”, que leer es un trabajo del lenguaje y que precisamente olvidar los sentidos de lectura clásica habilitan a miradas singulares. No hay una construcción del texto ni una estructura última, evitar esa acción, aseguraba el francés, es esparcir el texto en lugar de recogerlo.
Un texto quebrado ya no es tan bienvenido como lo era en otros tiempos. Se prefiere una historia simple, que mantenga un hilo argumentativo y que sea, obligatoriamente, higienizada de toda posible ofensa a las minorías; es decir, un paraguas fuertemente ideológico, una “anti apropiación cultural”, una especie de 1984 orwelliano.
César Aira escribió en su ensayo “Evasión” que la novela hoy día fluye directamente del autor, evitando pasar por la intermediación de la literatura; el trabajo que la respalda ya no es el de la escritura, sino el de la publicación. Aira critica a la literatura de la proximidad, donde el autor o autora se limita a alimentar su narcisismo, desplazando el interés del lector por la creación compleja de ensoñaciones al interés por su creador. La vida del que ejecuta pasa a ser más importante que su propia producción, es decir, afirma Aira, solo queda el hilo del discurso que desintegra en el mismo movimiento el espacio de representación que ocupaba antes en la novela de evasión. Tal vez, en la actualidad, queda poco de esa evasión que pretendía Aira en el momento en que escribía su ensayo, pero eso no quiere decir que la novela no lo intente. Resulta muy difícil, sin embargo, encontrar el escape que pretende el escritor, en una sociedad que aspira a que las manifestaciones artísticas sean evaluadas por un jurado de inquisidores, antes de que las conozca el público. ¿Qué grado de libertad le queda a la creación, entonces?, ¿se pretende un arte inofensivo, acaso edulcorado?, ¿por qué le tememos a la transgresión?
En ese tipo de narraciones autobiográficas o épicas donde los conflictos son cosas del pasado, donde la vida parece ser un manantial de buenas vibraciones, donde los exabruptos verbales y los dilemas aparecen como grandes impedimentos al desarrollo de personalidades desintoxicadas, se refleja, sociològicamente hablando, la realidad que supimos conseguir. Pero, ante la obligación de un pensamiento único, siempre queda un embrión que, a pesar de estar mal formado a causa de tanta corrección política, tira de la cuerda. Y lo hace escapando de lo que Eva Ilouz y Sara Ahmed diagnostican: la obligación de ser feliz.
Una de las costumbres que van perdiendo terreno a ritmo desenfrenado es la posibilidad del malentendido y de la mezcla de estilos narrativos, intergeneracionales, y, si se acepta, también discursivos: en este caso, la poética de un rapero y lo que queda de la novela. Caroline Fourest, en su libro Generación Ofendida, cuenta lo que contestó Madonna cuando la acusaron de que su inspiración artística se debía a la “apropiación cultural”. Por suerte, coincido con la reina del pop: “No me estoy apropiando de nada. Me inspiro y hago referencia a otras culturas. Tengo ese derecho como artista. Se ha llegado a decir que Elvis Presley robó la cultura afroamericana. Pero es nuestra labor, como artistas, poner el mundo patas para arriba, con el fin de desconcertar y obligarnos a volver a pensarlo todo”. Post mortem, el más reciente trabajo de Dillom, habilita a pensarlo de esa manera dado que, escuchar sus canciones implica, entre otras cosas, mantenerse en estado de incomodidad. Quizás, aquí pueda advertirse una evasión, un escape, una expansión del terreno de actuación, una multiplicidad de perspectivas. En el primer tema que da título al disco puede escucharse al rapero diciendo “Yo no hablo de mi vida, esa mierda es muy triste / y ahora que tengo plata son más graciosos mis chistes” o, con la misma transgresión, “Lo fumo con falopa, si quieren lo que tengo yo conozco al de la nota”.
Quién cancelará a Dillom, me pregunto y le doy play al disco.
Manuel Quaranta, en un artículo recientemente publicado, dice que “son varios frentes abiertos contra el lenguaje. Es una guerra sin cuartel. Se busca cercenarlo, amputarlo, esterilizarlo. Y no me refiero únicamente al habla cotidiana, sino al lenguaje audiovisual, artístico, literario. El discurso de la victimización postula el imperio de la víctima para aniquilar la ambigüedad del lenguaje y así poder ejercer un control social efectivo sobre la última resistencia vital que nos queda: el malentendido”.
Matías Feldman, autor y director de la obra teatral La Traducción piensa que “todo está tendiendo, desde lo político, lo filosófico, la propia experiencia de las personas en este mundo, a simplificar. Se necesita por la enorme crisis de representación que hay. Todo tiende al terraplanismo, dividir el mundo en dos, que sea una grieta y ya. Una especie de descanso ante la abrumadora complejidad polifacética que es el mundo. Pero creo que es un error si vamos a eso. Hay que sumar herramientas perceptivas y culturales para aproximarse a la complejidad, sino vamos a tender a simplificar o entregar, como está pasando ahora, a las grandes corporaciones tecnológicas la decisión de qué ver o no. Se necesitan materiales que no tienen, como otros, temas claros, mensajes claros, que no generan que estemos todos de acuerdo o la opción de estar de acuerdo o no”.
Después de haber llegado hasta acá, prefiero dejar de escribir antes de que me acusen de apropiarme de la voz de un pibe de 21 años que es producto de una madre adicta, de un padre convertido al judaísmo, de una vida marginal, de la que yo mismo no conozco nada en absoluto. Por temor a que “la tiranía del bien” me cancele, prefiero dejarle el cierre a Alexandra Kohan, cuyas reflexiones se agradecen cada fin de semana: “No se trata de que no haya moral -todos la tenemos-, sino del moralismo que sostiene la ofensa. Tampoco estoy diciendo que no haya que ofenderse, cada quien verá qué le pasa con eso que lo incomoda, lo que trato de pensar es cómo se viene instalando la ofensa como criterio de autoridad. Por eso la frase de Gervais resultó tan iluminadora: podemos ofendernos, pero eso no nos autoriza del lado de la razón, eso no nos autoriza a reaccionar contra el otro, a silenciarlo, a penalizarlo: la ofensa no es en sí misma una autoridad”.
¿Quién cancelará a Dillom?
Etiquetas: Aby Warburg, Alexandra Kohan, Caroline Fourest, César Aira, David Sebastián Rodríguez, Dillom, Madonna, Matías Feldman, Post mortem, Roland Barthes