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Por Guillermo Fernandez
En la niñez y la adolescencia leer consistía en una tarea que se asemejaba a la de un inspector de policía que debía resolver un conflicto. El ejercicio se realizaba a solas, acostado sobre una cama o, en el mejor de los casos, en una galería bordeada por macetas. El escenario no revestía importancia, aunque el lugar parecía involucrarse en la trama, hasta el punto de que se convivía en las playas con monstruos que salían del mar sedientos de sangre.
Uno de los tantos libros que sedujo a generaciones de lectores, sin duda, fue Corazón (1886) de Edmondo De Amicis. ¿Qué había en el texto que cautivaba? ¿En medio de todas esas historias terribles de chicos asaltados por la pobreza y la indefensión qué buscaba el lector?
Se puede pensar que siempre había una esperanza, un suceso que pusiera fin al dolor, que los hijos no fuesen un castigo de una sociedad quebrada. Recorrer los relatos de Corazón parecía una epopeya para alcanzar una redención; como el catecismo que había que aprender para, con ingenuidad, dejar a un lado tanta culpa.
Al mismo tiempo, hubo también bastante celuloide ocupado por la catarsis. Las caras en primer plano de El acorazado Potemkin de Sergei Einsenstein (1925), plenas de desesperación por la libertad, de salir del barco y pisar tierra. No cambió el motivo, ese eje sintagmático, que arrastraba las secuencias hasta que el espectador pisara el suelo de la revolución.
Estos dos ejemplos resultan paradigmáticos para evidenciar que en la estructura estética el medio podía llegar a ser un camino de salvación: el sufrimiento liberaba, como lo indicaban los pasajes bíblicos de tanta maldad.
Ahora bien, en la actualidad, uno de los directores que abofetea con imágenes crudas es Lars von Trier. En casi todas sus películas, pero especialmente en La casa que construyó Jack (2018) vislumbra la denuncia por la violencia.
¿Quizá la misma agresión del cuento de Corazón, “El pequeño vigía lombardo”, en el que un chico muere de un tiro?
Los recursos épicos no parecen ser diferentes. Tanto en el film de Trier, como en el relato de De Amicis hay por doquier sangre de jóvenes, quienes todavía no llegaron a pensar el crimen, pero la conducta del espectador difiere.
¿Es inadecuado opinar que en la actualidad el delito se impregna en la piel, acompaña al cruzar la calle, prende el televisor y aparece como un significante convertido en una banda roja que cruza la pantalla? ¿Despiertan conmoción las palabras de un padre reporteado hasta el hartazgo por la pérdida de su hijo o de su hija?
La costumbre empuja al vicio. La noción de “abismo” o de “caída al vacío” no se vuelve ejemplar. Nada provoca náuseas, a la repulsión que obliga a quitar la vista. Es muy “de época” no esquivar. Hasta las lágrimas se contienen porque la emoción no provoca; forma parte de un argumento conocido, irredento e inasible.
Existe un regodeo inconfesable: se catalogan las víctimas ya sea por una masacre o por una enfermedad que pareciera que convierte más hombre al hombre. Acerca de las pantallas gigantes se narró bastante desde Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953). Se puso el tono en la pasividad expectante; la inacción cómplice. No hubo llanto por las ausencias.
Cabe una reflexión.
Si se camina por un territorio en el que la muerte y las víctimas forman parte de una galería común de un cementerio sin lozas que singularicen los cadáveres, ¿no será que el infierno dejó de ser castigo y pasó a formar parte de un espectáculo aburrido y monótono?
* Portada: «La casa que construyó Jack» (2018) de Lars von Trier
Etiquetas: Edmondo De Amicis, Guillermo Fernandez, Lars Von Trier, Ray Bradbury, Saturados de realidad, Sergei Einsenstein, Violencia