Blog

10-05-2022 Notas

Facebook Twitter

Por Luciano Lutereau | Portada: Juan Genovés

1.

Todos alucinamos. 

No solo cuando dormimos, sino cuando vamos por la calle y creemos que alguien gritó nuestro nombre –sea que alguien haya gritado o no. 

La alucinación comienza cuando creemos que alguien gritó nuestro nombre y no un nombre que, además, es el nuestro.

Sin embargo, no me interesa este tipo de alucinación cotidiana, sino otra más común: la que ocurre cuando creemos que vemos a alguien que conocemos en la calle. 

2.

Lo curioso es que sabemos que (esa persona) no es (la persona que alucinamos), pero creemos que sí lo es. Es interesante esta indicación para situar que saber y creer son cosas muy distintas.

Por lo general, no creemos lo que sabemos. Así es que muchas personas pueden decir y expresar en ciertos términos y luego actuar de un modo muy diferente.

Por ejemplo, decimos que creemos en la salud pública, pero quizá pagamos una prepaga. Nuestro saber a veces conmueve nuestras creencias. Esto no es un juicio de valor.

3.

El problema es que saber no facilita actuar o, mejor dicho, solo permite actuar a pesar del deseo; el saber no realiza un deseo, como si lo hace la alucinación. 

El desafío es cómo actuar de un modo que no sea alucinatorio (o delirante), aunque los actos ciertos tienen algo de la alucinación. 

Lo reconocemos en ese fenómeno paradójico de creencia: alguien cree y sabe que no; cree y no cree; cree y no lo puede creer. 

Esta es una forma de entender por qué alguien que alucina es suspicaz. No respecto de la realidad, sino de ese deseo trunco.

La alucinación es una creencia que no pasa la prueba del saber y, por lo tanto, pierde la chance de la realidad. 

El saber condesciende a la realidad, pero pierde el deseo. Se queda sin creer.

4.

Recuperar la creencia es el trabajo del acto, que no necesita apoyarse en el saber, sino en un deseo que se realiza, es decir, que se vuelve realidad -y ahora sí, pierde su condición alucinatoria.

5.

Si el yo es un sistema de representaciones, se entiende que las organice del modo menos incómodo. Así se entiende que alguien llegue y diga “Estoy bien, está todo tranquilo” o cosas parecidas. Es una defensa básica. Una forma mínima de la represión.

Así funciona lo que Freud llamaba “principio del placer”, que incluso explica por qué alguien puede contar cosas que le molestan o no le gustan, pero sin la menor intención de modificarlas. Puede ser que le alcance con no pensar en eso. 

También el principio del placer regula la capacidad de pensar; pero su fuente es uno de los descubrimientos más potentes de Freud: que antes que nada, primero que todo, alucinamos.

Nos pasamos la vida alucinando, incluso alucinamos vivir. La alucinación sirve para organizar las representaciones del yo, para pensar, para que el placer comande la vida psíquica.

6.

Así es que alguien alucina que va a hacer algo que (sabe) nunca va a hacer, espera que cambie alguien que (sabe) que nunca va a cambiar, se enoja si el otro no es como su alucinación lo conforma.

La pregunta freudiana, entonces, es cómo surge la realidad. Y lo curioso es que la respuesta no es por decepción, porque Freud concluye que la alucinación es más fuerte que cualquier frustración. 

La realidad surge más bien por desconfianza respecto del placer o, mejor dicho, cuando el displacer se impone como motor del psiquismo. Es lo que Freud plantea en Más allá del principio del placer, cuando sitúa que el displacer es fundante. 

7.

El displacer funda el deseo; es decir, la incomodidad es la huella básica de una relación con la realidad.

Por eso para Freud el elemento más importante de la constitución psíquica es la aptitud para el displacer, para inscribirlo para motor del trabajo mental (para hacer duelos, para soñar, etc.).

Esta es una forma de entender esa frase freudiana que dice que lo que se plantea como placer en una instancia no se reconoce como tal en otra.

 

* Portada: «Albor» (2018) de Juan Genovés

 

Etiquetas: ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.