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23-05-2022 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

La propia Victoria Ocampo reconoce que fue “una mezcla de motivos altruistas y egoístas” lo que la llevó a insistir en que Rabindranath Tagore se quede más tiempo en San Isidro, durante el verano de 1924. El poeta bengalí llegó el jueves 6 de noviembre a Buenos Aires. Iba camino a Perú, pero contrajo una severa gripe en el viaje y se detuvo en Argentina para tratarse mejor. Los médicos le aconsejaron renunciar a Lima, descansar unos días en el campo y volver a embarcarse para regresar a su país. Al enterarse, quizás el primer día, tal vez el segundo, Victoria se presentó en el Plaza Hotel, donde estaba alojado.

No fue sola, la acompañó una amiga. Victoria tenía 34 años: no había publicado ningún libro ni existía todavía la revista Sur, sin embargo ya era una mujer decidida. Habló con el secretario de Tagore, Leonard K. Elmihirst, y arriesgó una posible solución: “Inmediatamente le propongo que vengan los dos a San isidro. Pondré una quinta a disposición de Tagore. Le propongo esto antes de reflexionar sobre cómo voy a arreglármelas para cumplir mi promesa. Yo no tengo ninguna quinta y no sé si mis padres me prestarán la suya. Pero estaba resuelta a mover cielo y tierra con tal de encontrarle a Tagore un refugio agradable y tranquilo para su convalecencia”.

Así lo cuenta en Tagore en las Barrancas de San Isidro. Ese libro fue un pedido de Krishna Kripalani, un escritor y activista indio que fue durante varios años secretario de Tagore. Cuando se creó la Academia Nacional de Letras de la India en 1954 fue elegido secretario. Y a los pocos años, en 1961, con motivo del centenario de Tagore, le pidió a Victoria Ocampo que escriba un libro sobre aquella recordada visita a Buenos Aires, tan determinante para ella, pero también para él. Con Tagore se hicieron buenos amigos, se escribían cartas de forma frecuente. Aceptó enseguida. Ese año, el del centenario, 1961, el libro salió en Argentina y en la india.

“Su llegada sería el gran acontecimiento del año. Para mí, fue uno de los grandes acontecimientos de mi vida”, se lee en la primera página de Tagore en las Barrancas de San Isidro, en una confesión inicial que marca el resto del libro, donde ella se lanza casi sin paracaídas a narrar escenas, anécdotas, pensamientos, lecturas, escrituras; en definitiva, a “dar testimonio” ya que “estas experiencias cuyo escenario es el laboratorio interior del ser humano exige hablar en primera persona. Este pues, como otros, será un testimonio de mis reacciones frente a la grandeza ajena”.

Así describió cómo fue la primera vez que lo vio en el hotel: “Entró, silencioso, lejano, con no sé qué inabordable mansedumbre. Estaba en el cuarto y no estaba. En su porte hay algo de la altivez en llamas. Algo de ese desdén soberano con que miran a quien las mira. Pero una dulzura avasalladora mitiga la altivez. A pesar de sus 64 años (la edad de mi padre, pienso) ni una arruga en la frente, como si ninguna preocupación hubiera podido alterar la tranquilidad de esa piel dorada (…) Como lo había previsto, la presencia real de ese hombre, tan íntimo a mi corazón, cuando no sabía de él más que sus poemas, me paralizó”.

II

Victoria no consiguió la Villa Ocampo, donde vivían sus padres, pero sí la quinta Miralrío, que era de su prima, ubicada en La Salle y Brasil, en Punta Chica, partido de San Isidro. Seis días después, el 12 de noviembre a las 15:00, Tagore y su secretario llegaron en el auto junto a Victoria. “Aquella tarde el cielo se puso cada vez más amarillento, con nubarrones oscuros. Nunca había visto nubes tan pesadas, tan amenazantes y a la vez tan radiantes”, escribe. Lo primero que hizo fue mostrarle el balcón de la habitación donde se alojaría: la vista al río. “Ese paisaje era el único regalo digno de él y no lo olvidaría”. Efectivamente no lo olvidó.

En las cartas que luego, años después, le escribiría a Viyaya —así la llamaba él, traducción sánscrita de Victoria—, recordaría “el juego constante de los colores sobre el gran río”. Ella se quedó en Villa Ocampo, Tagore en Miralrío, “pero iba diariamente”. Iban a ser ocho días, pero la estancia se prolongó hasta el 4 de enero de 1925. Y en esos tres meses vivieron, como se representa en la película de Pablo César Pensando en él —una producción entre India y Argentina de 2018 con Víctor Banerjee y Eleonora Wexler como protagonistas— una suerte de amistad romántica, una especie de amor platónico.

Ese mismo año, 1924, antes de saber siquiera de la visita del poeta, Victoria le había dedicado una efusiva nota en el diario La Nación. Era su cuarto texto que allí publicaba. Lo tituló La alegría de leer a Rabindranath Tagore. Era, confiesa, “una carta a Tagore transformada en artículo”. Ahí escribió, con acentuada devoción: “¿Cómo es que el dolor desconsolado de no poder conocer del todo el corazón de quien queremos, lo mismo que el dolor de no poder hacerle conocer del todo el nuestro, resultan exentos de amargura cuando es Tagore quien nos habla de ello?”

III

Diez años antes de la visita, Victoria Ocampo, a sus veintipico, tiene en sus manos la traducción francesa de Gitanjali, publicada originalmente en 1910, a cargo de André Gide. Para entonces, Rabindranath Tagore ya había sido condecorado con el premio Nobel de Literatura. Es que la traducción inglesa de ese libro —que en realidad es una antología: reúne Gitanjali y unos cuantos poemarios más—, a cargo del irlandés William Butler Yeats bajo el título Song Offerings, salió en 1913 causando gran entusiasmo en Occidente. Políglota como pocos, Victoria también leería aquella edición y la disfrutaría de igual manera.

Pero ahora, 1914, Victoria Ocampo lee esos poemas con una fascinación inédita en ella. Está apoyada en una chimenea de mármol blanco, en un cuarto tapizado de seda gris claro —”la casa ya no existe, ni los que me rodeaban en aquellos días”, escribe en el libro—, releyendo una y otra vez, buscando significados ocultos, interpretando sentidos nuevos, dejándose llevar por ese “bálsamo de ternura” que le ayuda “a pasar de lo irreal a lo real, que es el mundo del espíritu”: “lloraba de alegría y de enternecimiento al leer unos poemas que llegaban a mí de tan alto y de tan lejos sin darme la sensación de la extranjería”.

IV

Este vínculo no resulta interesante sólo para nosotros, lectores ocultos en el sur del mundo. En la década del ochenta, por ejemplo, la poeta e investigadora india Ketaki Kushardi Dyson reconstruyó esta historia en el libro Un encuentro fecundo: Rabindranath Tagore y Victoria Ocampo, cuyo título original podría traducirse como En tu floreciente jardín de flores…, tal vez más acorde al elemento poético que pulula en la relación entre ambos autores. Allí se explora, no sólo el vínculo personal, artístico e intelectual, también la fecundidad del encuentro entre Oriente y Occidente.

Otro libro es el de Rani Chandra, Alapchari Rabindranath, traducido al inglés en 1942, donde Tagore, que es entrevistado, habla de Victoria y la define como “una persona altamente cultivada, muy leída e informada”. También se muestra sorprendido por su actitud servicial, por lo que reflexiona: “Las mujeres, en Occidente, expresan su amor a través de acciones positivas, a través de algún servicio tangible. Su amor es una clase de amor que eleva, que enaltece”. Esta cita está en Tagore en las Barrancas de San Isidro. No es difícil imaginar el alegre orgullo de la escritora argentina ante este halago, a tal punto que lo pone en su libro.

“Poco a poco Tagore domesticó al joven animal salvaje y dócil a la vez que era yo, y que no dormía, de noche, como un perrito cualquiera, simplemente porque estaba fuera de los usos y costumbres”, escribe. Hay un diálogo que está en el libro, también en la película Pensando en él. Ella le dice: “Usted debió ser un muchacho muy buen mozo cuando estudiaba en Inglaterra. Todas las inglesas debían estar perdidamente enamoradas de usted, ¿no?” Una mirada fija, un acercamiento al rostro de Victoria —en la película se vislumbra algo de seducción—, responde “of course”, y se echa a reír. Luego se abrazan; ella no puede contener la emoción.

Mediante los poemas de Tagore, Victoria cruzaba a la India, a Oriente, al hinduismo, y se reconciliaba con la religiosidad, una distinta a la de su infancia, lejos del “Dios vengador, exigente, mezquino, implacable, limitado”, el que ya no creía, sino a la de un “Dios que me entiende y a quien yo no entiendo”. En el prefacio de Song Offerings, Yeats escribe que un lector indio le dijo que Tagore “es el primero de nuestros santos que no ha rehusado vivir, pero ha hablado desde la Vida misma, y por eso lo amamos”. Son palabras poderosas, incluso mitológicas que Victoria lee como si estuviera —es efectivamente lo que sucede— frente a una gran verdad.

V

Otra cuestión interesante de Tagore en las Barrancas de San Isidro es el contrapunto con Mahatma Gandhi: la cooperación entre Oriente y Occidente. Tagore, como lo sostuvo siempre, creía que “ningún pueblo puede salvarse separándose de los otros”. Gandhi, por el contrario, buscaba una “forma especial de no-cooperación frente al Imperio Británico”. Los periodistas que lo fueron a ver a la Villa Ocampo insistieron en preguntarle por lo que ocurría, no sólo en la India, también en el mundo. “Soy un educador y un poeta, no un político”, respondía. Era una manera de no escarbar sobre un tema que lo tenía demasiado preocupado.

Tagore pasó los tres meses en San Isidro, salvo una semana en que se fue a la costa: estuvo en Mar del Plata y en Chapadmalal, en la estancia de Martínez de Hoz, “puesta a mi disposición por sus siempre hospitalarios dueños”, escribe Victoria. Más allá de ese viaje, estaba siempre en la quinta Miralrío. Recibía visitas de admiradores argentinos, periodistas, escritores, lectores. Y de Victoria, por supuesto. Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba solo: descansando o escribiendo cartas y poemas. Quizás por eso, en un diario de la época lo definieron como “el solitario de Punta Chica”.

Pero el tiempo compartido entre ambos llegó a su final. Siguieron escribiéndose. Se volvieron a ver en París en 1930. Ella supo de su estadía en la capital francesa y fue al encuentro. Él le mostró una serie de cuadros que había pintado y ella gestionó, ahí mismo, en París, una exposición. Tagore murió en 1941, a los ochenta años de edad. Al enterarse, suaves lágrimas rodaron por las mejillas de Victoria. Veinte años después rememoró su visita, las cartas, sus libros, las primeras lecturas, las últimas y cómo modificó su vida el gran poeta bengalí. Fue su homenaje. El homenaje de su mejor lectora, desde el sur del mundo.

 

 

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