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16-06-2022 Notas

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Por Máxima Guglialmelli | Portada: David Teniers el Joven

Una vez un hombre confundió a su mujer con un sombrero y una vez a una embarazada la mordió su gato. El 19 de abril de 2022, en una polémica maniobra veterinaria, me mordió la mano mi gato. Lo que hubiera sido una anécdota cómica —“la embarazada a la que la mordió el gato”— se tornó una historia que, aunque no deja de tener sus momentos graciosos, trata sobre una procesión en un sistema médico maquinal donde el dolor, la angustia y el sujeto no tienen lugar. Aún así, es una historia llena de amor y cuidado. 

Vine porque me mordió el gato

“No vayas a la guardia, tomá antiinflamatorio” me dicen dos veterinarias jovencitas y despistadas. “Estoy embarazada, me voy para la guardia” les respondo mientras miro las tres heridas profundas, siento el brazo completamente entumecido y la sensación de estar al borde del desmayo.  

Mi marido me busca y me lleva a la guardia de una de esas clínicas famosas de barrio norte. Allí le digo a un médico joven y un poco despistado “vine porque me mordió la mano el gato y estoy embarazada”. El médico titubea, me mira asombrado y me llevo el primer aprendizaje de esta procesión: los médicos les tienen miedo a las embarazadas y no saben muy bien qué hacer con ellas. Está bien, las embarazadas somos personas infladas y repletas de hormonas, yo también nos tengo miedo.

El joven traumatólogo duda, descarta hacer una radiografía o resonancia, llama al servicio de obstetricia, descarta analgésicos o antiinflamatorios, venda y receta antibióticos. Cuando el médico dice “tengo una embarazada a la que la mordió el gato”, miro a mi marido y ambos largamos una carcajada.  

La embarazada a la que la mordió un gato parecía una historia digna de Oliver Sacks, pero lo que no sabíamos es que ese día comenzaba una procesión de guardias, antibióticos y médicos: 16 traumatólogos, 3 infectólogas y 2 clínicos en un lapso de 50 días sumado a cajas y cajas de una amplia variedad de antibióticos. 

Si la inflamación no se va, ¿el dolor vuelve?

En los días siguientes me encontré con un dolor muy profundo que se agudizaba cada vez más y una mano que parecía de ciencia ficción. Volví dos veces a la guardia y todos coincidían en que la inflamación causaba dolor, que era cuestión de tiempo. ¿Cuánto? No sabe / no contesta. ¿Analgésicos? Imposible, estás embarazada. 

El dolor se volvía cada vez más envolvente y paralizante. La tercera vez que voy a la guardia un traumatólogo musculoso me dice “tenés una celulitis” (en criollo, una infección de la piel) y con temor (¡ay!, ese pánico a las embarazadas), llama al servicio de obstetricia para consultar un tratamiento antibiótico. A pesar del nuevo tratamiento antibiótico el dolor se vuelve cada vez más paralizante y un nuevo médico me dice “hay que esperar a que haga efecto el antibiótico”. 

Me aferro a esa idea, aguanto un dolor que me ahoga. Por algunos días lo único que hago es ver médicos que cambian varias veces el antibiótico. Mi obstetra, Mario, recibe pacientemente mis whatsapp y llamadas con angustia y preocupación. 

Pienso en mi bebé y me sostiene ese pensamiento. Lloro, estoy tirada en una cama, no duermo, no como, bajo de peso, no me reconozco en el espejo. Pienso en que me voy a morir embarazada por una infección. Escucho a mi hijo de cuatro años preguntar “¿cómo podemos ayudar a mamá?” Veo a mi marido y a mi mamá cada vez más cansados, preocupados, desfigurados. 

El dolor, ese dolor, es otra cosa, es un más allá del dolor. Cuando se llega a ese más allá todo se vuelve abstracto y lo único que hay es ese dolor. Quizás el rasgo más peculiar del dolor es la soledad. El dolor es inasible incluso para uno mismo. Ese dolor desvincula del otro: los amigos, la familia, los compañeros de trabajo. El dolor del cuerpo es de a uno.  

Los sucesivos médicos que me atienden parecen desorientados. Todo es impersonal y efímero: me recetan un nuevo antibiótico, consultan con obstetricia y desaparecen de mi vida. Comienzo a entender que es necesario hacerme cargo de mi mano, de mi cuerpo y de mi dolor. El cuidado y el conocimiento de uno mismo como medicina del alma, pienso.

Esto es otra cosa

En esos días voy a ver a una infectóloga. La infectóloga acierta con un antibiótico que mejora el cuadro y me sugiere continuar el tratamiento con un traumatólogo que me haga una resonancia: “si hay infección ósea estamos hablando de otra cosa”. No obstante, no me deja lugar para una segunda consulta. Conseguí su turno de casualidad, navegando en las páginas de mi prepaga y especulando con irme al Hospital Muñiz, no sabría ni cómo pedir una nueva consulta. 

Con la infección lentamente mejorando, nos arrojamos a una nueva procesión acompañada de mi marido, mi mamá y mi mejor amiga. Un yeso, dos férulas, una muñequera, un día entero debatiendo si era necesario una operación de urgencia pero ninguna resonancia (a pesar de mis insistentes pedidos). Es la primera vez que fantaseo con perder mi mano y me angustio profundamente. ¿Cómo voy a cuidar de un niño de cuatro años y una bebé sin una mano? ¡Y todo por una mordedura de gato!

En un reconocido hospital privado voy a ver a un especialista de mano con un extenso currículum. Son las 7:30 am de un lunes y el servicio de mano de este hospital está abarrotado. El funcionamiento del servicio es maquinario, deshumanizado y eficiente. El doctor me atiende sin siquiera saludarme y sólo atina a leer lo que dice la pantalla de la computadora. No me ve, no me escucha, no me registra. Me agarra con fuerza la mano tiesa y deformada mientras me retuerzo del dolor. 

Hay algo de la atención médica institucionalizada que, aún hoy, funciona con una lógica objetivante. El paciente es un cuerpo pasivo en una serie de cuerpos, a la manera de la fábrica. El cuerpo mismo es una fábrica de músculos, nervios, tendones, huesos y carne con cierta funcionalidad mecánica. Es un hospital máquina, un consultorio máquina y un cuerpo máquina. Para este médico este cuerpo-máquina no tiene dolor ni subjetividad.  Este médico no tiene miedo a las embarazadas, creo que ni registra que lo estoy.

Con celeridad sentencia que la infección ya está curada, que no hay daño óseo y que necesito rehabilitación. Me enojo, le digo cómo podía ser que la infección hubiera desaparecido si hacía tres días un laboratorio la confirmaba. Le pido extensión del antibiótico y le advierto “yo estoy embarazada, la mano es algo local que no arriesga el embarazo, pero si la infección se generaliza esto es otra cosa”.  No me da antibiótico, me dice que vuelva en dos días si veía síntomas infecciosos y se va sin saludar y sin darme lugar para pedirle un certificado laboral.

Esta experiencia me confirma algo que ya sabía: los títulos no sacan lo bruto. 

Salgo del hospital con una angustia que invade todo mi cuerpo y lo único que atino a hacer es a sacar el primer turno que encuentro con una infectóloga. Ahí entró en mi vida Cecilia. 

Cecilia

Al consultorio de Cecilia voy con mi mamá. Como en la sala de espera hay mucha gente, las secretarias piden que ella se quede afuera, protesto, me dicen que la llaman cuando me toque a mí. Cecilia me recibe sin mucha espera, le pregunto si puede ingresar a la consulta mi mamá y me responde “por supuesto, cuando uno está en una situación médica difícil es muy importante sentirse bien acompañado”. Mi cuerpo máquina vuelve a ser un cuerpo sujeto y me siento, por primera vez en varias semanas, cuidada por un médico. 

Cecilia me escucha atentamente, me contiene, me pregunta por la bebé, por mi vida, comprende mi angustia, mi dolor, mi preocupación. Cecilia me trata como a un sujeto y entiende que soy una mamá preocupada por su bebé. Promete contactarse con mi obstetra, me deja su teléfono y a partir de ese momento comenzamos juntas un largo camino de combinación de antibióticos, laboratorios, interconsultas, llamados y contención.  

Ese día aprendí algo que un poco ya intuía: la angustia y el dolor orientan. Si un médico produce angustia o ignora el dolor, hay que rajar de ahí. 

Cecilia me dice: “vamos camino a que esa mano se parezca a la otra”. Miro mi mano, que solía ser flaca, venosa y de dedos largos. Es mi mano, pero es también la de mi mamá y la de mi abuela.  

Carlos y María

Al otro día del “traumatólogo operario” me voy a ver un poco a ciegas a un nuevo traumatólogo, Carlos, del cual no esperaba demasiado. Carlos cree que el cuadro mejorará rápidamente y me da algo para desinflamar. Como no mejora, vuelvo a verlo a la semana y lo noto preocupado. Finalmente me ordena la resonancia (que tantas veces había pedido) y se confirma lo que para mí era evidente: había daño e infección en el hueso.

Carlos empieza a hablar con Cecilia, me ve cansada, me advierte que mi recuperación va a ser muy lenta. Comienzo, gracias a su palabra, a hacerme a la idea de una recuperación que llevará meses. Mi embarazo está promediando su mitad, entiendo que quizás no estaré completamente recuperada para cuando la bebé nazca. El diagnóstico y el pronóstico me permiten ordenar mi vida y mi trabajo a esta nueva realidad. La angustia deja de ser por la incertidumbre y es una angustia de pérdida, un duelo por muchas cosas planificadas y una vida suspendida hasta la recuperación. 

La vida suspendida no es una posibilidad en una sociedad del burnout que exige productividad, eficiencia e inmediatez. En un mundo donde producimos y somos producidos todo el tiempo no hay lugar para lo inesperado, para la pausa, para la enfermedad. Los tiempos del cuerpo sujeto no son los mismos que los del capital. Todo lo queremos ya. Frenar y darse tiempo a curar implica pérdidas económicas y culturales, no hay lugar ni tiempo para sanar. 

Ahora es hora de recuperar una mano tiesa, adolorida, inmovilizada, edematizada, caída y deformada por la infección. Y ahí entra en mi vida María, la terapista ocupacional. 

Lo que más me causa de María es su paciencia, dedicación y perseverancia. No pasa un día sin que me vea una o dos horas, para empezar a recuperar movilidad, fuerza y forma. 

De a poco empiezo con algunos movimientos, luego fuerza, luego la muñeca. En el consultorio soy la única que va todos los días. La mayoría va después de una fractura o una operación, yo soy la embarazada a la que la mordió el gato. 

El dolor ahora deja de ser paralizante y es otro dolor. Me hago a la idea de que, para superar el dolor, es necesario soportarlo y entonces el dolor adquiere una dualidad: el más allá del dolor paralizante y el hacer con el dolor para superarlo. El dolor del cuerpo no aparece entonces como algo muy diferente al dolor de una pérdida. Hay que trabajarlo y elaborarlo.

Del cuerpo objeto al cuerpo sujeto

El cuerpo se lesiona, se enferma y duele. Eso contiene una dimensión biológica-anatómica a tratar. El riesgo de un sistema de salud fragmentado, heterogéneo, maquinal y deshumanizado es no advertir la dimensión subjetiva y socio-política del proceso salud-enfermedad. 

Un tratamiento de salud que no advierte la dimensión subjetiva lejos está de su pretensión y autoproclamación de eficiencia. Por el contrario, un tratamiento sobre un cuerpo objeto es solo eso, un tratamiento. En cambio, un tratamiento sobre un cuerpo sujeto adquiere una dimensión de cuidado de los otros. Sanar requiere amor y exige cuidado. 

—¿Cuándo te veo? —Me dice amorosamente María-

—Cuando vos puedas.

—¿Te venís mañana? 

* Portada: «Barbería de monos y gatos»
(siglo XVII)
de David Teniers el Joven.

 

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