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15-06-2022 Notas

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Por Constanza Michelson | Portada: Alice Neel

Mi mamá primero fue un olor, con mayor precisión diría que un pedazo de tela; yo agarrada a su camisa de dormir verde agua. Tenía miedo (todos teníamos) de que el diablo me llevara en la noche (en realidad se la llevaba a ella). 

Mi mamá era bonita. Todavía es. Pero dicen que de joven era de las bonitas bonitas, y dicen también que ese tipo de bonitas llevan la tragedia de que se les acercan los más narcisistas, los bravucones sin ley ni respeto; es que parece que a los hombres les asusta hablarles a las bonitas bonitas. O les hablan como idiotas. 

Mi mamá iba y venía, nerviosa. Linda siempre. Arreglada. 

Un día me perdí. Veía piernas de gente grande y me agarré con fuerza a las de una mujer que sabía no eran de mi mamá. Pensé, o creo que pensé, que tenía que aferrarme a una mamá, cualquier mamá. De grande he replicado esta estrategia cuando me pierdo demasiado. 

Yo sé que mi mamá también me mira, aunque nunca la pille mirándome. Siempre está nerviosa. Arreglada. Va y viene (a veces no me doy cuenta cuando se escapó. Es un poco Houdini). Pero sé que me mira por las cosas que me dice. Cosas que solo sabe alguien que te mira con la atención que requiere el amor (desde luego también el odio). 

Una vez me dijo que yo no me había dado cuenta, pero mi guagua, mi primera guagua, se reía. Me acerqué a la cuna (a la cuna chica adentro de la cuna grande. Yo era una primeriza aterrorizada. Nerviosa. Desarreglada. Iba y venía. Pero no veía) y era así tal cual, mi primogénita había aprendido a sonreír. Mi mamá me dijo, sin decirme, que tener una hija no era parir una, sino que madre es algo más parecido a un verbo, una cosa que se hace, unas formas de ver, que seguramente algo tienen que ver con la posibilidad de la risa. Un verbo de conjugación compleja. 

Otra vez me dijo algo que es la versión que más me gusta de ella. Un día tomábamos café, calculaba que ya era tiempo de jubilarse (cosa que creo nunca hará. Ella siempre dice cosas. Va y viene) y reconoció que llevaba tanto tiempo mintiendo, diciendo que tenía una profesión que no tenia, una profesión improvisada en el tiempo de la desesperación. Pero —pensó— que al final, era verdad que era eso que dijo tantas veces. Su oficio y ella son una creación mutua, como una escritura. Creo que me dijo dos cosas en esa oportunidad: que la verdad es otra cosa que un dato. Y lo segundo: que su herencia es el sentimiento de vida. Mi mamá nunca nos leyó cuentos, y se quiso morir unas cuantas veces, pero nos dejó esa pepita pulposa.

Tengo varias mamás a las que recurro. 

El pedacito de tela. Pero esa no me gusta, es sin distancia, demasiado narcótica, sin esperanza. Me vuelvo unas garras que no sueltan. Pero no voy a renegar de ese recurso.

Otras veces mamá es una forma de ver que me vincula, para que ocurra la risa. 

Otras, es el deseo de la vida en mí. Siento gratitud infinita.  

Madre es el susurro para calmar —eso lo descubrí con mis propios hijos—, es también (esta es la mejor mamá) cualquier cosa que dé espacio: una palabra, la paciencia, concentrarse en algo. Y es que madre no es el origen —creo que eso lleva a cometer unos errores trágicos— sino algo que dice Pascal Quignard sobre el paraíso: no es un espacio anterior al que volver, más bien es el punto de nacimiento del espacio. “Hay un fragmento de útero por encima de la vulva donde se aloja el embrión, donde el embrión se enrosca, un punto que forma una bolsa y va creciendo en volumen hasta volverse espacio”. 

No basta la carne humana para nacer. Todo se trata del nacimiento del espacio para existir. 

 

* Portada: “Nancy y Olivia” (1967) de Alice Neel

 

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