Blog
Por Maria Eugenia Arpesella | Portada: Gaetano Esposito
I
Los templos de la iglesia luterana en Dinamarca se vacían sin remedio mientras el pastor Johannes Krogh disputa el obispado. En su último alegato para conseguirlo, se dirige a sus competidores y a los miembros de la iglesia nacional: “Yo creo en Dios, y decirlo es más controvertido que contarles cuándo tuve sexo por última vez. Eso no se los voy a contar, pero decir ‘yo creo en Dios’ es algo muy íntimo, ¿verdad?”.
La escena corresponde al primer capítulo de la serie danesa Algo en qué creer, de Adam Price, también creador de Borgen, y en su primera aparición, el inefable y carismático Johannes pone en caja el asunto: hablar de Dios, creer en Dios, es un tema que nos da pudor y del que no hablaríamos en una reunión que supere las dos o tres personas.
El discurso del pastor Johannes Krogh sigue así: “Sé que la gente moderna necesita creer, necesita pensar o sentir cosas que no se pueden medir. La música, un momento de poesía, el anhelo de un ser querido, el amor de un niño o la ayuda que de repente obtienes cuando la tierra se abre bajo tus pies. El gran misterio de la vida. Todo es parte de Dios”.
Algo en qué creer trata sobre la inestable relación de los creyentes con la fe en un mundo en el que la religión, en especial el cristianismo, ha perdido protagonismo en la vida en Occidente, donde todos parecemos convencidos de que podemos arreglarnos sin Dios. De hecho, ¿cuántas personas conocemos que lean los Evangelios o vayan a misa sin hacernos sospechar que están medio chiflados, en rehabilitación o esconden un costado oscurantista?
Pensar que cualquier discurso de índole espiritual es irracional nos llevó a adoptar prejuicios antirreligiosos que se volvieron tan poderosos como el más común de los sentidos, de modo que cualquier experiencia mística que sobreviva al imperio de la razón, desde la Revolución Francesa a esta parte de la historia, suele ser arrojado al patio trasero de la superstición o, en el caso del cristianismo, a la mera tradición. En consecuencia, nuestra relación con la religión católica se transformó en un folclore universal (el único posible) que sobrevive en el lastre de la catequesis, la liturgia del bautismo, las festividades y los feriados. Pero la historia de este escepticismo es un poco más extensa y compleja.
El rechazo jacobino a la religión desplazó las preguntas sobre la fe al terreno de la intimidad de las personas primero y hacia otras opciones espirituales después, sobre todo desde el surgimiento contracultural del new age en los años 60 hasta sus versiones más contemporáneas, lo cual sugiere que, en el fondo, persiste la necesidad de creer en algo. ¿Pero en qué?
Como sugiere el pastor Johannes Krogh, todos compartimos la necesidad de aferrarnos a alguna idea más o menos poderosa que interfiera en nuestra conversación íntima (unas palabras bondadosas, una plegaria, una canción) porque el anhelo de trascendencia, la posibilidad del milagro, el destino del alma y el temor a la muerte, son preocupaciones existenciales tan humanas como la razón. Sin ir más lejos, cuando Alan Moore cumplió 40 años, en lugar de aburrir a sus amigos con una típica crisis de mediana edad les anunció que se había convertido en mago. A pesar de su crítica a las religiones, Moore nunca abjuró de la espiritualidad y mucho menos de su sustancia más elemental, la palabra, origen de toda creación. Para Moore, de hecho, la magia y el arte son la misma cosa, y por eso en su documental Mindscape se permite señalar que la ciencia empezó como un derivado de la magia hasta que se divorciaron y se convirtieron en amargas enemigas. Entonces, se pregunta ¿no sería legítimo sospechar que en la actualidad las dos están creciendo juntas otra vez?
II
Es cierto: el siglo XXI, diseñado por la dinámica rabiosa del postcapitalismo, el consumo desbocado, las tecnologías de la información y la inteligencia artificial, no logra contener la sed espiritual. Es más: el futuro suscita más temor que esperanza, mientras que la fascinación que produce el flujo de datos que consumimos nos resulta cada vez más efímera, y el desencantamiento del mundo se vuelve una carga demasiado pesada, como una resaca en bucle.
Pero, a pesar del escepticismo generalizado, lo religioso no retrocede, sino que con la ayuda del mercado se transforma y crece.
La secularización del mundo ya no pareciera avanzar al mismo ritmo que lo hizo desde los albores del capitalismo, cuando el progreso de la humanidad parecía indefinido. De hecho, buena parte de la literatura científica apunta a que, a lo mejor, quizás, sea buena la idea que tienen los megamillonarios: fundar colonias espaciales, o sea, rajar. En cambio, para nosotros, cada vez más aturdidos y empobrecidos, hay una enorme oferta de alternativas espirituales para encontrarle el agujero al mate: palabras bondadosas y alguna que otra idea de trascendencia, sosiego o superación que se articulan desde la muy difundida industria de la autoayuda, el mindfulness o el retorno a las antiquísimas artes adivinatorias (principalmente el tarot y la astrología) hasta las nociones más vagas de “las energías” o las terapias con cristales.
Tal vez el síntoma más visible de la potencia de estas opciones sea la reacción de la comunidad científica, que viene poniendo el grito en el cielo (sobre todo en el ecosistema de las redes sociales) ante el firme avance de estas prácticas esotéricas a las que acusan de engañosas y hasta peligrosas, y que tienen cada vez más adeptos, sobre todo, en jóvenes entre los 19 y los 40 años. También el Papa Francisco levantó cautelosamente la perdiz al advertir en su primera exhortación Gaudium Evengeli sobre el peligro de “encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de un individualismo enfermizo”. Y alertó: “La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro”.
Desde ya, oponer la fe cristiana a las otras opciones de creencias sería una tontería: no son homologables en la historia ni en la complejidad de sus sistemas, aunque sí sería prudente diferenciarlas y entender por qué hoy unas prevalecen sobre otras, principalmente al observar que tienen matrices ideológicas bien diferentes. En tal caso, ¿creer en el Espíritu Santo o en la reencarnación de Cristo se contradice con una lectura de nuestra carta astral?
En mi carta natal, por ejemplo, el emplazamiento de un planeta en determinada casa astrológica sugiere que voy a inclinarme a cuestiones religiosas recién al final de mi vida. Según mis propias creencias debería plantearme seriamente ir cambiando de tema, pero sigamos.
Buena parte de estos razonamientos se apoyan en un estudio sobre religión que hizo recientemente el Conicet y que se denominó “cuentapropismo religioso” o “proceso de individuación de la fe”, y que intuitivamente podemos relacionar con la píldora del “hazlo tú mismo” o el aterrador “sé tu propio jefe”. Estas disciplinas alternativas que han empezado a expandirse con éxito entre la población argentina apuntan exclusivamente al individuo y la autosuperación; ya no se trata de realizarse en comunidad, con los otros, para que advenga el Reino de Dios, sino de una nueva ideología religiosa que exige creer principalmente en uno mismo, ofreciendo a partir de la falacia de la validación personal un catálogo extensísimo de herramientas para lograrlo.
III
El imperio Mia Astral es el caso más a mano de una “espiritualidad de mercado”. Gracias a su popularidad, su diversificación y segmentación de servicios, la venezolana Mia Pineda construyó un modelo de negocios que replican emprendedores espirituales e influencers de todo el continente. Desde su centro de operaciones en Miami, acumula una legión de seguidores de habla hispana a los que les ofrece un paquete de contenidos (algunos gratuitos, otros pagos) que van desde clases de yoga y meditación hasta consejos de coaching ontológico, astrología y cabalística, sin olvidar su última incorporación, quizás atenta al generoso público argentino que la sigue: el psicoanálisis.
Pero volviendo al estudio, además de demostrar que cada vez son más los ateos y las ateas en Argentina, el análisis del “cuentapropismo religioso” puntualizó que 6 de cada 10 creyentes se relacionan con Dios por su propia cuenta y sin intermediarios, es decir, sin tener relación con los templos o iglesias.
Hace unos años, en la Facultad, conocí a un chico que integraba la, por aquel entonces, minúscula secta de los liberales libertarios de Rosario. Una vez, este chico reconoció que la movida más importante que los liberales libertarios habían armado en todo el país se había hundido con la designación de Jorge Bergoglio como Papa: la campaña de la apostasía colectiva. A esta campaña se sumó también la del pañuelo naranja, que bregaba por la separación entre la Iglesia y el Estado y que sumaba tanto a liberales de derecha como a militantes de la socialdemocracia y las izquierdas ateas. El objetivo común era desfinanciar a la Iglesia y debilitarla políticamente. “Que cada uno se pague su fe”, rezaban… Pero “el Papa del fin del mundo” despertó un inesperado entusiasmo entre muchos de los tibios creyentes católicos que, lejos de arrepentirse y renunciar a sus sacramentos, empezaron a ver con otros ojos a la institución vaticana. La renuncia a la infalibilidad papal, la enérgica condena al neoliberalismo, la descentralización de la iglesia y el retorno a la doctrina social fueron los primeros gestos del Papa Francisco para recuperar el apoyo de sus propios fieles.
Aún así la campaña de apostasía tuvo un nuevo aventón en 2018, durante la discusión parlamentaria por la despenalización del aborto. Esta vez, se hermanó con la campaña nacional por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito. Lo paradójico fue el protagonismo que tuvieron las Católicas por el Derecho a Decidir, empezando por la elección del color verde del pañuelo que hoy es emblema global de la lucha por los derechos reproductivos de las mujeres alrededor del mundo. El pañuelo celeste, insignia corporativa de las iglesias evangélicas, confrontaba con el verde, impulsado por el movimiento de mujeres del que también participan activamente las católicas. En aquella oportunidad, en medio de este carnaval de pañuelos, también Cristina Fernández de Kirchner apretó el pomo (de salón) diciendo: “No podemos dividirnos entre los que rezan y los que no lo hacen. No podemos dividirnos en pañuelos verdes y pañuelos celestes”.
Cuando el debate empezó a resquebrajar a su movimiento, CFK llamó a superar diferencias de colores y encolumnarse detrás de la bandera de la justicia social y la ampliación de derechos frente al avance del neoliberalismo. Finalmente el aborto se convirtió en ley un año después. El que se quedó sin el saludo navideño por parte de la cúpula eclesiástica argentina, por otro lado, fue el presidente, aunque probablemente entienda que las transformaciones culturales y sociales siempre son lentas, de abajo para arriba, y que se resuelven en el tiempo más allá de supuestas dicotomías absolutas o irreconciliables.
De aquella marea verde e histórica, por cierto, vale la pena reparar en el posicionamiento de las feministas católicas que, lejos de plantear una escisión entre su fe y sus convicciones, defendieron la necesidad de transformar el dogma de la iglesia a partir de su fe y sus convicciones, y no a pesar de ellas.
Lo que estas mujeres hicieron no fue más que dar otro paso a través de una vieja pregunta sobre el lugar de la fe, que sigue astillando preceptos, no solo en la intimidad de los creyentes sino en la iglesia misma y en cada escenario de discusión social, aun cuando todo pareciera indicar que se está diluyendo. En definitiva, la fe “es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hebr.11, 1), es decir, también puede ser una condición de posibilidad para que las cosas sean diferentes.
A Simone Weil le decían “la mística del siglo XX” o “la virgen roja” porque, además de filósofa y comunista, experimentó una larga y profunda conversión al cristianismo que le valió el juicio de sus contemporáneos sobre su probidad intelectual. En una de sus largas conversaciones epistolares con J. M. Perrin, Weil fue contundente sobre cualquier posicionamiento tradicional de la iglesia que no fuera esencial para la fe católica y que, además, pudiera ir contra los intereses y las necesidades espirituales del pueblo trabajador: “La iglesia puede modificar su actitud como ya lo hizo antes en cuestiones de astronomía, física y biología, o sobre la historia y la crítica. Me parece, incluso, que deberá forzosamente cambiar de actitud, que no podrá dejar de hacerlo”.
Si hoy alguno de nosotros tuviera el deseo, la necesidad o la simple curiosidad sobre los misterios de la fe, probablemente iría a su encuentro en una conversación de amigos, en la intimidad de la oración, como lo hizo Weill, o en secreto, como Nicodemo.
IV
Nicodemo fue un hombre importante entre judíos, fariseo y maestros de la ley, y en el Evangelio de San Juan se lo nombra como “el que una noche fue a hablar con Jesús”. A Nicodemo lo incomodaba que lo vieran hablando con Jesús, pero al mismo tiempo tenía sincero interés por todo el asunto de curar enfermos, multiplicar panes, peces, vino y revolear trastos en el templo; también por la vocación evangelizadora del nazareno y su entendimiento de las sagradas escrituras.
Quizás no creía, pero Nicodemo quería saber. En tal caso, con un agnosticismo curioso, pero siempre al resguardo de la mirada de los refutadores de la época, fue recibido por Jesús, y éste le dijo: “Todos tienen que nacer de nuevo. El viento sopla por donde quiere, y aunque oyes su ruido, no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Juan, 3-7).
Asombrado, Nicodemo le preguntó cómo podría nacer de nuevo si ya era viejo. Entonces Jesús, con infinita paciencia, pero sin renunciar al encantador poder de la metáfora, le explicó —en otras palabras, claro— que no alcanzaba con conocer la ley, porque eso era cosa del intelecto y la razón, no del espíritu, sino que se trataba de creer. Para estar cerca de Dios, para poder creer, era necesario volver a nacer espiritualmente. La fe viene por donde quiere y no sabemos a dónde va; sin embargo, en el trajín de nuestras ruidosas vidas, de lejos, se la escucha soplar.
* Portada: «Mujer rezando» (1887) de Gaetano Esposito
Etiquetas: Adam Price, Algo en qué creer, Cristianismo, Dios, Gaetano Esposito, J. M. Perrin, Maria Eugenia Arpesella, Mia Astral, Nicodemo, Papa Francisco, Religión, Simone Weil