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Por Enrique Balbo Falivene | Ilustraciones: Miguel López
I. Acusación y juicio
Caminaba hacia el patio y ya había atravesado las dos galerías, evitando la columnata de soporte del entablado que amenazaba derrumbe, cuando intuí que algo iba a estallar; el reloj del campanario no había marcado las nueve, la niebla se obstinaba en permanecer y tampoco había desayunado, cosa que me ponía de pésimo humor.
Algunos se afanaron en mantener cierta distancia y, el resto, apartó la mirada para cuchichear, pero lo que más me asombró fue que a la hora de formar los equipos nadie me escogió siendo yo, modestamente, un buen volante central. Mientras hinchaba el pecho y tensaba los músculos porque se iba a desatar una pelea vi que el párroco, desde lo alto de la escalinata, señalaba con el índice la puerta de salida. Me estaba echando como a un paria de aquel patio al que nunca había pertenecido, iba a la iglesia por las mañanas por una sola razón: era el único espacio de aquel pueblo capaz de reunir veintidós niños para jugar al fútbol dentro de un perímetro casi reglamentario. Corría el año setenta y ocho, tenía once años y serias dificultades para encajar con los de mi generación.
Por la tarde, en el colegio, se produjo la pelea que el párroco había interrumpido en la iglesia. Un grupo de niños me llamó hereje, rojo, ateo, pecador. A la salida –por norma tácita nunca peleábamos dentro del edificio- tuve que defenderme primero con los puños y después tirando piedras al bulto con más determinación que puntería.
Mis padres fueron citados para una reunión con el director. Ninguno de los dos acudió. Enviaron un sobre con dinero para pagar los vidrios rotos por los piedrazos y el dentista de uno de los niños, más los gastos de sutura en el pómulo de otro. Yo resulté con dos dedos fuera de lugar y un párpado como un globo en consonancia con una ceja cortada.
Hacia la noche, con el cuerpo dolorido y todavía furioso por la desigual pelea, supe las razones de la disputa: se nos acusaba, a toda la familia, de haber comido carne en semana santa, más precisamente -y esto lo recuerdo muy bien-, jamón con melón de entrante y, de segundo, lomo de cerdo con salsa de ciruelas y un puré de manzanas delicioso que hacía mi abuela.
II. Castigo y pena
“Lo que tienes que saber al respecto es que Dios no existe pero la iglesia sí, se creó para albergar sonámbulos”, había sentenciado mi padre, intentando mitigar la infamia que se cernía sobre la familia y alejar la culpa que me aplastaba porque debía empezar a jugar fútbol solo, estrellando el balón con rabia contra una pared.
Junto al descargo de alivio de mi padre llegó una desgracia: la tía Angélica, que vivía con nosotros porque descreía de los hombres, del matrimonio y de la Santísima Trinidad, había enfermado de gravedad, se quejaba de fuertes espasmos en la garganta, no podía comer y bebía con dificultad. Era evidente -calculé-, que Dios estaba ejecutando un castigo sin precedentes, aunque la tía Angélica se fumara dos paquetes de Jockey Club, de los rojos, los que raspaban, y le entrara a la ginebra como un cosaco.
Los médicos la desahuciaron, tenía un tumor en la garganta, pero aun así consintieron en operarla y reemplazarle laringe y faringe por un tubo de plástico para que el tiempo que le quedara, dijeron entre seis meses y un año, viviera, y tragara, con más o menos dignidad.
III. Peregrinos
A los dos meses de la intervención de la tía Angélica, mi madre nos anunció que nos iríamos de vacaciones a Córdoba, el paraíso de antaño donde los obreros iban a remojar sus pies al río.
Partimos con un calor estupendo en un Fiat 125 familiar color blanco que más que un coche parecía una ambulancia, mis padres, mis dos hermanos y yo, la abuela y la tía Angélica. En el maletero mi madre incorporó a Pucky, un perro ratonero, porque cada vez que nos quedábamos solos destrozábamos las plantas del patio, él con los dientes y yo con la pelota. Como éramos pocos mi padre sumó en una jaula a dos jilgueros que alguien le había regalado por la belleza de sus trinos. Con mi hermano los bautizamos Starsky y Hutch por la serie de televisión. Los jilgueros no cantaron en todo el trayecto, ni de ida ni de vuelta.
Para la expedición mi madre compró seis pollos de rotisería, garrafas de vino y agua, varios kilos de pan y muchas latas de aceitunas, sardinas y anchoas; la tía Angélica, aunque se lo habían prohibido, llenó su bolso con tabaco y ginebra Bols, su preferida.
Hicimos durante el viaje un número indefinido de paradas técnicas; mi padre le quitaba las butacas al Fiat y nos sentábamos bajo los árboles; mi madre desplegaba una parrilla portátil y asaba carne o calentaba los pollos. Mi padre que no sabía ni freír un huevo, se dedicaba más bien a hablar con cuanto viajero se acercaba y después a dormir la siesta.
Sé que una tarde llegamos a Córdoba, no podría aseverar cuánto tardamos, sí recuerdo que las provisiones se agotaron y que Starsky y Hutch continuaron sin emitir un solo trino.
IV. El santurario y la ofrenda
Durante el viaje empecé a alimentar la idea que las vacaciones eran un regalo de despedida a la tía Angélica que estaba por entrar al otro mundo, pero al llegar al hotel asumí que me equivocaba: ni la tía Angélica ni la abuela tenían reserva. Por más que mis padres insistieron desde recepción le contestaron que el hotel estaba completo y que no había forma de alojar a las dos señoras.
“A grandes males grandes remedios” esgrimió mi padre que siempre tenía un refrán a mano y nos mandó a descargar el Fiat mientras estudiaba la habitación. Después dejó a la tía Angélica y a la abuela en un reseco jardín fuera del hotel, escondidas entre los arbustos. Al rato empezó a desmontar una pequeña ventana en el baño y entró primero a Pucky y luego a Starsky y Hutch porque, los animalitos, criaturas de Dios, tampoco estaban permitidos en el hotel. Luego trajo a la abuela, su madre, que era delgada como una escoba, la levantó en brazos para introducirla desde el jardín al baño. Con la tía Angélica tuvo más dificultades porque tenía cuerpo de pera: un culo enorme y anchas caderas. Pero encontró la solución: la untó con grasa de cerdo que reservábamos para las frituras y la tía Angélica pasó por aquel ventanuco como una bala.
Todos aplaudimos la gesta, Pucky, de la alegría empezó a mordisquear las patas de la cama y Starsky y Hutch siguieron sin piar, pero movían las cabecitas de un lado a otro con entusiasmo.
V. La confesión
Mi madre organizó la habitación. Mis hermanos y yo juntamos las camas para dormir con la abuela y Pucky a los pies porque a la pequeña bestia no le gustaron nunca los suelos. La tía Angélica acabó en la bañera porque no había otro lugar; mi madre le improvisó una cama con unas mantas y una colchoneta donde Angélica encajó su culo gordo y ya no salió.
Por las noches mis padres acudían al bar del hotel como si hubieran hecho una promesa. No faltaron ni una noche y volvían a la habitación cantando y riendo. En la barra hicieron amistad con un uruguayo que se llamaba Fabio Zerpa y que estaba en Córdoba en misión científica: investigaba extraterrestres y platillos volantes. Era vecino de nuestra habitación y decía que por las noches, como en un sueño y de forma telepática, escuchaba las conversaciones de los alienígenas que habían adoptado forma humana, pero que se comunicaban en un idioma indescifrable: era la tía Angélica que desde la bañera roncaba y el eco del baño reproducía, gracias al tubo de plástico que tenía por garganta, un sonido como de un transistor en una tormenta eléctrica. Tanto insistió aquel hombre con aquello que nos fuimos de Córdoba convencidos de que la tía Angélica tenía que ser una extraterrestre: no sólo no había muerto si no que parecía gozar de estupenda salud.
VI. Redención
Cuando volvimos advertí que todo había cambiado, las calles no eran iguales y nosotros no éramos los de entonces. Empecé el bachillerato adaptándome pronto a los nuevos compañeros, al menos sobre la pizarra ya no había un crucifijo, había una imagen de Sarmiento.
En ese nuevo comienzo decidí soltar a Starsky y Hutch pero nunca se fueron. Hacían vuelos rasantes por el patio esquivando los mordiscos de Pucky y siempre volvían a la jaula que mantenía la puerta abierta. También acompañaban, infaltables, a la tía Angélica que salía al atardecer a fumar y beber grapa bajo la parra.
La tía Angélica murió pero diez años después del vaticinio de los médicos, Starsky y Hutch la acompañaron en el viaje. La enterramos en el cementerio municipal, mi madre la amortajó y le colocó en el ataúd, entre las manos, un paquete de tabaco y dos monedas para pagar el viaje al barquero por el rio de aguas negras.
Yo me volví algo apático. No volví a pelear con nadie ni a defender ninguna causa. Dejé el fútbol, guardé algunos recuerdos. Salí a la vida.
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