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21-07-2022 Notas

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Por Guillermo Fernandez | Portada: Tetsuya Ishida

Se vive desde hace tiempo en una época en la que la falta de certezas pareciera ser un diagnóstico en el que el hombre contemporáneo se acomoda, se arrellana en un diván para observar. Ser espectador es una patología que ingenuamente colabora con el miedo y la angustia de habitar el mundo.

¿Quizá el mejor control sobre las pasiones consista en recluirse en una pieza cubierta hasta el techo con televisores gigantes, como lo había descripto Ray Bradbury en Fahrenheit 451 (1950)? ¿O es que cada vez más lo distópico borra fronteras entre lo que se ve a diario y lo que se alcanza a manotear como posibilidad para escapar?

Se balbucea una lengua que edulcora los oídos y envenena la acción. Las pantallas comunes en cada casa susurran una canción para adormecer la voluntad de practicar una rebelión a lo estandarizado. Se acuna a hombres-bebés gigantes para que no lloren frente al dolor, a la demora en prepararles el alimento, y al temor de lo no acostumbrado.

Los pasos lentos pero seguros hacia la indolencia vienen con el exceso de seguridad. El miedo a trastabillar resulta una condición para no marchar hacia adelante. Pero, no todas las escenas están preparadas desde un entorno familiar o programadas desde una narrativa que prohíbe el desencanto.

Las guerras que sacuden las páginas de los diarios provocan refugiados, hombres, mujeres, niños y niñas que escapan a territorios que los reciban sin ametrallarlos. Esos seres humanos que comparten el planeta resisten ser fotografía o palabra de locutores. Hay un plus más significativo que el dolor de aquellos que no están con cámara en mano.

Quizá la imagen se estigmatizó y las lágrimas no pasan a ser más que un efecto noticioso. Cuanto más cerca se encuentra la imagen del vagón atestado de refugiados sin ropa pareciera que la somnolencia desaparece; sin embargo, la información es un arma poderosa, sutil que atonta tanto como murmullo que mece.

La violencia puede transformarse en modorra, también ¿por qué no?, en ese acto “revolucionario” que ocupa un editorial que puede llegar a leerse como otra página más.

Si el poder real que cada vez se aleja más de las convicciones, de las decisiones de los funcionarios que no desean “enemistarse” en Congresos con rivales, no jugar tanto a las escondidas en los Organismos Internacionales, se alcanzaría empujar la acción.

Las batallas comienzan a darse no solo en el seno de las familias que nunca fueron sede de mullidas “chichoneras” para que los hijos e hijas dejaran de sufrir, sino también en el cine que hunde al espectador en la butaca sin anestesiarlo, sin el hecho de testimoniar como paisaje acostumbrado o monótono.

El director Raúl Perrone cuenta en su haber una abultada filmografía direccionada a impacientar de una manera aguda y eficaz. Su película Sean eternos (2022): sus diálogos exhiben la veracidad de la palabra de aquellos “pibes y pibas” del conurbano que no cuentan para el noticiero, para aquellos periodistas que hacen del horror un espectáculo redituable.

Perrone posee la habilidad de contar sin velo, sin ese “desacople” que apura rápido la tragedia de una familia sin techo, para pasar a un aviso publicitario de artículos de hogares provistos con “todo”. Sean eternos detiene la cámara en los ojos de los que sobreviven el día a día.

Esa puesta no es una escena armada. No requiere de un especialista envestido de una credulidad impuesta por un mercado que convierte la marginalidad en un negocio.

Es posible que la matriz que llevó al cine Leonardo Favio en la mayoría de sus películas continúe en ese ejercicio de los directores actuales que se empeñan en el “despertar” como una secuencia más del fotograma.

El arte no es solo cuestión de estética.

 

 

 

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