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01-07-2022 Ficciones

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Por Sergio Fitte

Guillote salió a las corridas del consultorio, sudado, recién cogido o simplemente desalineado. Porque él es Guillote a secas (no Cóppola), sin apellido, sin madre, pero con padre y hacia allí se dirigía.

No tenía otra alternativa que contarle a su progenitor lo que estaba sucediendo. De lo contrario lo harían los de la Municipalidad con sus modales, ya era la tercera vez que se lo comunicaban, la última, mediante una carta documento.

El bochornoso sol de enero le cegaba los ojos cansados de whisky. Le habían comenzado a aparecer secuelas molestas en el hígado debido a la ingesta barata de las terceras marcas. Desde que los ladrones habían visitado su casa de soltero no compraba más etiquetas negras ni rojas. Olvidado de los líquidos aterciopelados se conformaba con tener hielo suficiente en la heladera para aguar un poco los alcoholes que raspaban como si de tragar aserrín se tratase. Nunca hubiera imaginado que el nene que cada tanto saltaba el paredón para buscar la pelota que caía en su patio, más de una vez, lo había descubierto con el vaso en la mano mirando Porhub a la espera de la llegada de alguna visita por lo general femenina que lo acompañara a pasar la tarde. El niño quedaba fascinado cuando Guillote se metía los dedos para rascarse los parásitos del ano antes de ponerse a juguetear con los hielos del vaso. El pequeño esperaba a que el dueño de casa olfateara en algún momento aquellos dedos, pero por algún motivo nunca lo hacía. En ocasiones quedó petrificado al advertir de qué manera acomodaba por colores y tamaños diferentes juguetes sexuales sobre una vitrina de vidrio esmerilado. Pero esa no es la historia.

Esta historia cuenta que la Municipalidad había sido muy clara y concisa en su misiva: “Si en el término perentorio de 48 horas no se abonan los seis meses de alquiler de la sepultura de su señora madre, procederemos de inmediato a retirar el cadáver y a devolvérselo a su legítimo esposo”.

La suma no era para nada elevada, pero Guillote no tenía en sus planes hacer el esfuerzo. Se había puesto como meta ahorrar lo suficiente para poder volver a las primeras marcas, las putas caras, los travestis que parecen mujeres y no se dedican a hacer pozos para los tendidos de gas ni tienen labio leporino. Se había juramentado volver a pertenecer al rango social de años anteriores, situación que se modificó abruptamente cuando los ladrones que mencioné en párrafos precedentes se metieron en su casa. En aquella oportunidad había abandonado unos momentos su domicilio para ir en busca de medio kilo de pan y pasar a buscar a su padre para compartir el repetido asadito dominguero. Al regresar se encontró con la casa dada vuelta. Sin los dólares. Sin los whiskys. Sin la carne ya hecha sobre la parrilla. Requisando los cuartos advirtió que su hijo no estaba en su cama. Por lo general él pasaba los fines de semana en su hogar. La duda lo carcomió durante unos días hasta que su ex le mandó un sin fin de mensajes de texto preguntándole por qué no lo estaba yendo a buscar al nene a la salida del jardín de infantes ni a todas las otras citas ya programadas. Por resguardo personal de ninguna manera podía alertar del robo a la policía, no le convenía en lo más mínimo, a esto lo tenía bien en claro. Pero esa también es otra historia. Guillote tiene muchas historias.

El paso redoblado. Las manos que le temblaban. Es la falta de nicotina, como médico me doy cuenta de estas cosas cuando sucede, pensó. Se las miró mientras avanzaban. Parecían no ser suyas. Los dedos le crecían y colgaban hasta llegar a tocar el suelo, luego volvían a su estado natural sin que experimentara ninguna clase de sensación.

Encendió un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Al que venía fumando lo mandó con la lengua hacia una de las comisuras de los labios. Colocó  el segundo lo más lejos que pudo del primero. Dejó un espacio en medio de la boca para poder respirar. Era consciente de que sin tomar oxígeno el ser humano se muere. De igual forma no dudaría en colocar un tercer cigarrillo en ese lugar si los temblores persistían. A mí nunca me temblaron las manos, se dijo entre dientes.

Tocó el timbre como un desquiciando al llegar a destino, antes de recordar que tenía las llaves de la casa de su padre en el bolso. Cuando acertó la cerradura el viejo se encontraba ya detrás de la puerta. Ingresó como una tromba. La colilla más larga se apagó contra la frente del anciano que acostumbrado a esta clase de atropellos ni se inmutó.

­­–Mamá vuelve –fue todo lo que anunció Guillote antes de desmoronarse sobre un sillón.

–Ni muerta me deja en paz, ¡¡¡la concha del mono!!!

–Qué querés que hagamos papá, si estos putos de la Municipalidad se roban todo. Donde te colgás con un impuesto, si te la pueden poner te la ponen. Y hoy por hoy, me la están poniendo.

–Pero estás seguro que tu madre vuelve; y con este calor. Imaginate el olor. Las moscas. Habrá algo que se pueda hacer me imagino. Mové alguna de tus influencias. Qué pasó con esa secretaria del Intendente que te cogías.

–No era mujer, era un travesti y no me la cogía, le daba preservativos para que repartiera entre sus amigas, así no necesitaban limpiar los ya utilizados entre cliente y cliente.

–¿Entonces?

–Nada. No hay vuelta atrás. Es pagar o pagar. ¿A vos, de la jubilación te queda algo? Yo ando pelado. Se me va mucho en prostitución.

–Mientras en la tómbola de Montevideo no salga el 23 no tengo cómo ayudarte. Le debo un fangote al de la quiniela, querido. Entonces vos decís que vuelve nomás.

–Sí papá. La desentierran el martes. La inyectan con ese producto nuevo el miércoles por la mañana y en horas de la tarde te la traen caminando. Ya tiene turno otorgado en el hospital.

–Qué cagada ¿Y esa inyección para revivirla no falla nunca?

–Nunca.

–Eso es mucho tiempo hijo.

La tensión del diálogo los dejó exhaustos. La falta de oxígeno y el calor del ambiente los aletargó por unas horas.

El padre volvió a contemplar la recurrencia con que su hijo se metía los dedos en el ano para hurgar, pero esta vez no tuvo fuerza para reprenderlo. No le llegaba bien el agua al tanque, como quien dice. Pronto una hilera de jóvenes y vigorosas hormigas husmeaban los restos escarbados que quedaban incrustados bajo las uñas.

Cuando la brisa veraniega cambió su dirección y descendió un poco la temperatura todo pareció cobrar fuerza y sentido.

–Salvo que hagamos lo que hizo don Jorge –el padre retomó la charla como si nada.

–Pero te parece, papá.

–No se hable más. De esa manera matás dos pájaros de un tiro y te liberás de la deuda por dos años al menos. Prefiero muerto que volver a aguantar a tu madre.

Hacía poco más de 6 meses se había promulgado la norma conocida como ley Don Jorge. Entre los antecedentes se mencionan el impedimento económico real que tenía el vecino Jorge S. para hacer frente al pago del canon de la sepultura de su señora esposa y madre de sus tres hijos. En el apartado de las argumentaciones se menciona el sacrilegio que tal situación significaba para una persona tan devota como el peticionante. Es así que Don Jorge ante la blasfemia de despertar a los muertos, solicitó mediante una medida extraordinaria que se le permitiera meterse dentro del cajón junto con la difunta y a cambio no se cobrara la deuda objeto de esta acción. La Municipalidad accedió al pedido de manera parcial, solo lo autorizó suspender el pago del alquiler por el término de dos años. Pasado ese límite de tiempo el canon volvería a ser exigible. Así nació la ley don Jorge.

El padre se colocó el único traje que le quedaba y junto con Guillote, que lo secundaba, partieron rumbo al cementerio. No se miraron ni hablaron hasta no llegar a la puerta del camposanto. La idea era que en cuanto los sepultureros abrieran el cajón de la madre para iniciar el procedimiento, el padre se metiera dentro del mismo. Esta era la manera habitual de saldar temporariamente la deuda y realizar una manifestación en torno a la cuestión. Era habitual que los encargados quitaran la tapa y dejaran que se airee unos minutos. Ese era el momento en que el legítimo deudo contaba con la posibilidad de introducirse junto al difunto. Consumada la introducción los sepultureros lo volvían a cerrar, a enterrar y fin de la cuestión por dos años.

En el límite de la entrada el padre continúo su camino ya solo. Sin atreverse a voltear la cabeza para observar una vez más a su hijo. Fueron las palabras de éste lo que lo detuvo.

–¿Eso es todo papá? –lo interrogó con voz dulce.

Las manos del anciano se tensaron y comenzaron a hormiguear ante la proximidad de un último abrazo de despedida. Todo su cuerpo se preparó para disfrutar ese efímero instante.

Cuando giró sobre sus talones Guillote lo esperaba con la lapicera y los papeles de la casa en la mano.

–Tenés que firmar donde está la cruz –le indicó.

El padre miró a su hijo como quien no ve nada y volvió a girar. A medida que avanzaba en dirección a la tumba de su esposa la sangre sumaba temperatura corriendo por sus venas. Mientras, pensaba que todavía no había alcanzado a hacer nada.

 

 

 

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