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04-07-2022 Notas

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Por Federico Frittelli | Portada: Slinkachu

I.

Una ciudad es una persona. Habría que decirlo mejor: una ciudad es la travesía única, tatuada en el tiempo de cada uno de los que la habitan. Los mapas urbanos que trazan los cartógrafos, con desmesurado optimismo, no son más que abstracciones: la suma de las experiencias de todos los ciudadanos. En rigor, pasar por un barrio desconocido no es más ni menos cercano que pasear por las enormes avenidas de un destino turístico internacional. Pasar es pasear.

Para que una calle, un rincón, la entrada de un edificio, el olor de las empandas de un local, cuatro o cinco caras, cierto ruido de fondo característico de zonas juveniles, un lapacho gigantesco y solitario en el patio frontal de una casa en avenida Caraffa; para que todo eso sea parte de la ciudad de uno, se debe atacar su pasividad de objeto con la fiereza de la experiencia. Se debe haber dejado un pedazo de uno en aquellos lugares que se quieran reconocer como propios. Porque no se elige la ciudad en la que se vive -y esto es un poco opresivo- pero la ciudad en la que se vive también lo protege a uno de olvidarse de quién es.

Habrá entonces ciudades rarísimas, sin ningún sentido geográfico: un manchón relativamente grande, luego una línea sinuosa de trece kilómetros a través de miles de casas y edificios y, del otro lado, el predio de una universidad. Sin duda habrá ciudades de noche y ciudades de día, ciudades bajo la lluvia y cubiertas por la niebla, ciudades que solo se acceden llorando.

 

II.

Cinco años antes, Edwin Hubble demostró -a partir de una observación de estrellas en una nebulosa- la existencia de una galaxia distinta a la Vía Láctea. La distancia con aquellos cuerpos hacía imposible localizarlos dentro de los límites de nuestra galaxia, por lo que debía tratarse de otra formación similar a más de un millón de años luz: Andrómeda. Hasta el momento se pensaba que la Vía Láctea era la única en el Universo. Ahora, en 1929, Edwin Hubble estudia múltiples galaxias mucho más lejanas de la Tierra que Andrómeda. Su estudio consiste en medir la longitud de onda de la radiación electromagnética proveniente de esas galaxias con un espectroscopio. El artefacto le permite saber si los objetos observados se acercan o se alejan de nosotros: si en el espectro las ondas se corren hacia el rojo, se alejan; si se corren hacia el azul, se acercan.

Edwin Hubble se recuesta en su asiento y paladea los resultados de las mediciones. No tiene sentido, no tiene explicación lógica de acuerdo con lo que se conoce del Universo. Si bien algunas galaxias cercanas se corren hacia el azul, por lo que se acercan a la Vía Láctea, todas las galaxias lejanas, sin excepción, todas se corren hacia el rojo. No hay ninguna galaxia lejana que no se esté alejando de nosotros, y lo que es peor, las que más lejos están se alejan más rápido aún. Todavía algo más: todas se alejan también entre ellas, proporcionalmente. La única conclusión posible es que el Universo no es estático, el Universo se expande, y al hacerlo se expande el espacio entre las cosas en él. Como si estuviéramos parados en la superficie de un globo que se infla y viéramos aumentar la distancia con todos los puntos del globo de forma regular.

Edwin Hubble es, entonces y por unos momentos, la única persona del mundo consciente de que no solo somos insignificantes en el gran esquema cósmico -algo conocido por todos-, sino que cada vez lo somos más.

 

III.

El escenario de un cuento es siempre y necesariamente un pueblo. El de una novela, una ciudad. No importa donde efectivamente se decida situar los acontecimientos de la ficción, el resultado es ese por un simple motivo: un pueblo es la ciudad de todos sus habitantes. Existe una suficiente vida común en la mayoría de sus espacios como para que todos ellos lo sientan así. No hay demasiado lugar para distintas ciudades dentro de un pueblo simplemente porque no hay demasiado lugar y basta: es el mismo para el loco borracho que pareciera no dormir y para la promesa futbolística que los salvará a todos. Por eso mismo es el espacio ideal para un cuento, puede presuponerse una ciudad común sin tener que describirla. Los hechos pueden sucederse rápidamente y su coletazo dejará una huella descriptiva suficiente para que comprendamos quiénes son los personajes más importantes: variaciones del pueblo donde viven. Dos tramas son trasfondos esenciales en los cuentos-de-pueblo: alguien llega al pueblo (su ciudad no nos importa puesto que es engullido por la ciudad de todos, el pueblo); alguien se va del pueblo (su retorno es, por definición heracliteana, imposible; los pueblerinos se reparten su ausencia). Por otro lado, una novela necesita de una ciudad: alguien se aventura en una zona desconocida y la hace parte de su ciudad (parte-de-sí), en el camino conoce sus antiguos habitantes; otra está atrapada en su ciudad y no puede ser más que turista de las vidas ajenas, que ocurren como detrás de un vidrio que protege y aísla la suya; otros conocen su ciudad bajo una luz distinta, sea de noche, sea destruida, sea bajo una revelación que lo cambia todo, sea por el rayo incapacitante del amor. Un cuento es el despliegue máximo de una sola ciudad: el pueblo; una novela es un choque de ciudades. Un pueblo se rige por la gravedad, se requiere una fuerza enorme para escapar su campo de influencia y evitar converger en su centro junto con todos los demás habitantes; una ciudad siempre está bajo el ataque indiferente de la entropía y dispersión de las cosas, se requiere una fuerza enorme para mantenerse cerca de aquello (y aquellos) con lo que se quiere confluir.

 

IV.

La insistencia en el no-olvido de una de sus partes es lo que único que incorpora esa parte a la ciudad. Contra la propaganda que décadas de baladas latinas han construido, es bastante fácil olvidar. Y esto es por la simple razón de que el olvido va a favor de la inercia del tiempo y la entropía. El olvido no es algo, está en el espacio entre los recuerdos. Así como la energía oscura desgarra la negrura del vacío para alejar a las galaxias unas de otras, y en el proceso crece y se alimenta de más espacio para a su vez alejarlas aún más y más, también el olvido ensancha la distancia entre los recuerdos y al hacerlo provoca más olvido. Sin embargo, por alguna razón la gravedad aún resiste. Por algún motivo la gravedad niega la supremacía de la energía oscura y mantiene atadas las galaxias que están más cercanas entre sí. A la larga está destinada a la derrota, sí, pero mientras tanto producirá violentas colisiones galácticas que embellecerán, por un segundo cósmico, el dócil telón negro de nada del Universo. Cuando empieces ya a olvidar quién sos, cuando los hitos de tu vida parezcan tan lejanos que aparenten ser obra de otro; cuando ya te empieces a quedar solo, por dentro y por fuera, y veas pasar la vida de lejos con los telescopios debajo de tu frente; cuando las estrellas más brillantes de tu vida revienten y destruyan todo lo que encuentren a su paso; cuando los amigos se desprendan de la órbita y erren el espacio interestelar persiguiendo una luz falsa, y no puedas más que atestiguar sin poder evitarlo; cuando reine la época de la confusión: tu ciudad estará ahí para recordártelo todo, para atar el amasijo de memorias y resistir al olvido con los dientes apretados, para maldecir al macabro juego del tiempo y a su creador mirándolo a los ojos. Porque el olvido también crece dentro de uno, dispersando los pensamientos y los sueños, y se requiere de una fuerza tonta y poderosa y bruta para oponérsele: una ciudad es una persona porque es lo que en toda persona sigue siendo, a pesar de todo, sí misma.

 

 

 

 

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