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Por Luciano Sáliche
I
En el medio de la nada, campo, mucho campo, algunos animales y un castillo ajeno, nació Mary Ann Evans. Le decían Marian. Su padre cuidaba la estancia de los Newdigate, una familia aristocrática, y trabajaba una granja. Ella era la más chica: tenía cuatro hermanos de los cuales dos eran del matrimonio anterior de su padre. No había mucho para hacer en los años siguientes a 1819, cuando nació, entonces conseguía diarios o libros y se tiraba bajo un árbol a leer. La sociedad era rígida y, si bien un auge democrático recorría Europa, las mujeres estaban excluidas, como decían Rousseau y Kant, “por naturaleza”, del derecho de ciudadanía. No existía el feminismo pero sí su sombra, los primeros embates, como el famoso texto de 1791 de Olympe de Gouges, Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, quien terminó ejecutada en la guillotina. Esa sombra nunca se fue, estuvo ahí, y Marian la vio, la sintió, la palpó, como un secreto que merecía desentramar.
El mundo giraba, pero su cabeza, en los momentos de lectura en medio de la nada rural, giraba mucho más rápido. Su inteligencia se convirtió en el elemento disruptivo. También su fealdad. Se dice que no era una muchacha hermosa, por lo cual el destino lógico del casamiento no era algo tan sencillo. Su padre, hombre sensible y sobre todo práctico, quiso que saltara ese obstáculo y le facilitó una buena educación, algo que no ocurría entre las mujeres de la época: estudió en diferentes instituciones hasta que cumplió los 16, cuando murió su madre, y tuvo que regresar a la casa. Su padre le consiguió un acceso especial a la biblioteca de Arbury Hall para que continúe con su formación, ahora autodidacta, en los tiempos que no trabajaba como ama de llaves. Leer no era simplemente un pasatiempo, sino la forma de cuestionar lo dado. Por ejemplo, la religión, la narrativa totalizadora del momento. Cuando cumplió 21 se mudó con su padre a Foleshill, cerca de Coventry, y esa gran ciudad comenzó a ensanchar sus preguntas, no sólo existenciales, también materiales, concretas, políticas.
Allá conoció a Charles Bray, un fabricante, filántropo y filósofo, que la invitó a sus reuniones con intelectuales y artistas. Una tarde llegó al lugar, saludó con mucha vergüenza a todos los presentes y se sentó con las manos sobre las rodillas a oír el debate que sostenían Robert Owen, Herbert Spencer, Harriet Martineau y Ralph Waldo Emerson. El tema: religión. Desde entonces comenzó a transitar teologías cada vez más agnósticas y a leer autores como David Strauss y Ludwig Feuerbach. En algún momento, quizás no tan preciso, la lectura devino escritura, la necesidad de decir, de elaborar un decir que no esté aún siendo dicho. Bray tenía un diario, el Coventry Herald and Observer, ahí empezó a publicar algunos artículos y más tarde consiguió trabajo en la revista de izquierda The Westminster. En esos años conoció a George Henry Lewes: era casado, tenía hijos, pero su relación era abierta y todo estaba aclarado. Cuando le preguntaban, ella decía que era su esposo. De hecho comenzó a firmar como Mary Ann Evans Lewes.
II
Cuando se decidió que quería ser novelista, que quería empezar a escribir ficción, pero no las “tontas novelas que escribían las mujeres”, adoptó un seudónimo masculino: George Eliot: George era el nombre de su esposo, y Eliot era “una buena palabra que llena la boca y se pronuncia fácilmente”. Era la forma que encontró de apartarse del rótulo y de ser leída sin prejuicios. Era una intelectual respetada, nadie podría decir lo contrario, sus artículos generaban interés y debate, sin embargo necesitaba abrir un camino nuevo. La primera vez que utilizó el nom-de-plume fue en 1857, a sus 37 años, con Las tristes fortunas del reverendo Amos Barton, un relato en la revista Blackwood que luego formó parte del libro Escenas de la vida clerical, publicado el año siguiente. Fue bien recibido y al año siguiente llegó su primera novela, Adam Bede. Fue tan bien recibida que no sólo los lectores se preguntaban quién era el autor del libro, también apareció un impostor, un buscafama, un garca: se llamaba Joseph Liggins y decía que era él el que la había escrito. Entonces Marian tuvo que develar el misterio.
La trama de Adam Bede sucede en el mundo rural, en la comunidad ficticia de Hayslope, donde el amor y la religión se entrecruzan, siempre en conflicto. La Princesa Luisa, hija de la Reina Victoria, quedó fascinada con esa novela. En palabras del crítico estadounidense Harold Bloom, escritas un siglo y medio después en El canon occidental: “Si existe una fusión ejemplar de fuerza moral y estética en la novela canónica, George Eliot es el mayor ejemplo”. No sólo estaba la sintaxis, casi vanguardista y moderna para la época, también un realismo que esquivaba la moraleja fácil. Siguió escribiendo, siguió publicando, hasta que llegó su gran obra: Middlemarch. Podría decirse que fue una novela que le costó. La empezó a escribir en 1969. La anterior, Felix Holt, había tenido pocas ventas. Habían pasado ya tres años. Necesitaba escribir algo que la devuelva a la centralidad. El hijo de su esposo tenía tuberculosis y el cuadro era terminal. Eso la tenía muy preocupada. Finalmente el niño murió y decidió detener esa carrera literaria. Simplemente dejó de escribir.
Middlemarch se publicó en ocho fascículos en la revista Blackwood entre diciembre de 1871 y diciembre de 1872 y en 1874 como libro. El subtítulo es Un estudio de la vida en provincias. Es una buena postal de época. El capítulo cuatro con este diálogo entre dos caballeros: “Nuestros actos son grilletes que forjamos nosotros mismos”. “Ciertamente; pero pienso que es el mundo quien proporciona el hierro”. También se alumbran zonas feministas. Es el momento fundante de lo que se conoce como “primera ola del feminismo”. Basta con recordar que en 1869 se publica el ensayo La esclavitud de las mujeres de John Stuart Mill que, según sus palabras, fue ideado y debatido con su esposa, Harriet Taylor Mill, a raíz de las “incontables conversaciones y discusiones” que tuvieron. En ese libro se cuestiona algo que aún hoy tiene vigencia: cómo en nombre de la “naturaleza” se siguen perpetuando desigualdades. Era una línea que le interesaba puntualmente a Marian, es decir, a la escritora que firmaba como George Eliot.
“¿Qué pienso de Middlemarch? ¿Qué pienso de la gloria excepto que en algunos casos esta mortal ya se ha vestido de inmortalidad?” Así define Emily Dickinson a George Eliot en una carta de 1873. A Virginia Woolf también le fascinó; dijo que era “una de las pocas novelas inglesas escritas para adultos”. El crítico V. S. Pritchett dijo que “ningún escritor ha representado de una forma tan completa las ambigüedades de la elección moral”. El propio Martin Amis, uno de los grandes autores británicos de la actualidad, dijo que “las mujeres han producido al mejor escritor en inglés de todos los tiempos, George Eliot, y ciertamente la mejor novela, Middlemarch”. Hoy este libro figura entre los primeros puestos del ranking de literatura en inglés. Pero, ¿por qué? Quizás baste una línea sirva de argumento: “Si tuviéramos agudizada la visión y el sentimiento de todo lo corriente de la vida humana, sería como oír crecer la hierba y latir el corazón de la ardilla y nos moriríamos del rugido que existe al otro lado del silencio”.
III
En 2018, un proyecto brasileño de la empresa HP propuso reeditar la obra de George Eliot —así como también la de muchas escritoras que usaban seudónimos masculinos: a pocos kilómetros, Aurore Dupin, parisina nacida en 1805, firmaba como George Sand— con su verdadero nombre, en este caso: Mary Ann Evans. ¿Es un legítimo y enriquecedor acto de justicia hacerlo o, por el contrario, se trata de forzar una manifestación política en un contexto totalmente diferente? ¿Es una reparación histórica o una performance de mercado? ¿Acaso ese gesto, en apariencia noble y luminoso, no comete el error fatal de negar una rebeldía inmejorable y borrar así las marcas de esa identidad secreta que le permitió saltar los mandatos sociales de su época y gambetear las trampas con la delicadeza de los grandes artistas? Si descontextualizamos a George Eliot no le estamos quitando las cadenas —ya se las quitó sola—, sino las marcas que dejaron en su cuerpo y en su texto, y la volvemos, hoy, ahora, en esta nueva época, un producto más de la góndola: épica y empatía con packaging vintage.
Su última novela se publicó en 1876: Daniel Deronda. Para entonces, ella vivía en Witley con Lewes, su marido, quien murió en 1878 luego de una larga enfermedad. Ella pasó los años siguientes cumpliendo su promesa: editando el libro de su compañero, mientras hacía el duelo, Vida y mente. Volvió a casarse en 1880 con John Walter Cross, un escocés veinte años menor. Fueron sólo unos meses. Tuvieron una conflictiva luna de miel en Venecia: el joven intentó suicidarse tirándose por la ventana del hotel hacia el Gran Canal, o al menos eso fue lo que dijo. Volvieron juntos a Inglaterra y se mudaron a una nueva casa en Chelsea. Pero ella estaba enfermo, eso fue lo que le descubrieron los médicos, una enfermedad renal que venía de hace rato. Fue una infección de garganta lo que detonó la letalidad: murió el 22 de diciembre de 1880. Tenía 61 años. George Eliot, Mary Ann Evans, Marian, miró por última vez al cielo desde la ventana —un cielo grisáceo pero liviano— y, de golpe, sin mediar palabra alguna, cerró los ojos y nunca más los volvió a abrir.
Etiquetas: Emily Dickinson, Feminismo, George Eliot, Libros, Literatura, Martin Amis, Mary Ann Evans, Middlemarch