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25-07-2022 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Si el lenguaje es una casa, alguien tiene que desordenarla. No se trata de cambiar los muebles de lugar para que parezca otra casa, sino de pensar en las posibilidades más extremas para constituir un desorden estéticamente radical. ¿Y si alguien corta el sillón en dos y pone una parte en el baño y la otra la clava en el techo de la cocina? ¿Quién sería capaz de hacer algo así? Quizás la literatura haya sido hecha para que la habiten los locos. Nadie podría decir que Leónidas Lamborghini lo era, pero su poesía está teñida de un color delirante. En una entrevista de 1992 que le hizo Gabriela Goldberg y que no llegó a publicarse en la revista Pierre Menard dice algo mínimo pero categórico: “Creo que he sido un desubicado permanente, no por prurito de ser desubicado, sino porque así se ha dado en mí la cosa”.

Ahí cuenta que se quiso “asimilar a la generación del cuarenta, porque a nadie le gusta estar solo, pero lo que hacía o lo que ensayaba hacer no entraba”. Con la del cincuenta tampoco; “luego, con la del sesenta siento que no tengo nada que ver, más allá de ciertos temas muy de la época. También hay desubicados del otro lado, es decir, los que me quieren ubicar también se desubican, es una cosa de nunca terminar. Y ahora, ¿dónde estoy? Opté por ubicarme yo”. Pero, ¿por qué este poeta que murió en 2009 y dejó una intensa obra se define como un “desubicado permanente” de la literatura argentina? “No tener ‘voz propia’ debe ser entendido como impertinencia’”, escribe Ana Parrúa en su libro Variaciones vanguardistas: la poética de Leónidas Lamborghini.

La mejor forma de saberlo es leyéndolo. El año pasado la editorial Paradiso publicó un libro que incluye tres poemarios: Mirad hacia DomsaarLa risa canalla (o la moral del bufón) Encontrados en la basura que fueron publicados por el mismo sello en 2003, 2004 y 2006, respectivamente. Tres libros en apariencia diferentes, formalmente diferentes, pero que comparten una época: lo que vino inmediatamente después del estallido social que significó la crisis del 2001 y esa rebelión popular que muchos catalogaron como Argentinazo. ¿Qué tipo de poesía, que metáforas estéticas, qué postales imaginarias, qué caleidoscopios sensibles se pueden construir en un país que miró el reflejo de su miseria en el espejo y saltó sobre él hasta hacerlo pedazos?

II

“Mirad hacia Domsaar. / Miradlo a Pijg, el gigantón, que agoniza, que se nos muere, que se nos va y no se nos va. Miradlo yacer, allí, inestable, en esa improbable camilla rodante detenida en Domsaar: paraje perdido, abandonado”, comienza Mirad hacia Domsaar y es imposible no remitir ese desierto apocalíptico a las calles arrasadas por el hambre y la represión policial. Los versos que se vuelven prosas avanzan y construyen, no sin una medida incertidumbre, un terreno turbio, Domsaar, y “su sol fijo quemando a todo horario”, con personajes como Mata la sureña, Betty la brava, el pájaro Pájero, el Herrero, el buey. De pronto, como el lenguaje compone la escena, es el mismo lenguaje el que la descompone porque “la re…/a…/li…/dad… / es… un…de…/li…rio… / in…/tra…/duci…/ / ble…/”.

Con La risa canalla (o la moral del bufón), el libro siguiente, la estructura de los poemas se vuelve estable —endecasílabos en estrofas de tres versos separados en capítulos llamados “Comiqueos”— y los múltiples personajes adoptan la primera persona. Antes, un poema introductorio, “La moral del bufón”, que funciona como manifiesto: “La verdad del Modelo, es su propia / caricatura, y ésta revela / la mentira de su falsa perfección”. Las máscaras que acá adopta Leónidas son dignas de un teatro absurdo, desbordado, excesivo, casi como un pornógrafo del lenguaje que evoca deseos exacerbados, caricaturescos, satíricos, ingobernables y de esa forma alcanza su cometido desde una poética prolija y arriesgada que es develar “este laberinto de horror y risa”.

El último, Encontrados en la basura, es el poemario de los tres que mejor se adapta al concepto tradicional de libro de poesía: poemas que funcionan por sí mismos, como un disco con canciones, como un libro con cuentos, como una bolsa de caramelos. Pero claro, leer cada poema es como asomarse a un abismo distinto. ¿Es este un libro que tiene cierto tono antológico, es decir, que se pueden encontrar varios de los Lamborghinis posibles? Tal vez. En “Lewis Caroll” se lee: “Ver el horror, / verlo en lo cómico / y ver lo cómico / en el horror: / ese es el juego”. Y en “Quevedo frente al espejo” se lee: “No escupas al espejo / sin embargo; y síguete mirando / en tus bolas, añejo: / ya no recuerdas cuando / un día fueron felices, desovando”.

III

A Leónidas Lamborghini no sólo hay que leerlo, hay que escucharlo. Hay un documental que está en YouTube, entrevistas hechas por Andrés Monteagudo y Esteban Bertola entre agosto y septiembre de 2004 que se publicaron en dos partes como DVD: Encuentros con Leónidas Lamborghini. El solicitante descolocado. Ahí se lo empieza a ver de a poco. El video empieza con el sonido de las teclas y sus manos cerradas con los dos dedos índices en forma de gancho que van y vienen sobre una máquina de escribir blanca. Un pullover claro con escote en V y una camisa oscura de corderoy. Los anteojos colgando de su cuello como una medalla. La mirada fija en el teclado, el bigote imponente sobre sus labios. Después aparece en un bar delante de una ventana por la que pasan Peugeots 504 y Renaults 19 disfrazados de taxis.

“Cuando los poetas avanzamos los narradores quedan atrás, eh”, dice y enseguida desarrolla su punto: “Porque si va a haber una innovación en la lengua somos nosotros. Para ellos el lenguaje es para comunicar, es decir, en nosotros el argumento es el lenguaje, en ellos es la anécdota, y el lenguaje como un transmisor, como una correa de transmisión del argumento. Por eso la dificultad cada vez mayor de leernos porque, claro, se topan con eso: ¿qué me cuentan?, ¿qué dicen? Fijate los críticos de cine, ¡te cuentan el argumento de la película! Te cuentan de qué trata la película y si te interesa vas a verla. La película como ilustración de la anécdota, pero hay que ver lo que [los directores] hacen con los silencios, con la banda sonora, con el personaje mismo”.

Y sigue: habla de literatura, de Góngora, de Dostoyevski, y cuando cuenta algún juego con el lenguaje que hace un autor, dice: “¡Qué hijo de puta, qué turro!” Y se ríe. Después dice: “Son esas jodas que tiene el creador cuando está lleno de malicia”. Y en vez de decir truco, como si fuera hecho por un mago, metáfora que uno podría encontrar más previsible y más lógica, dice joda, como si el artífice fuera un humorista, pero no cualquier humorista, sino uno rebuscado, uno irónico, uno malicioso. Por algo Ricardo Piglia escribió que “el poeta es el cómico de la lengua” después de leerlo. Por algo Osvaldo Aguirre sostiene que Lamborghini remite “al canalla que se ríe a costillas del pequeño burgués moralista y biempensante: es la voz que desestabiliza el sentido y las certezas”.

IV

Nació en Villa del Parque, en el oeste de la Capital, el 10 de enero de 1927. Su hermano, se sabe, fue el narrador Osvaldo Lamborghini, que murió en Barcelona —donde vivía desde que se tuvo que exiliar en 1976— en 1985, a los 45 años, por un infarto. Leónidas estudió en la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, trabajó como obrero textil, como tejedor, fue encargado en una fábrica de San Andrés, hasta que se preguntó ”¿qué estoy haciendo acá?” y se fue al norte, a trabajar en los ingenios. Cuando volvió a Buenos Aires, cuenta en los Encuentros…, “pasé un año o dos fuleros porque ya no me adaptaba a los trabajos: duraba unos meses”; eso devino en un “vagabundaje”, en la “escuela de la calle”. Finalmente lo salvó —esa expresión usa: “me salvó”— el periodismo.

Su primer libro, a los 27 años, en 1955, es Saboteador arrepentido. Dos años después: Al público. Nunca paró. Son alrededor de treinta los poemarios que escribió, además de tres novelas, cuatro ensayos y alguna que otra obra de teatro. Y las reescrituras: varias generaciones se fascinaron frente a esas reinterpretaciones de textos clásicos “que de tan intocables están muertos” y que se amontonan en el libro El genio de nuestra raza. Ahí está, por ejemplo, “Eva Perón en la hoguera”, su larga reescritura de La razón de mi vida de Eva Perón: “los pobres como pasto. revelación. una tristeza / y hay más / y hay más. / los camellos no. / los reyes magos no. / los pobres no: como pasto. / y lo declaro / y lo sentí: / todo esto cambiará. / o ruego / o maldición: / o las dos cosas”.

Ese tipo de poemas tiene una fuerza estilística demoledora. No sólo es su originalidad en el abordaje estético sino la manera en que parece tomar las palabras y los conceptos con las manos y estirar la materia, doblarla, moldearla, hasta conseguir un nueva cosa poética. Es el sillón que vemos siempre en la casa de la literatura pero que no está como se lo suele ver, sino partido a la mitad, está roto y los almohadones se exhiben como piezas de arte. Entonces el espectador —el lector, en este caso— se adentra en el lenguaje como probablemente nunca lo haya hecho y fluye al compás del capricho de un poeta desquiciado. La octava parte de “Cuando llega el amor” (Encontrados en la basura) es simplemente eso: “Irnos, amor, / irnos / sin dejar / de unirnos / en el irnos: / rujes, rujo / pujas, / pujo”.

“Fue el primer y el último poeta del peronismo: tal vez el único”, lo definió Fogwill. En su obra se filtra el peronismo como concepción estética y política del mundo, y como utopía posible, donde militó activamente. Integró la Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires durante el gobierno de Héctor Cámpora y en 1977 él y su familia escaparon a la Ciudad de México, donde vivió hasta el año 1990, que volvió a Buenos Aires.

V

Murió en 2009 a los 82 años. “La poesía está en otra dimensión”, decía, y “el poeta es un aprendiz de brujo”. “Pero acá hay que hablar de locura. Porque tenemos una relación con la realidad muy particular. La prueba es que después salimos de ahí muy seriecitos, con corbata, pero somos unos locos terribles”, decía y no podía evitar soltar una carcajada maliciosa.

 

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