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Por Manuel Quaranta
Javier Milei se muestra públicamente como un hombre desbocado, irreprimible, un león furioso incapaz de aceptar las más básicas limitaciones sociales. De esa imagen se desprende su concepto de libertad, resumido en una fórmula vaga y elocuente al mismo tiempo: “Yo, con lo mío, hago lo que quiero”.
En las últimas semanas, el futuro candidato a presidente, habló a favor del comercio de órganos, de la venta de niños, de la libre portación de armas (horas después de un sangriento atentado en EE.UU). Nobleza obliga, con respecto a los infantes no avaló directamente la transacción, sin embargo, sus confusas explicaciones nunca terminaron de condenarla. Tal es así que en una entrevista otorgada a Luis Majul, empeñado en demostrar la condena que el periodista le estaba exigiendo, Milei utilizó la relación con su mascota, el perro Conan, como prueba irrefutable de su amor a la humanidad.
La Weltanschauung de Milei, a fin de cuentas, se capta rápido: todo tiene precio, todo se vende, todo se compra. La lógica elemental del mercado, visión de mundo cuya representación más acabada puede verificarse en la escena del baño de la película Nueve reinas: “Te das cuenta, putos no faltan, lo que faltan son financistas”.
A pesar de ser un hombre de los mercados, Milei parece ajeno al cálculo, a la previsión, al pensamiento racional: la pulsión de muerte calcula por él. La pulsión de muerte es una pulsión incalculada, incalculable, del puro gasto. De hecho, uno de sus colaboradores cercanos, Carlos Maslatón, tildó las desafortunadas intervenciones de autoboicot, dada la inmediata reacción negativa de una buena parte del electorado. Esto demuestra un aspecto básico de la pulsión de muerte, su tendencia autodestructiva, que decanta, por supuesto, en el intento ulterior de destruir al prójimo.
Habrán notado que la mayor parte de los economistas argentinos (ortodoxos o heterodoxos) a la hora de compartir sus análisis emplean un extenso abanico de analogías, metáforas, sinécdoques. Dicen siempre una cosa por otra, bajo la excusa de echar un manto de claridad sobre los temas tratados. En el caso de Milei, elijo tres frases paradigmáticas de su acervo tropológico: “Que vos pienses que los políticos te cuidan es como poner a tus hijos en manos de un pedófilo», “El Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina», «Que el Estado nos llame contribuyentes es equivalente a que un violador llame novia a su víctima”. No hace falta ser un lince para descubrir en Milei una fijación por los delitos sexuales ¿Cuál será el objetivo de imaginar analogías con semejantes crímenes? ¿Impacto mediático? ¿Por qué Milei cruza una línea tan delicada? ¿O pretendía sugerir que en el capitalismo tardío la trama legal-ilegal es casi indiscernible?
En el twitter de la organización Un mundo libertario figura a modo de epígrafe una máxima de la gurú neoliberal Ayn Rand: «La cuestión no es quién me lo va a permitir, sino quién me va a detener». Imposible encontrar mejor síntesis. Milei no concibe ninguna prohibición, ninguna fuerza capaz de detener su avance. Imposible is nothing clama la desquiciada pulsión de Milei, quien a diferencia del joven protagonista de La luna, de Bernardo Bertolucci, no recibió la cachetada salvadora en tiempo y forma.
Milei objeta la ley del Padre, rechaza la separación del lenguaje, el corte del significante, esto explica, entre otras circunstancias, su resentimiento contra el Estado, exponente máximo de la figura paterna (comparto el fragmento de la entrevista realizada por Andy Kusnetzoff en donde un Javier Milei completamente desencajado cuenta su historia familiar y afirma que para él los padres están muertos.
Las visiones sobre este tipo de personajes suelen ser contradictorias. Los admiradores, festejan la falta de filtros sociales (“dice lo que piensa”), sus detractores, le endilgan impostación, simulacro. Según mi criterio, Milei está en busca del placer perdido (es decir, imposible, un placer total, letal) y por eso cualquier obstáculo a su satisfacción inmediata lo percibe como una afrenta personal.
Milei tal vez ignora que la clase de libertad añorada no existe, que ese soñar con hacer cualquier cosa es impensable, pero él no se resigna al malestar propio de la cultura, impugna, con su impronta revolucionaria, las imposiciones y olvida que su incomodidad (la ley) es condición sine qua non para vivir en sociedad.
Aclarado este punto, dudo del componente casual del siguiente comentario: “Si yo fuera presidente, creo que mi hermana jugaría el rol de primera dama”. Más allá del chiste, o sobre todo por tratarse de un chiste, debemos tomarlo en serio. Milei no ha logrado renunciar, vía prohibición paterna (el Nombre del Padre), al goce incestuoso, el goce idiota, autoerótico, ese goce que impide la construcción de un vínculo social mínimamente estable fuera del marco familiar, y por tanto condena al sujeto a una vida solitaria.
Estimo que el sufrimiento anímico del diputado debe ser cruel. También estimo que el padecimiento lo tiene fascinado. Milei se fascina con su propia figura, goza de su goce, es decir, se regodea. Todo en su cuerpo, fluyendo, caldeado, latente, sintomático.
Resumamos. Milei entiende que el orden establecido es falso e hipócrita, la constitución, las instituciones, especialmente la casta política, un conjunto de parásitos ocupados en arruinarnos la existencia (mi análisis no excluye la posibilidad de aciertos). Para él, la única verdad es la verdad del goce (no del deseo, del goce). De allí, su insubordinación a la norma, su anticomunitarismo. En pocas palabras, la demanda de Milei por una libertad absoluta (desesperada), expresa en el fondo el imperativo fatal de gozar hasta la muerte.
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