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Por Luciano Lutereau
1.
Hace un tiempo converso con una mujer melancólica, que en las últimas semanas me empezó a preocupar, no tanto por ella, sino por el fastidio que a mí me embarga después de las sesiones. En realidad, me enojo y eso es lo que me preocupa, porque yo prácticamente me enojo cuando me siento impotente. Por suerte cuando hablamos la otra mañana ella estaba de muy buen humor, me tomó el pelo y hasta me puso un sobrenombre: “Vos sos mi superyó bueno”. Me alegra que mi síntoma le haya servido para algo. También me puso de buen humor a mí.
¿Qué haríamos sin ese contagio histérico que es la alegría?
2.
Freud tuvo muchas formas de decir que no hay complementariedad entre los sexos. Una es a partir de situar formas diferentes de superyó.
No es raro que los varones justifiquen superyoicamente su deseo. Lo dijo hace años la canción de Flema “Me tengo que ir” y más recientemente el meme de Laport.
Que mujeres pueden identificarse con el uso masculino del superyó no es algo raro, pero lo que sí es extraño es que una mujer pueda entender que su pareja varón le diga que hay cosas que “tiene que” hacer.
“No es tu obligación, es tu deseo” –dice ella. O bien: “Es porque no querés”, argumenta cuando él dice que no puede.
Que el otro no quiere, o que si quisiera podría, son fantasías típicas en los análisis de mujeres.
Por supuesto que lo último que hay que hacer es justificar la impotencia (no es que no quiere, es que no puede).
Más bien se trata de ir hacia lo que el reproche por el deseo (siempre) tiene de injustificado e injustificable. Ahí aparece el superyó femenino, feroz: “Rajá de ahí, amiga”.
Los varones siempre tienen algo que hacer, siempre tienen que irse a algún lado, desde La Odisea hasta hoy, antes de volver.
Aunque quizás esto ya no es tan así, en esta época de varones que ya no aman sintomáticamente a las mujeres –independientemente de su orientación sexual o género.
3.
En el origen del superyó como instancia psíquica interiorizada está la contradicción de los deseos del complejo de Edipo, pero también otro factor que –para mí, de acuerdo con mi práctica de estos años– se volvió más importante: la desidealización de los padres reales.
El niño pequeño no suele creer que sus padres son dioses; sí que pueden saber lo que él piensa. La primera versión de la omnipotencia proyectada en el adulto es que el otro es omnisciente.
Cuando esta versión cae, aparece otro: que los padres pueden… comprar todo. Se asume que tienen dinero o, mejor dicho, el dinero es el significante vacío que –en ciertas clases sociales, claro– mejor representa que los padres “pueden”.
El niño no se imagina que el adulto tiene que vender su fuerza de trabajo para que le paguen, a veces con esfuerzo y en contextos de escasez. También los adultos intentan por todas las vías no mostrarse privados y nunca falta quien renuncia a un bien necesario o se endeuda para que el cumple de un hijo sea una fiesta.
Con esto quiero decir que los padres también le damos consistencia al narcisismo del niño, porque –como decía Freud– es una proyección del nuestro.
Progresivamente puede ser que los padres digan que no les alcanza, que “ahora” no tienen plata, que salieron sin la billetera y otras formaciones de compromiso que muestra que la desidealización de esa versión no se hace de forma completa ni unilateral: una parte la hacen los adultos y otra el niño, que quizá se muestre refractario.
Pero si todo va bien, esta última versión se convierte en una fantasía con distintos pasos: que los padres son millonarios, que quieren la plata para ellos (primera imagen que simboliza un goce sexual del que el niño está excluido), que los padres de otros niños son mejores porque les compran cosas, que se es (o gustaría ser) hijo de otros padres. Freud habló también de esta fantasía.
Así se despide a los padres idealizados y en el núcleo del superyó se constituye un ideal con función regulatoria: de a poco el niño conoce a otros niños que atravesaron carencias, que desde temprano supieron de la pobreza material de sus padres y, entonces, descubre el sentimiento de justicia.
Digo con esto algo que puede resultar polémico, pero no quisiera ser malentendido: no afirmo un determinismo; sí digo que condiciones penosas de vida pueden hacer que un niño crezca de golpe y el desarrollo de su narcisismo se vea afectado. La vida de algunos artistas y deportistas de origen humilde muestra algo de esto.
Ahora bien, todo este planteo es para decir que pienso que este factor, que considero tan importante, hoy pareciera estar en retroceso: se interioriza un superyó, pero desregulado, sin valores y, por ejemplo, un niño deja el Edipo pero conserva una relación de dependencia con sus padres, respecto de qué conviene hacer, cómo actuar, su mirada, el temor a desilusionarlos, etc.
Uno de los motivos para pensar esta cuestión es la dificultad creciente de los niños para asumir responsabilidades. Los padres a veces se desesperan y los retan, pero su voz solo le da fuerza al superyó que humilla y produce impotencia; habría que pensar intervenciones vinculares en un nivel más amplio, a nivel de la fantasía que comenté antes.
Desde mi punto de vista, el tercer momento en la desidealización de los padres (luego de que saben todo y de que pueden comprar) está en reconocer que el deseo de tus padres no te desea el bien –aunque ellos digan lo contrario.
Aquí el riesgo es construir la fantasía paranoide de que te desean el mal, pero no es para tanto, son nada más que tus padres, no se ocupan tanto de vos, no te creas tan importante.
Etiquetas: Edipo, La Odisea, Luciano Lutereau, Superyó