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Por Enrique Balbo Falivene
A finales de los ochenta, en Buenos Aires, empecé a frecuentar las tertulias de la Galería del Este y el Florida Garden; descubrí, en la primera, una tienda de vinilos llamada El Agujerito donde sonaba la marcha peronista en la apasionada voz de Hugo del Carril cada vez que algún fascista, que intentaba reciclarse, asomaba sus intenciones por aquel pasaje; la Librería de la Ciudad, una de las preferidas de Borges que vivía a unos pasos, sobre la calle Maipú y el Café de las Artes, el más francés de los bares, el menos porteño de los argentinos; en el segundo probé la mejor tarta de queso del barrio que me recomendó un número nada despreciable de radicales de traje, bigote y gomina que los sábados transformaban la corbata en una chaqueta de gamuza estilo Sociedad Rural. También en el Florida Garden coexistíamos, y desconozco el motivo, con una ruidosa mesa de hinchas de Racing que los lunes protestaban las derrotas y se iban envalentonando hacia el fin de semana, para volver a caer siempre en el mismo consuelo: tenemos la mejor hinchada del mundo, la Guardia Imperial que, por cierto, algunos de sus destacados habían integrado los Grupos de Tareas de la ESMA y otros habían actuado en el centro de detención clandestino El Vesubio.
Nosotros constituíamos la mesa de las artes plásticas; había pintores, escultores, fotógrafos, críticos, a veces algún músico; estaban Federico Peralta Ramos que ya había ganado y gastado la beca Guggenheim en una copiosa cena y había escrito una canción titulada “Tengo un algo dentro que se llama coso”; Jorge Duarte, que había vuelto a la patria con la apertura democrática pero seguía pintando el mediterráneo con los ojos cerrados, desde un luminoso ático de la calle Paraguay; Rafael Squirru, crítico de arte responsable de las páginas de La Nación (en aquellos años los curadores no existían, había, a veces, comisarios de exposición que no escribían ni una línea); el Indio Garbarino o Rodolfo, como lo llamábamos, su nombre real, que ya había compuesto la canción que le había multiplicado las giras y le engordaba los bolsillos: “No soy de aquí ni soy de allá”; Yuyo Noé, que movía la cabeza como un pajarillo asustado mientras parecía escurrirse en su silla; Alberto Girri, el poeta más hermético y elegante de los que he visto caminar, casi levitar, por la calle Florida y la plaza San Martín.
En esa mesa de ilustres César Magrini, encargado de la sección de arte del Cronista Comercial, que se esforzaba en alentarme y me iba a animar a escribir los primeros textos, me regaló una cinta de casete. Era un TDK de noventa minutos con el rótulo CARTIER. 1960. UNLP.
En la cinta, que creo recordar duraba poco más de una hora, Héctor Cartier (Chivilcoy, 1907-Buenos Aires, 1997) explicaba los fundamentos del arte. Hablaba con voz clara, apasionada, no dudaba. Citaba a los principales teóricos y críticos que indudablemente conocía muy bien; era un profesor en una conferencia al público, en este caso en la Universidad en La Plata.
Lo primero que cabe preguntarnos en el caso Cartier, ¿cómo es posible que un artista de su talla, que vivió los principales acontecimientos artísticos del siglo XX, no adhirió a ninguno de ellos? Si repasamos algunos de estos hitos sabremos que, por ejemplo, en la década del sesenta el Instituto Di Tella, culturalmente hiperactivo, estallaba en manifestaciones; Cortázar había publicado Historias de Cronopios y de Famas; Mujica Láinez, Bomarzo; EUDEBA había puesto en las librerías el Martín Fierro ilustrado por Castagnino; Berni había ganado el Gran premio de Grabado en la Bienal de Venecia con una invención sugerente: el gofrado; Deira, Macció, De la Vega y Noé daban un golpe en el tablero con una muestra colectiva, constituyéndose en un grupo compacto que representaba la Nueva Figuración (hoy no hay muestras colectivas, hay emprendimientos individuales reunidos en las paredes); desde el Di Tella habían surgido dos jóvenes que iban a editar su primer disco iluminando la música de este país para siempre: “… luz que muere/ la fábrica parece un duende de hormigón/ Y la grúa/ su lágrima de carga inclina sobre el dock/ Un amigo duerme/cerca de un barco español…” rezaba la imponente letra de un blues cantado en castellano. El grupo era Manal, sus autores fueron Gabis y Martínez y la canción Avellaneda Blues.
Se expandía el arte cinético, el informalismo, el arte conceptual y el land art, conocido entre los hispanohablantes como arte ambiental. Desde Estados Unidos, con Lichtenstein, Warhol y Oldenburg, como máximos representantes, el pop art ganaba terreno; Pollock ya había encontrado, y explotado, lo que tanto había buscado; Rothko nadaba en el expresionismo abstracto mientras se ahogaba en pastillas y alcohol; en Europa un búlgaro residente en París que firmaba con el seudónimo Christo había envuelto el Reichstag y el Pont Neuf y amenazaba con empaquetar los viejos santuarios, los edificios y la estatuaria icónica.
En este panorama tan desaforado Cartier aparece, para muchos, como un clásico retratista y autor de bodegones; un profesor de buen porte, engominado, provisto de un elegante traje, oculto detrás de unas gruesas gafas más como un médico bonachón de provincias que un artista plástico. Pero Cartier fue infinitamente más que todo esto: fue uno de los responsables de la mayoría de los movimientos artísticos antes mencionados y vamos a ver por qué. Empecemos por el principio.
Cartier termina el bachillerato y estudia en la Ernesto de la Cárcova de Chivilcoy con otro gran retratista, Pompeo Boggio. Con el tiempo lo va a reconocer como uno de sus maestros, junto a otros dos gigantes: Collivadino y Ripamonte, este último lo va a persuadir de que continúe sus estudios en Buenos Aires. El año treinta lo encuentra graduado de la Escuela de Arte Decorativo e Industrial y de la Academia Nacional de Bellas Artes.
Comienza a dictar clases, y aquí inicia su silenciosa revolución, porque ya había leído y mucho, elaborando un plan teórico en la Prilidiano Pueyrredón; crea una cátedra junto a Janello y Merlino, entre otros, que va a modernizar la forma tradicional de enseñanza. A esa cátedra la llama Visión y se basa en la escuela alemana Gestalt y la Fenomenología. Cartier invita a los alumnos a abrir y reconocer los canales sensoriales, la percepción y la memoria, bajo un enunciado simple pero efectivo: el todo es mucho más que la suma de las partes.
Cartier enseña a través de un lenguaje científico pero no anula ni ignora el estilo de los alumnos; desea, reconoce y estimula, que cada quien se desenvuelva según sus aptitudes, según las formas que perciba. Insiste en el significado y el significante; afirma, y esto recuerdo lo repite varias veces en la cinta de la conferencia en La Plata, que el autor debe encontrar primero el tema, luego el soporte y, por último, las formas de ejecución. En esto, señala, es relevante la participación activa del espectador que, en definitiva, hace que la comunicación en el campo del arte y las percepciones se vuelva fluida y cree nuevas expresiones entre estos actores. Borges resume este principio de este modo: “…si los lectores encuentran complejo el Ulises de Joyce no fallan los lectores, falla el autor. Leer no puede ser un esfuerzo, debe ser una felicidad…”
Cartier, durante años, dictó estas clases a los alumnos que hoy son los consagrados del arte argentino y que fueron, en definitiva, los creadores de los nuevos movimientos desde los años cuarenta hasta entrados los setenta. La lista es copiosa, transcribo sólo algunos: Víctor Grippo, Julio Le Parc (ya cansa más de noventa años y en cada entrevista se encarga de remarcar que toda su obra se debe a las erudiciones de Cartier), César Paternosto, Hugo De Marziani, De Marco, Demirjián, Mc Entyre, Leo Vinci, Alejandro Puente.
En cuanto a su producción Cartier hubiera podido, en el vasto campo del arte, ser lo que se hubiera propuesto: paisajista, ilustrador, dibujante, abstracto, geométrico, porque en él siempre han confluido los pilares del conocimiento, el trabajo y la experiencia. Se decantó por el retrato al que ejecutaba de forma eximia: sus modelos tienen volumen, aun en grandes formatos Cartier no elimina detalles: a San Martín, por ejemplo, se le adivinan las primeras canas. Las miradas son inquietantes y, la gran mayoría de retratados (¿casualidad?) están iluminados desde la izquierda.
Sí es verdad que Cartier no tiene en la historia del arte nacional el lugar que se merece. A su muerte se sucedieron los homenajes, destaco el del MACA de Junín, que reconoció el trabajo del profesor en el desarrollo cultural de la ciudad y en toda una generación de artistas que salieron de las aulas del pueblo bonaerense.
En cuanto a Chivilcoy, su ciudad natal, el museo Pompeo Boggio posee en su acervo una importante colección del autor y una de las salas, la central, lleva su nombre. El museo cuenta también con la biblioteca de arte que el artista donara en vida y que hoy puede ser consultada.
Es verdad que cada ciudad tiene sus pérdidas, cada ciudad tiene sus mitos y los fantasmas que se merece porque, ¿en qué oscuro sótano se hallará herrumbrada la pala de la fundación de Chivilcoy?, ¿cómo sería, con sus mármoles y sus maderas americanas, la Escuela Número Uno?, ¿cómo, la estación Norte del tren, con sus carros y sus bueyes, su trasiego y sus inmigrantes?, ¿cómo sería el viejo cementerio hoy en pleno casco urbano?
Cartier atravesó todos los mitos como aquel joven cronista del Ejército Grande que irrumpió en estas tierras crepusculares hacia Caseros y en ellas vio corporizar sus sueños para la República.
Un hombre nunca es lo que manifiesta y mucho menos lo que oculta, un hombre es lo que hace: Héctor Cartier fue profesor.
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