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Por Luciano Sáliche
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Besar el cielo —tocarlo, acariciarlo, sentirlo— es un sueño desde que el mundo es mundo. Está en el mito de la Torre de Babel. Según el libro del Génesis, luego del diluvio universal, la humanidad quedó casi extinta. Quienes se salvaron de aquel apocalipsis fueron los que se subieron al Arca de Noé. Los descendientes de Noé se instalaron en la llanura de Senar (Babel) y decidieron construir una torre “tan alta que llegara al cielo”. Querían llegar a Dios. Pero para Dios esto era un insulto, entonces hizo que todos los que estaban construyendo aquella edificación no se pudieron comunicar. Así, todos empezaron a hablar lenguas diferentes.
Confundidos, abandonaron la construcción, se separaron y se esparcieron por toda la Tierra. Hay argumentos extrabíblicos que sostienen que la verdadera razón por la cual esos hombres estaban construyendo la Torre de Babel era para salvarse por si ocurría otro diluvio. Pero los tradicionalistas toman el relato al pie de la letra. Lo cierto es que la idea de alcanzar a Dios mediante una construcción colectiva, el castigo divino y la proliferación de idiomas es un mito poderoso. ¿Es una osadía ir más allá de las nubes?
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Década del veinte. Época de bonanza que terminó en un colapso bursátil. La épica del capitalismo competitivo y soñador. Al terminar la Primera Guerra Mundial, Europa quedó devastada y Estados Unidos se coronó como nueva cumbre del progreso. Para mediados de la década del veinte, Nueva York se convirtió en la ciudad más poblada del mundo superando a Londres. Boom económico, desarrollo demográfico y especulación financiera. Así llegaron los rascacielos, como respuesta a la necesidad inmobiliaria pero también como desenlace lógico del progreso. Había que tocar el cielo.
Walter Chrysler era un magnate ambicioso. Lo tenía todo y lo que no, lo conseguía. Dueño de Chrysler Motors Corporation y pionero de la industria automotriz, quiso simbolizar su éxito empresarial con un proyecto arquitectónico: construir el edificio más alto del mundo. Hacía cuarenta años que ese título lo ostentaba la Torre Eiffel de París. Pero eran tiempos del batacazo norteamericano. Quería destronar a Francia con épica y glamour. El arquitecto William Van Alen fue el encargado. Manhattan, Nueva York, el lugar donde se edificaría la torre.
Mientras diseñaba aquel gigante Art Decó, Van Allen se enteró que su ex socio, el arquitecto H. Craig Severance —su relación ya había terminado en una dura pelea de egos—, estaba trabajando sobre un proyecto con el mismo objetivo: el Edificio 40 Wall Street. Competían por ser la cumbre de la Gran Manzana y el pico humano del planeta. Pasó el tiempo, quebró la bolsa, tambalearon las ideas y llegó el tiempo de la conclusión. Van Allen dejó que el rascacielos de Severance inaugure primero. El Edificio 40 Wall Street, con un poste de quince metros en la cúspide, alcanzó los 283 de altura. La jugada maestra llegó dos meses después.
El secreto del proyecto encargado por Walter Chrysler fue una aguja de 56 metros colocada en la cumbre del rascacielos. Así, el Edificio Chrysler llegó a los 319 metros. Festejaron como se festejan las batallas ganadas. Pero duraría sólo once meses. El Empire State, con sus 443 metros, empezó su reinado en 1931 y terminó cuarenta años después con las Torres Gemelas del World Trade Center. El Chrysler y el Empire State podrían haber iniciado una nueva competición hacia arriba. Sin embargo allí se quedaron, a once cuadras de distancia, complementándose estéticamente. Para la historiadora del arte Jeanne Willette, son las primeras Torres Gemelas.
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Un hombre de traje negro se para sobre una de las águilas de metal esculpidas por Kenneth Lynch en el Edificio Chrysler y salta. Podría ser un suicida, como aquel mito de 1929: cientos de ejecutivos saltando por las ventanas de los edificios de Wall Street tras el crack de la bolsa. Pero no lo es. Lleva unas antiparras y un reloj que, mientras cae, cifra para viajar en el tiempo. Es Will Smith, J, personaje de Hombres de negro III, que en aquella memorable escena de noventa segundos se inmortaliza el Chrysler. El vértigo de la caída no lo dan los efectos especiales, sino este rascacielos y sus 319 metros de altura. Cuando J está a punto de estrellarse contra el asfalto, un manto verde tiñe el suelo y, al fin, el viaje en el tiempo es efectuado. El reloj funcionó.
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William Van Alen nació mirando para arriba. De chico caminaba las calles de Brooklyn imaginando cómo cambiar el skyline de la ciudad. Estudió Arquitectura y se fue a París a continuar su formación con Victor Laloux, uno de los arquitectos europeos más destacados de la Belle Époque. Cuando volvió a Estados Unidos en 1911 en lo único que pensaba era en el Art Decó. Luego de algunas trabajos realizados conH. Craig Severance—quien años más tarde, oh paradoja, sería su rival—, logró cierto renombre y el magnate automotriz lo contrató.
La forma piramidal del edificio se plegó a una ordenanza municipal de 1916 que exigía que los rascacielos se hicieran angostos en los pisos más altos para no obstaculizar la luz. A partir de esa limitación, Van Alen trabajó mejor su diseño en la cúpula. Le puso siete arcos superpuestos que se afinan a medida que ascienden creando una ilusión de mayor altura, y un revestimiento de acero inoxidable que evoca el cromo pulido de un auto nuevo. Además, águilas estilizadas como si fueran las gárgolas de las catedrales góticas en clara simbolgía estadounidense.
También hay formas y esculturas que tienen que ver con los automóviles de la corporación Chrysler y un detalle de tiempos: el exterior del edificio realza la modernidad pero el interior evocar el pasado con sus adornos de bronce y marquetería con motivos de flores de loto, una alusión a Egipto, ya que en 1922 se destapó un furor por lo exótico con el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Más allá del récord, este edificio es una obra de arte. Algunos lo notaron, otros se dejaron llevar por la bruma de un éxito que sólo duraría once meses.
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Cuando el Edificio Chrysler fue inaugurado, la crítica convirtió a Van Alen en el “Doctor de la Altura” y en el “Ziegfeld de la arquitectura”. Dos títulos más que honorables, aunque quizás algo caricaturescos. También hubo críticas negativas, como la que aseguraba que, pese a su diseño habilidoso, todo consistía en “hacer que el peatón mire hacia arriba”. Muchos lo tomaron como una ofensa. Es probable que Van Alen, al leer aquella definición, haya sonreído con arrogancia al imaginarse la escena: transeúntes deteniendo su marcha apurada para observar con fascinación cómo el rascacielos penetra las nubes.
Cuando el Edificio Chrysler fue destronado, el magnate que lo contrató, el verdadero dueño del rascacielos, enloqueció. Acusó a Van Alen de haber aceptado sobornos de los contratistas y nunca le pagó lo que habían arreglado. Entre la Gran Depresión, la derrota en la carrera por tocar el cielo y el enojo de Walter Chrysler —¿se imaginan qué tan poderosa puede ser la furia de un magnate?— hicieron que el “Doctor de la Altura” quedara en el olvido. Murió el 24 de mayo de 1954 y el New York Times no publicó su obituario.
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De a poco, Nueva York salió la desolación. Durante la cuarentena mundial por la pandemia millones se encerraron en sus casas. En el Chrysler muchos oficinistas, no tantos, más bien pocos, continuaron asistiendo a su trabajo durante ese período que eliminó las visitas guiadas. Tom CJ Brown vive en Brooklyn, barrio pegado a Manhattan, ambos pertenecientes a Nueva York. Es cineasta y animador. Durante la pandemia tuvo que dejar de mtrabajar. Tenía 35 años entonces, nació en Inglaterra. Para pasar ese tiempo tiempo, sacó del cajón de los recuerdos un viejo sueño: tocar el arpa. “Quería algo que estuviera completamente alejado de lo digital”, le dijo a Listin Diario.
Las arpas son caras, muy caras, así que decidió construirla él mismo. Consiguió un kit para armar un arpa folclórica de 22 cuerdas y una caja de resonancia hecha de cartón. Tardó doce días. “Ahora que el arpa está terminada se me da por mirar el Edificio Chrysler con la esperanza de que enciendan las luces”, cuenta. Todos los días salía al balcón, miraba el rascacielos y, cuando el juego lumínico empieza, se ponía a tocar una canción. En la quietud de los últimos años, cuando las calles se volvieron desiertos de cemento, los edificios vibran en otra nota, como si cobraran vida. No se mueven, siguen aferrados al suelo, a sus estructuras, pero vibran en otra nota, una nota prácticamente imperceptible.
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En marzo de 2020 los propietarios del Chrysler, la firma de inversiones emiratí Mubadala y el grupo inmobiliario Tishman Speyer, vendieron el edificio al fondo RFR de Aby Rosen y a un “socio extranjero” no identificado por 150 millones de dólares, un número muy inferior al que se esperaba. Doce años atrás, en plena crisis inmobiliaria de Estados Unidos, el fondo Mubadala había comprado el 90% por 800 millones de dólares (el 10% restante correspondía a Tishman Speyer, quien había comprado todo el edificio por un estimado de entre 210 y 250 millones de dólares en 1997). ¿Será la contracara de aquella épica carrera del progreso y las alturas que el Chrysler valga cada vez menos?
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Rascacielos. Rascar el cielo. Acariciarlo, besarlo, sentirlo. Una ilusión, una utopía. Desde que el hombre se organizó en sociedad y empezó a construir casas, edificios y templos soñó con aquella osadía. Se dice que la primera vez que se utilizó el término rascacielos fue para nombrar un caballo enorme. ¿Qué tan alto podría ser un equino? Una exageración, por supuesto. Luego se llamó rascacielos a la vela del extremo superior del mástil de un barco. También a los sombreros y gorros de peculiar altura. Como una palabra novedosa y pegadiza, giró de boca en boca y de generación en generación hasta que alguien, en 1870, ciudad de Nueva York, se paró frente al recién inaugurado Life Equitable Assurance y dijo: ¡Eso sí es un verdadero rascacielos!
Con 40 metros de altura, fue el edificio más alto del mundo, la chapa que quiere todo arquitecto ambicioso. Tenía otro récord: era el primer edificio de oficinas con ascensores de pasajeros. A los pocos años superaron su altura. Parece que ese es el destino de todo gigante. Mientras se inaugura el rascacielos más alto del mundo, cientos de obreros trabajan para construir el edificio que lo destrone. Eso le ocurrió al Chrysler. Fueron once meses de gloria. Luego, como ocurre en la carrera salvaje del progreso, quedó en segundo lugar. Luego tercero, más tarde cuarto, quinto, y así. ¿A alguien le importa acaso? Basta con pararse en la vereda y levantar la vista e imaginar cómo arriba, muy arriba, la aguja de metal del Chrysler besa apasionadamente el cielo.
Etiquetas: Arquitectura, Cielo, Edificio Chrysler, Nueva York, Torre de Babel