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Por Manuel Quaranta
El 28 de febrero del 2011, cuando el país acumulaba reservas internacionales record, 52.591 millones de dólares, Diana Conti, en una entrevista a Radio 2 de Rosario, remató: “…avizoramos el deseo de una reforma constitucional porque quisiéramos una Cristina eterna”.
De las cuatro acepciones de eterna establecidas por la Real Academia Española, las dos que señalan hacia el futuro contienen un matiz negativo; algo que se repite con excesiva frecuencia, “sus eternas disputas”; o bien, algo que se prolonga demasiado, “esta película es eterna”. La cuarta acepción pertenece al campo religioso y apunta al Padre de Todos los Padres, Padre Eterno, es decir, Dios. En tanto que la primera se ajusta a la definición más general y extendida del término: “Que no tiene principio ni fin”.
Al valerse de la fórmula, Diana Conti nadaba o naufragaba entre las dos últimas. Sin duda, un matiz religioso atraviesa el reclamo de una “Cristina eterna”, reclamo nunca alejado del coqueteo con la Creación, en el sentido de que el kirchnerismo había venido a (re)fundar la Patria tan cabalmente devaluada. Si Cristina era eterna, el kirchnerismo (continuidad del peronismo por otros, o los mismos medios) también lo sería, aunque no sólo en fuga hacia adelante, sino además como reconfiguración del pasado.
La objeción inmediata contra el párrafo anterior cae de madura: no fue Cristina quien profirió la frase. Absolutamente. De hecho, cuando un par de años antes del pedido de Conti empezó a agitarse el fantasma de una reforma constitucional, Cristina la rechazó de plano con el argumento de que si no podía alcanzar una minoría simple en el Congreso para votar el Presupuesto, mucho menos podría alcanzar los dos tercios requeridos para la reforma. Sin embargo, algunos episodios quizás encarnen en el deseo de la ex diputada y revelen el deseo oculto de la ex presidenta.
Desde el 2003 hasta la fecha Cristina no formó un solo cuadro político apto para continuar su legado. No es casual que el candidato a presidente en 2015, Daniel Scioli, haya sido ultra resistido (y ultrajado) por los sectores más lanzados sobre la izquierda del movimiento, clara demostración de la incapacidad (o falta de entusiasmo) de Cristina a la hora de construir una figura con posibilidades de hacerle sombra. En 2019, el ungido por la actual vicepresidenta fue Alberto Fernández, devoto Jefe de Gabinete del 2003 al 2008 y también un crítico acérrimo de la segunda mitad de la década ganada. Apuesta que enaltece a Cristina, pero expone a la vez su gran resistencia (¿inconsciente?) para elevar un protagonista con verdaderas ansias de poder.
Por otra parte, al momento de elegir sucesores, vamos a decirlo sutilmente, Cristina no se las hace fácil. Y está bien, porque en política nada es fácil: hay que ganarse el pan con el sudor de la frente. Pero elegir un candidato y después ningunearlo e incluso boicotearlo, o darle el apoyo hasta asumir la presidencia y luego quitárselo por los motivos que sean, ¿no revela algo de su conducta, de su espíritu, de su personalidad?
Mi hipótesis, tan sostenible como cualquier otra, es que el comportamiento de Cristina manifiesta un incontenible terror a la muerte. Horror a la propia desaparición.
Alguien justificará su modus operandi invocando la tristeza por la pérdida de su compañero, pero yo me refiero a un síntoma estructural, como si Cristina no aceptara el límite de la vida, como si renegara de los límites de la existencia como se reniega de la castración, como si el horror a la muerte fuera el principio de su deseo. De ahí, el desmesurado afán de trascendencia.
En el lanzamiento del Polo Audiovisual Isla Demarchi, el 29 de agosto de 2012, mientras Cristina exponía, gracias a su “vocación de arquitecta”, la necesidad de construir dos puentes desde la autopista a la isla, de pronto escuchamos: “Debo ser la reencarnación de un gran arquitecto egipcio». Por supuesto, capto el chiste. Y por captarlo descubro en su decir algo del orden de la verdad del sujeto (quien emite una verdad a pesar de sí: reencarnar significa volver una y otra vez a la vida, repetir y repetirse compulsivamente, una especie de ventana temporal abierta a la dimensión de lo eterno).
1952. Último discurso de Evita: “Y así como este Primero de Mayo glorioso, mi general, quisiéramos venir muchos y muchos años y, dentro de muchos siglos, que vengan futuras generaciones para decirle en el bronce de su vida o en la vida de su bronce, que estamos presentes, mi general, con usted”. Es evidente el valor metafórico del bronce, y justamente es en esa metáfora donde se juega el intento de proyectar hacia la eternidad el nombre de Perón, y adherido a ese nombre, el deseo de inmortalidad de Evita, luego de su muerte, Jefa Espiritual de la Nación.
Cristina tuvo su discurso de despedida (al menos por ahora) el 9 de diciembre del 2015. Le cedo el final del texto a las últimas palabras que pronunció aquella jornada: “…sepan que siempre voy a estar junto a ustedes”.
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