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Por Manuel Quaranta | Portada: Carla Grunauer
El 99% de las personas con las cuales comparto mi tiempo conoce, al menos de oídas, “Ante la Ley”, desvío misterioso ejecutado por Kafka en El Proceso (1925), novela póstuma y a la vez precursora de sí misma. Sobre el relato, publicado de forma autónoma en la revista semanal judía Selbstwehr (Autodefensa) en 1915, existen interpretaciones varias, por ejemplo la de Jacques Derrida, que nunca leí; sin embargo, luego de la puja distributiva del sentido se han sellado unánimemente las cosas. Por eso, propongo una leve modificación.
Un campesino se dirige, lleno de ilusiones, a las puertas de la Ley. Solicita permiso para entrar, pero un guardián le impide el paso. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde. Tal vez, responde el guardia, pero no ahora. Como la puerta de la Ley está siempre abierta el campesino trata de espiar, fantasea con escabullirse. El guardián advierte sus intenciones y lo desafía: “Si tanto es tu deseo, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición”. El campesino elude el reto, se desentiende, se abstiene de jugar el juego, por temor quizás a perder definitivamente el favor del ingreso.
El “hombre de campo”, cuenta el narrador, no había previsto las dificultades. Creía, no sin cierta candidez, que el camino hacia la Ley sería más accesible. En este pasaje me detengo. ¿Y si el camino a transitar por el campesino no era precisamente hacia la Ley sino hacia el reconocimiento del propio deseo?, ¿no podría estar refiriéndose Kafka a los obstáculos inherentes a la tarea de hacer de nuestro deseo una Ley?, ¿no se jugaría en la parábola kafkiana la invención de una vida singular, desviada del inmutable destino?
En la frase del penúltimo párrafo, el guardián pone el énfasis sobre el espesor del deseo (“Si tanto…”), y suena menos a una fanfarronada cínico-estatal, interpretación clásica del relato, que a un modo de despertar al campesino de su improductivo sueño de gloria. Un detalle, el deseo no refiere a la elección entre dos modelos de automóvil o tres destinos de avión, el deseo, como yo lo entiendo, es una fuerza que nos habita y nos trasciende, una pasión indestructible, una vocación que nos llama, nos reclama, pero en un idioma extranjero, de ahí lo conflictivo de atender al mensaje. El deseo, en una palabra, es la voz del otro en nosotros.
Frente al panorama descrito por el guardián (en caso de atravesar la primera puerta el campesino encontrará un guardián mucho más poderoso, después otro, y otro y otro…), nuestro personaje decide la conveniencia de la espera. Supone un momento futuro ideal para, ahora sí, pasar a la acción. La mayoría de los lectores saben que la promesa de la espera constituye una simple coartada, quien dice esperar dice postergar indefinidamente la acción, pese a declarar con bombos y platillos lo contrario. En el cuento, el campesino no sólo expresa sus ansias de ingresar a la Ley, sino que le entrega al guardia todos sus bienes en pos de sobornarlo. El guardián acepta, para que no crea haber omitido ningún esfuerzo. El del campesino entonces es un puro gasto de energía cuya función principal consiste en mantener su deseo a distancia, por ese motivo lo hace depender de la gracia del otro, al que le ofrece la veta sacrificial (el altruismo permanente) del aplazamiento.
Son muchos años esperando enfrente de la puerta. Siempre a un paso, tan solo a un paso del objetivo. El campesino observa continuamente al guardián, quien se ha erigido en el único obstáculo para alcanzar la Ley.
Lentamente, su vida, como la de cualquiera, se va extinguiendo. Todo se confunde en la memoria envejecida del hombre. De pronto, surge una pregunta jamás formulada. Le pide al guardián que se acerque. El guardián le dice “eres insaciable”, y escucha, ¿si todos se esfuerzan en llegar a la Ley, por qué nadie más ha pretendido entrar durante tantos años? Conocemos la respuesta: “Nadie podía pretenderlo, porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.
Según mi lectura, la pregunta correcta (con perdón de Kafka) sería: ¿por qué no entré? Notarán que esta pregunta, a diferencia de la original, no requiere ninguna contestación, salvo del campesino: “Porque no quise”. Después vendrán las excusas, los pretextos, las explicaciones. Pero la verdadera realidad, la única, es que el campesino prefirió la obediencia a la libertad, decidió no entrar, eligió regodearse en la espera. Aquí radica el punto decisivo de la parábola kafkiana.
Última escena. Imaginemos la noche de nuestro juicio final. A punto de morir, agotados por la sensación de una agonía difusa, se presenta alguien (un dios, un demonio) y nos pregunta: ¿has actuado en conformidad con el deseo que te habitaba?
Imagen de portada: «Lunar», 2021. Carla Grunauer. Las oferentes, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Fotografía: Guido Limardo.
Etiquetas: Jacques Derrida, Kafka, Manuel Quaranta