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Por Luciano Lutereau | Portada: Lucian Freud
1.
Es llamativo que, entre las salidas del Edipo, Freud proponga para la niña –como una opción– la inhibición sexual, mientras que para el niño no haya nada semejante.
Seguramente hay condicionamientos culturales y sociales para explicar esta diferencia psíquica; pero eso no cambia que es más común escuchar que una mujer pueda recurrir a la deserotización como una solución, mientras que los varones tienen esa “necesidad” que a veces creen “biológica”.
Qué ocurre en las mujeres no sé, pero sí puedo decir que son pocos (poquísimos, casi inexistentes) los casos de varones que ante una decepción –que es lo que representa la encrucijada terminal del Edipo– recurren a una deserotización.
Más bien, acorde a la salida viril del Edipo, recurren a la masturbación (que Freud llamó “narcisismo de falo”).
Ante la decepción, el varón se masturba con el trabajo, con la seducción, etc., pero pocas (poquísimas) veces dice: “Estoy bien solo”.
Porque si está solo, “bien se lame” –como dice el dicho. Sin embargo, el estar solo –como descubrimiento de la soledad– es cada vez más común en algunos varones, que quizá ya no sean tan pocos (poquísimos).
Ese descubrimiento, que antes estaba reservado a la vejez y la sabiduría del fin de la vida, empieza a pulsar en varones ya no jóvenes, pero sí de mediana edad, como una nueva figura de la crisis de los 40.
Si esta nueva coordenada es una defensa o un nuevo arte de vivir es algo que se verá con los años.
2.
Uno de los aspectos más complejos de la relación madre-hija es la creencia –en la hija– de que hubo algo (afecto, contención, comprensión, etc.) que la madre no le dio.
Esta creencia puede perdurar en la vida adulta de mujeres y desplazarse a otras relaciones –como las de pareja.
En análisis a veces se descubre que la idea de que el otro (la madre) no dio algo es encubridora del rechazo de lo que madre sí dio y no se quiso.
En la creencia de que el otro no dio, se agrega un suplemento a lo que –la hija– no quiere de su madre.
En el relato victimizado de quien dice no haber sido amada, suele escucharse en filigrana el odio de quien despreció el amor que se le daba.
La confirmación clínica de esta hipótesis está en los casos de aquellas mujeres que sostienen este tipo de reproches hacia sus madres, pero pueden reconocer que alguna vez pensaron que no querían ser como ellas.
Cuando describen lo que no les gusta de sus madres, hablan de rasgos que –a veces pueden notarlo– también están presentes en ellas. Así se confirma que dejaron de amarlas a través de una identificación.
De este modo, el conflicto originario fue el de amar mucho a alguien que se decidió rechazar.
Esta particular ambivalencia (rechazar a quien se ama) puede permanecer intacto como rasgo de la vida amorosa adulta.
También este tipo de mujeres suelen presentarse como desafortunadas, con lo que se llama “baja autoestima”, pero el problema es otro: es la fijación temprana en el vínculo con la madre.
No se trata de mujeres que no fueron amadas por sus madres (hijas de “madres frías”, o “narcisistas” como se dice ahora, etc.) sino de niñas que amaron mucho a su madre y no pudieron traicionarla más que con un odio del que se defendieron con más fuerza aún.
Si pienso y escribo tanto sobre la relación entre madres e hijas es porque esta encrucijada de la subjetivación en la mujer es cada vez más común en los varones –en una época en que estos se dejaron de subjetivar de manera masculina.
3.
Hace 100 años, Freud usaba la expresión “envidia del pene” para referirse a la particular interpretación por la que una mujer se relaciona con lo que tiene como si no lo tuviera y se declara privada.
Así, por ejemplo, Freud decía que esta envidia es un refuerzo bastante común en los celos femeninos, basados en creer que se le da a otra lo que no pasa con una; pero no porque no pase con una, sino porque no se puede vivir, aceptar o disfrutar lo que sí ocurre.
Que lo recibido se deshaga en las propias manos, es también –siempre según Freud– lo que hace que las mujeres sean “más ambiciosas” que los varones (la expresión es suya) y estén más expuestas a la insaciabilidad histérica.
Hoy se critica mucho la expresión “envidia del pene”, pero nada se dice del complejo de vivencias que se le asocian y que, entiendo, son parte del análisis de distintas mujeres.
Se escribe sobre la construcción social de lo femenino, pero casi no hay clínica de estos aspectos que –como dije– no dejan de estar presentes en la consulta.
En la época de Freud, este esperaba que las analistas mujeres escribiesen sobre estos temas. Es comprensible: hablar de la histérica como “insaciable” es una fantasía de varón obsesivo.
Hoy se escribe sobre las mujeres y el amor, el goce femenino, etc., pero sobre el escollo de esa posición poco y nada, porque además tiene el problema de que no se revela síntomas. Interpretarle a alguien la envidia (o una de sus transformaciones), aunque sea con otro nombre –si no se quieren herir susceptibilidades– es en vano.
Y sin embargo, es un tema de cierta urgencia, porque la falta de tratamiento analítico de esta posición arruina más de una vida en el resentimiento o la nostalgia.
4.
En este último tiempo leí varios libros de mujeres que narran la relación con su madre.
Algunos me parecieron muy buenos y otros muy malos. Hoy creo entender qué me permite trazar la diferencia.
Los malos quedan atrapados en la voz infantil, de la niña que se queja de una madre que no la supo entender, que no la quiso lo suficiente, etc. Este exceso de neurosis y resentimiento me disgusta, quizá porque me parece impúdico.
Además conserva intacto uno de los rasgos más incómodos del infantilismo: la necesidad de hablar con la madre, de contarle cosas, a veces intrascendentes, pero solo para retener ese hilo de interés continuo con el otro.
La necesidad de hablar con el otro (sea la madre o cualquiera de sus sustitutos, como una pareja) es uno de los síntomas más sutiles de que una mujer precisa curarse para dejar de ser una niña.
Hacer literatura con este síntoma, a veces incluso con el recurso novelado (y no-velado) del diario o la carta a la madre, es desesperante.
Después están los buenos libros sobre la relación de una hija con su madre, cuando la primera ya no es una niña sino una mujer que puede pensarse a partir de lo incomprensible de esa otra mujer, a la que no se quiso parecer y se parece más de lo que piensa.
Aquí no puedo ubicar más matices comunes, porque los libros buenos son todos diferentes entre sí, mientras que los malos son todos más o menos iguales.
* Portada: «La madre del pintor», 1984) de Lucian Freud
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