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08-09-2022 Notas

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Por Federico Capobianco y Luciano Sáliche | Portada: Aleksandra Waliszewska

Todas las investigaciones sobre el intento de asesinato contra Cristina Fernández de Kirchner se dirigen al barro. Ni bien se capturó al atacante y se corroboraron sus datos elementales, la Policía zarpó a su casa en una caravana a fondo cruzando la General Paz rumbo a Zona Norte. La posibilidad de un centro de operaciones, de una guarida secreta con un posible plan diagramado en la pared, fotos clavadas, horarios, datos anotados, líneas de puntos, círculos, todo eso se habrá dibujado en la imaginación del grupo de canas que pasaba los semáforos en rojo con las sirenas aullando. El allanamiento en la casa de Fernando Andre Sabag Montiel fue inmediato. Un monoambiente precario de quince metros en la calle Uriburu al 700, partido de San Martín, que alquilaba hacía ocho meses. Según los trascendidos, encontraron 100 proyectiles calibre 9 milímetros repartidos en dos cajas marca Magtech, una laptop, dos tarjetas SUBE, una tarjeta UALÁ, calcos de tatuajes, documentos ajenos. Y un gran desastre: mugre y desorden. Como si la mayor posibilidad después de asesinar a la Vicepresidenta de la Nación fuera la de no volver jamás.

En la agenda pública se instaló el concepto de discursos de odio, un término que se viene trabajando desde hace años para explicar la catapulta de ira contra esas minorías que hoy cuentan con una gran visibilización gracias a internet pero también gracias al auge del progresismo en su faceta multicultural. Si bien es cierto que el odio es algo que se puede encontrar en todos lados y con diferentes usos —Vicente Luy tenía un buen verso: “Usá tu odio para el bien común”—, el punto fundamental es pensar qué argumentos o, mejor, qué fundamentos, qué motivaciones, qué intereses, lo encienden. Algo del intento de magnicidio mediatizado nos devuelve una imagen oscura, difusa y sobre todo confusa: puro barro. Abajo, en el fondo del pantano, donde ninguna linterna alumbra, donde no hay detalles ni ornamentos, vemos una maraña de frustración, ignorancia y basura ideológica. Como si tras el velo de la amabilidad democrática pretendida en un país —y en un mundo— caótico, desigual y en varios sentidos arrasado hubiera un inolvidable cuento de terror.

La ética imposible

Rascando la máscara —o lustrándola—, Sabag tiene un perfil construido en las redes sociales a base de selfies. Lo que resalta de forma instantánea son sus tatuajes: el sol negro en el codo es un símbolo ineludible del misticismo nazi, la cruz de hierro es una condecoración militar otorgada por Adolf Hitler —que desde 1945 se dejó de utilizar por su asociación directa— y la representación vikinga del martillo de Thor también está en la misma línea ya que, “como suele suceder —dice Juan Ruocco—, el 97% de los fanáticos de los vikingos son neonazis”. Hubo un contrapunto donde Sabag apareció en cámara. Fue en la pantalla de Crónica. Estaba junto a su novia, una vendedora de copos de algodón que discutió con una trabajadora que cobraba una ayuda del Estado. Brenda Uliarte, de 23 años, que en este momento está detenida por posible complicidad, se posicionaba en contra de “los planes” y de “los vagos”, en línea con el discurso del sentido común reaccionario. Sabag hizo una publicación en su Facebook: respaldó los dichos de su novia con una narrativa del esfuerzo y subrayó el supuesto éxito de sus resultados: “Con mi novia la levantamos en pala, nos forramos en guita”.

En ese posteo del 23 de agosto, publicado apenas unos minutos después de las nueve de la noche, Sabag construye un discurso bastante complejo. En apariencia es una caricatura, sí, pero hay algo más. No solo asegura que “es muy digno salir a trabajar de esto” (se refiere a hacer copos de azúcar), de “lo que cuesta levantarse temprano y estar una hora armando los copos y salir a venderlos y llegar hecho mierda a casa”, también habla de lo difícil que es trabajar en la calle: “muchas veces nos corrieron las mafias de coperos peruanos y me tuve que agarrar a las piñas”. No hace falta ser un especialista para notar que en el combo ideológico que sostiene su forma de pensar hay porciones considerables de xenofobia y una idea meritócrata muy marcada que explica la pretensión de mantenerse en el camino del bien, en la senda del trabajo, pero también hay algo que no dice aunque tampoco omite y es la dificultad de respetar a rajatabla esa línea ética. Una línea ética del sentido común, es cierto, pero que sólo funciona en los papeles, porque si bien “la plata no se hace mágicamente sino laburando”, la plata nunca alcanza aunque el trabajo sobre. Esa frustración exhibida hasta el patetismo no puede pasarse por alto a la hora de pensar este magnicidio.

En soledad no hay fascismo

Apenas se conoció la noticia y empezaron a circular las imágenes, en redes sociales y grupos de WhatsApp aparecieron las discordias. Nadie tenía un dato certero; sí una opinión. Quienes manifestaban su enojo alegando un show montado apelaban al “sentido común”, esa zona de la opinión pública donde todos creen aportar claridad pero es una gran sombra conjunta. La sociología se cansó de explicar que la opinión pública no existe y es una construcción de aquellos grupos de presión con intereses explícitos; se cansó literalmente. O perdió, mejor dicho, con la política y sus representantes, quienes durante el deterioro de su capacidad de representación en la etapa neoliberal basaron su legitimidad electoralista en esa voz embarullada que es la opinión pública. La alimentaron hasta desclasarla por completo. ¿Quién dice qué cosa? Nadie sabe. De tal forma, tampoco nadie sabe quiénes son el “ellos” o el “nosotros” que López Murphy enfrentó en un tuit,  cuando la tensión frente al departamento de la vicepresidenta empezaba a aparecer.

Judith Butler cita a Cortázar sobre el lenguaje cuando el escritor alertó sobre su uso: “¡cuidado! antes de utilizarlo hay que tener en cuenta la posibilidad de que nos engañe, es decir, que nosotros estemos convencidos de que estamos pensando por nuestra cuenta y en realidad el lenguaje esté un poco pensando por nosotros, utilizando estereotipos y fórmulas que vienen del fondo del tiempo y pueden estar completamente podridas”. ¿Qué es un discurso de odio? ¿De qué fondo de los tiempos viene? Solo podemos afirmar que están podridos; lo peor: su hedor verdadero solo aparece cuando se lo piensa mediante ucronías, o ya es demasiado tarde. El intento de magnicidio de Fernando Andre Sabag Montiel no es un acto aislado como el diputado de Juntos por el Cambio Martín Tetaz (ahora preocupado por el ajuste) quiso asegurar en redes y medios de comunicación. La violencia nunca es un acto aislado ni algo propio del sistema. No únicamente. Aclara Butler: “la violencia es al mismo tiempo acto e institución, pero es también una atmósfera tóxica de terror. Cada una le sirve de sostén a la otra, están de hecho encadenadas, conectadas una a la otra en una dialéctica potenciadora del terror”.

Acentuar lo de “caso aislado”, como lo hicieron el mismo Tetaz o José Luis Espert, tiene como finalidad anular la idea de violencia política. El conservadurismo siempre se pone teórico con conceptos rígidos para argumentar, entonces claro, no existe violencia política como la conoció la historia de este país. Los conceptos cambian, las modalidades también. Todo menos los fundamentos y las quejas de la derecha conservadora. Si uno repasa el libro de Marcelo Larraquy Argentina, un siglo de violencia política puede encontrar que salvo las veces en que los conservadores se persiguieron, y violentaron entre sí, nunca fueron ellos las víctimas. El nuevo siglo, reventado tras su etapa neoliberal, encontró nuevas derechas y nuevas formas de ejercer violencia política. Y si en la actualidad hay una radicalización de la derecha nacional, como explicó el historiador Ernesto Semán en una reciente entrevista, el resultado puede verse borroso pero no menos temible. 

Daniel Feiersteine, en La construcción del enano fascista. Los usos del odio como estrategia política en la Argentina, avisa que hay que tener cuidado con nombrar a cualquier cosa como fascismo. Es un concepto de fácil uso y es difícil encontrar comparaciones directas con las experiencias del siglo pasado. Pero como todo cambia, aclara que “estas nuevas derechas se han propuesto incentivar nuestros odios, transformar nuestras frustraciones ya no en parálisis [referido a lo ocurrido en la última dictadura] sino en agresión frente al familiar, frente al par, frente al vecino. […] Exactamente de eso se trata el fascismo en tanto práctica social, no de una violencia política direccionada y contenida”. Y agrega: “sí quieren llevarnos hoy a una violencia social colectivizada […] Quieren que seamos nosotros quienes salgamos a insultar, a golpear, a agredir, a escupir. Incluso a matar”. En su libro Larraquy repasa la violencia nacional de un siglo entero para “entender por qué se mataba. En nombre de quién o de quiénes. Con qué fundamento. Sobre qué bases. Con qué finalidad”. ¿Podría Fernando Andre Sabag Montiel responder alguna? 

El progreso cultural sin política

El utópico Charles Fourier insistió hace varios siglos con que el progreso político sin progreso cultural era una quimera. Hablaba en términos socialistas, claro. El devenir histórico, incluído el de nuestros país, generó otras variantes que Fourier nunca podría haber imaginado: el progreso cultural sin progreso político. Las experiencias neoliberales y sus constantes fracasos pudieron sostenerse gracias a sus victorias culturales. Volviendo a Feiersteine: “La reemergencia fascista contemporánea podría constituir un modo de reconfigurar una hegemonía que se vuelve compleja para el liberalismo contemporáneo en lo que hace a la posibilidad de sostener apoyos políticos masivos dentro de un régimen representativo”. No hay necesidad de explicar las decisiones a favor del capital, solo hay que buscar un responsable ajeno. Así, los límites de lo enunciable se fueron corriendo, llegó la posverdad y lo único importante empezó a ser marcar y remarcar a los culpables de que el éxito social no llegue. 

El macrismo es un claro ejemplo. Nuestro ejemplo. “La pesada herencia” empezó marcando a los primeros culpables, llegaron “los planeros” que se llevaban la de “los trabajadores honestos”, los docentes que adoctrinaban y se metían con los hijos de la “gente bien”, llegaron las denuncias de corrupción centradas en Cristina y, reflotando lo que el apodo de “yegua” puesto por el capital agrario tras el conflicto de 2008 representaba, empezó a la tiradera. Por más que Baby Etchecopar hoy crea que es tiempo de reflexionar hay vasto archivo radial donde se lo escucha incitar a su crew de taxistas, por ejemplo, a bajar a trompadas a kirchneristas de sus autos por ser cómplices de los corruptos. Los límites se corrieron tanto que llegó la antipolítica y lo enunciable pasó a ser eliminar a la “casta”. Lo enunciable pasó a ser una posibilidad.

La democracia de mascota

En Twitter hay muchas cuentas celebrando a Sabag. Son todos perfiles sin nombre y apellido, trolls con pocos seguidores con avatar de famosos, banderas de Argentina, dibujitos animados, ese tipo de cosas. Pero hubo un hombre, un tal José Derman de 38 años, que publicó un video en YouTube titulado “Nuestro total apoyo al héroe brasileño que intentó hacer justicia por los argentinos”: 11 minutos de paranoia y puteada limpia mirando a cámara. “¡La Constitución está siendo pisoteada por estas mismas lacras que nos gobiernan!”, exclama. De fondo se ve una mochila negra con la hoz y el martillo tachados y un pañuelo celeste encima. José Derman es, además, el responsable de un centro cultural en La Plata que lleva el nombre de Kyle Rittenhouse, un supremacista blanco estadounidense partidario del Blue Lives Matter y de Donald Trump conocido por asesinar, a sus 17 años, a dos manifestantes durante una protesta contra la violencia policial en el 2020. No es un detalle menor. A Derman lo acusaron de “intimidación pública” y detuvo la Policía. Entre las insignias anticomunistas y militaristas dibujadas en las paredes del “centro cultural neonazi” —como lo llamaron algunos medios— había un retrato colorido de Javier Milei en posición de guardia.

Hurgando en las redes de este lugar todo queda más claro. En sus posteos se habla de la libertad, mucha libertad, todo el tiempo libertad, libertad y libertad. “¡Viva la Libertad!”, concluyen sus los textos estampados en Facebook pero después alguien recuerda un viejo video con el mismo Derman como protagonista quemando un pañuelo verde. A medida que los medios indagan sobre el universo de Sabag brotan personajes que parecen salidos de La limpieza de Carlos Godoy. En el feed de Sabag hay una foto con Milky Dolly, una tiktoker que sube videos donde se acerca a cirujas y les da besos en la boca. Algunos medios dicen que son “amigos” pero lo cierto es que no hay más conexión que eso y posiblemente sea una mera casualidad: se la cruzó en la calle, le dijo “te conozco”, le preguntó si se podían sacar una foto, ella accedió. No importa. Lo cierto es que el universo Sabag nos muestra con una precisión escalofriante los bordes de esta democracia dócil, mansa, convertida en mascota del capitalismo. En esos bordes, donde la única certeza es el fracaso, donde la despolitización se vuelve bronca, algo estalló y ahora el barro sale a borbotones.

* Pintura de portada: Aleksandra Waliszewska

 

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