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Por Enrique Balbo Falivene | Portada: Diego Velázquez
El nacer no es sino un sueño y un olvido
El alma que sale con nosotros, la estrella de nuestra vida
Se ha puesto en alguna otra parte
Y viene de muy lejos
William Wordsworth (1770-1850)
Se me ha señalado, y con razón, por mi carácter profundamente apático, por cierta indiferencia hacia los asuntos mundanos y del espíritu, por mi extraña vocación de segundón enquistada en un talante introspectivo; esta vez, sólo por esta vez, el lector se verá beneficiado, aun con la magnitud del hecho que me dispongo a narrar, por esa actitud reflexiva y escasamente alegórica, por mi parsimonia, por mi quietud: nadie hallará en este escrito signos de admiración, puntos suspensivos o los fértiles paréntesis y corchetes.
También deseo manifestar, no como excusa, que no soy literato ni poeta ni pretendo serlo, que carezco de vanidad y desconozco la fantasía; es verdad que he leído algunos libros, no demasiados, más por mero recreo que por algún afán de conocimiento; al respecto dejaré una única metáfora, infantil, atribulada, faunesca, que bien se acota a mi imaginación y a mi nula virtud retórica: la vida, por fortuna, pasa rápido, como un ratoncillo que corre ocultándose entre las hierbas del campo; la historia en cambio es lenta, mucho más, es un elefante que atraviesa la sabana y que inexorablemente arribará a la charca. Estos son mis tiempos, nunca supe contar los días y las horas, nada sé de calendarios y efemérides, pero me abrazo a la historia, con la que puedo comulgar en la misma cadencia rítmica.
Digo esto porque no consigo determinar cómo cambiaron las cosas, sí recuerdo, curiosamente, el cuándo: fue poco después de la guerra del Paraguay, con la llegada de la negra Anastasia a nuestra casa de la calle Álzaga (1) de Buenos Aires.
La introdujo mi abuelo, después de comprarla en la Aduana Vieja (2) jactándose de su intuición castrense a la hora de juzgar subordinados. Nadie se atrevía a negarle su pasado militar pero también hay que admitir, algo que él nunca hizo, que no había oído silbar una sola bala ni tronar la artillería; había integrado el afamado Regimiento Número seis, conocido como el de Pardos y Morenos, pero siempre desde una tienda de campaña con un tintero y una pluma, con vino y tasajo, con las botas fuera del barro al calor de un hornillo. Soñaba con el Tercio Español en Flandes, con la Novena Legión, con Aníbal y con Cartago, con César en la Galia; deseaba haber muerto en combate, atravesado por una lanza india o un sable guaraní. Murió en un viaje a provincias, no llegó a cruzar ni el bañado de Flores: una pulmonía se lo llevó antes de los cincuenta años.
Pero al abuelo Evaristo, un verdadero carcamán, le debo, le debemos, los aciertos en la mesa y los desaciertos de la guerra; de la primera exclamaba, antes de sumergirse en un plato para no volver a levantar la vista: “cuanto más valiente es un ejército, peor es su comida”; de la guerra suscribía la soberbia de Mitre: “en veinticuatro horas en los cuarteles, en quince días en campaña, en tres meses en Asunción”. Teniendo en cuenta que la guerra se prolongó durante cinco sangrientos años no hay nada más que agregar al respecto.
Del resto, de su vida en la ciudad, hizo suyo, y nuestro, el lema que mucho se ajustaba al patriciado porteño: vicios privados, virtudes públicas. En la casa de la calle Álzaga, en el espacioso comedor que los patios inundaban de luz, en la larguísima mesa de algarrobo, se comía, se bebía y se hablaba mal de todo el mundo. Después nos íbamos a dormir la siesta con la conciencia tranquila.
Con la irrupción en la casa de la negra Anastasia la comida se nos empezó a juntar con la cena. Pero antes de adentrarnos en el misterio que sumió a la familia e inquietó a las instituciones encargadas del orden público, me gustaría describirla, si fuera esto de alguna utilidad: era delgada como un palo, se movía con sigilosa agilidad, nunca hablaba, sólo asentía y cuando miraba nos corría un frío desde lo alto de la espalda hasta los riñones, aunque su rostro se mostrara inexpresivo. No sabíamos qué edad tendría, su piel tenía la textura del alabastro y en la cara no presentaba una sola arruga. Creo que era congoleña, de la etnia de los bantúes, pero esto eran suposiciones de mis padres. Sí supimos que llegó a puerto por la ruta de los esclavos del Atlántico y con la cocina entendimos que tendría que haber servido en alguna casa de la vieja España, en donde, desde los tiempos de Fernando VII, Anastasia aprendió o modificó una receta que se llamaba Olla Podrida (3), para nosotros, en los dos márgenes del río de la Plata, puchero.
Y aquí es conveniente que me detenga porque arribo a la razón de este relato. Es sabido que el humilde puchero, sin afán de desmerecerlo, no es más que una mezcla abundante que se cuece toda junta. Lo de Anastasia era bien diferente, una receta como la nuestra, si es que el posesivo tuviera lugar, que parecía haberse inventado para evitar trasiegos en la cocina, con Anastasia era un trabajo tan complejo como minucioso. Y lo que cuento ahora es lo que vi porque como ya dije no soy amigo de fantasías.
En una perola enorme, porque siempre éramos muchos a la mesa, ponía las carnes y las cubría con agua. De allí al calor del carbón al que previamente le ajustaba el tiro para que cociera lentamente, luego, cuando rompía el primer hervor lo asustaba (4) con agua fría del aljibe. Las carnes, que no había mucha y menos fresca, solían ser alguna caña de ternera acecinada, un trozo de hueso de jamón o un espinazo de cerdo partido con el hacha. Al momento de incorporar las verduras, le sumaba, si lo había y de los corrales de la casa, el pollo. Las verduras eran puerros, cebolla, apio, zanahoria, coles, patatas y nabos. Junto a esta cantidad casi ilegal de ingredientes llegaba la hora de los garbanzos, que había dejado en remojo el día anterior para que se hincharan, y que metía en la perola encerrados en una red por el único motivo de no tener que estar pescándolos de a uno. Mientras Anastasia parecía olvidarse de la olla empezaba a picar a cuchillo un trozo de carne de ternera a la que antes había dado un baño de vinagre para quitarle los malos olores. Con esta carne hacía unas pelotas gigantescas que rellenaba de uvas pasas y almendras, cebolla picada y ajo para echarlas al cocido y que después servía cortadas como dulces medallones. Junto a las fuentes en que presentaba carnes y verduras las acompañaba con trozos de pan frito con ajo. El caldo se servía al final con una pasta que ella amasaba y daba forma con la rarísima habilidad de sus nudillos. Un tazón de esa pócima funcionaba como digestivo, aliviando además cualquier catarro o las resacas del espeso vino Carlón.
Anastasia necesitó un invierno para hacerse la fama, diría que en todas las casas de Buenos Aires. Muchas señoras, con la previa anuencia de mi señora madre, enviaban a sus cocineras, pero como Anastasia no hablaba se limitaban a seguir todo el proceso culinario persiguiendo a la cocinera como perrillos falderos. Ninguna de ellas, de las muchas que pasaron por la cocina, supo reproducir la receta de Anastasia. Se empezó entonces a hablar de algún secreto, del misterio de Anastasia, pero más por sus silencios y el hipnotismo de su mirada, que por la elección de los ingredientes o su capacidad entre los fogones.
En mi caso y con mis cortos trece años de edad, estaba convencido que el secreto estaba en el agua. Si bien la casa ya estaba provista de agua de red por la Water Supply (5), Anastasia insistía en utilizar agua del pozo para sus cocidos. Esto que causaba algunos perjuicios como trasladar el agua desde el patio a las cocinas o bajar a desinfectar el aljibe al menos una vez al año, fue lo único que solicitó a mis padres, y creo que fue la única vez que le oímos el sonido africano de su voz.
También la había visto demorarse por las noches acodada al murete del aljibe, con la mirada perdida hacia los fondos, con su pequeño cuerpo como retorcido por algún extraño dolor, para después volver a su cuarto arrastrando los pies, casi sin fuerzas, muy lejos de la agilidad con que se movía durante el día.
Pero el misterio perduró. En los años que siguieron nadie consiguió reproducir el cocido ni aun apuntando los más nimios detalles. Y así, en ese tránsito de zozobras y largas sobre mesas, seguimos hasta que una mañana sobrevino la tragedia. La casa perdió el compás de rutina y tranquilidad cuando el lechero llegó con su vaca y tocó la campana para entregar el ordeñe diario y Anastasia no acudió.
La buscamos primero por la casa, los patios, los huertos y los establos; después por las calles y el barrio, el puerto, las casas de acogidas, los hospicios y hasta en la casa de Niños Expósitos. Mi padre colocó anuncios en los periódicos, se alertó a las fuerzas del orden y a la Aduana, la desaparición de Anastasia se volvió una empresa en que todos querían intervenir pero que nadie consiguió develar, como el secreto de su cocido.
Una noche, meses después de la desaparición, cuando todos intentábamos olvidar el hecho, se me ocurrió, no sé por qué, repetir el gesto de Anastasia y asomarme al aljibe. Bajo el plenilunio el patio tenía un aspecto como de ensueño y yo, con mi carácter apático, con mi indiferencia, me asomé y mi cuerpo se estremeció, empecé a llorar con la gravedad del que será marcado para siempre. Cayeron las primeras lágrimas a ese pozo de aguas quietas que crearon unas pequeñas ondas y ahí los vi: estaban desde el fondo, con las miradas de tristes ojos blancos hacia el cielo de la noche, los negros, mulatos, zambos, pardos, trigueños y morenos; estaban los lacerados por los látigos, los mutilados de la guerra, los tullidos, los tuertos, los mancos; estaban los deshidratados y suicidas de los barcos, los arrancados de sus familias, de sus aldeas, los muertos por la peste y el hambre; estaban los que portaron máscaras de hierro, grilletes y cadenas; los que tenían las manos destrozadas por el algodón, los amputados por infecciones, los abandonados en el desierto, los ahogados, los humillados, los vejados; estaban las mazamorreras, los peones rurales, talabarteros, lavanderas, matarifes, plateros y pasteleros; estaban todos los obligados a aprender un oficio y trabajar para el patrón blanco; estaban los libertos, los de sangre real, los niños. Eso era todo, en el agua, en el fondo de un pozo, giraban con las cabezas en un espiral sin fin congoleños, angoleños, caboverdianos, nigerianos, guineanos, togoleses.
Me retiré ganado por la vergüenza, mi apatía se agudizó. No volví a salir a la calle, fui envejeciendo y la casa, la augusta casa de la calle Álzaga fue cayendo conmigo. No me casé ni tuve hijos, dejé que la vida pasara y, como dije antes, lo hizo a una velocidad que me permitió reconocer que yo había nacido para ser viejo. En cuanto a la historia, más lenta, decidí que debía intervenir: convoqué a un herrero que forjó un cierre para el ojo del aljibe que no volví a abrir jamás.
1. N del E: hoy calle Alsina.
2. N. del E: hoy esquina de Florida y Maipú.
3. N. del E: deviene de olla poderida, luego poderosa; es, básicamente, un cocido con los ingredientes ordinarios más jamón, gallina y garbanzos.
4. N. del E: consiste en añadir un líquido frío a otro que está hirviendo con el fin de que deje de cocer momentáneamente. Se realiza para evitar romper los géneros o para engordar salsas.
5. N. del E: en 1869, dos años después de la epidemia de fiebre amarilla, Buenos Aires tuvo en la compaña inglesa Water Supply el primer servicio de saneamiento (agua, cloacas y desagües pluviales). Después, por insuficiencias en el servicio, se nacionalizó y amplió llamándose Obras Sanitarias.
Imagen de portada: «La mulata» o «La cena de Emaús», de Diego Velázquez.
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