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Por Luciano Lutereau | Portada: Adam Martinakis
1.
Todavía es común una estructura del amor adolescente que, para las chicas, puede resumirse con la expresión: volverse fan del chico que les gusta.
Así una adolescente se pone de novia con un pibe que es metalero y empieza a escuchar metal; o se hace hincha de Atlanta y acompaña al chico a la cancha, si es el caso.
Podría pensarse que este es un tipo de dependencia propia de una sociedad desigual, pero Freud ubicó una coordenada más profunda que amerita comentario.
Por un lado, Freud dice que hay una relación directa entre el amor femenino y la identificación, proceso psíquico este último que implica una regresión y renuncia al objeto a partir de asimilar sus aspectos al yo.
De este modo, lo que parece un fanatismo es el comienzo de abandono progresivo. No es raro que la chica que hoy es hincha de Atlanta, mañana dejó al pibe y se fue con el metalero y así sucesivamente.
El fanatismo amoroso de la adolescencia es un proceso de desinvestidura libidinal, cuya raíz es la revivencia del Edipo y la transformación de los objetos endogámicos en exogámicos: este proceso supone dejar de amar al padre.
El fanatismo de la adolescente es un modo de matar al padre y esto explica un fenómeno asociado: la idealización con que ciertas mujeres se enganchan con varones a los que odian.
Por otro lado, entonces, así como la identificación es un retiro del amor, la idealización es un modo de que el amor continúe a través del odio.
Esta puede ser una forma en que se desarrolle el amor de la mujer que ya no es adolescente en el caso de quien solo puede idealizar varones a los que (luego) despreciar.
Esta también es una estructura todavía común.
También lo es que haya varones que se enganchen con mujeres que los idealicen, pero que no los amen; en los que su admiración es correlativa de reproches y malos tratos.
En ambos casos se trata de sostener en la fantasía el amor a un padre, antes que a un varón o a una mujer.
2.
A pesar de que cada vez son menos frecuentes los casos de histeria femenina –algo que ya notó Freud en 1920 cuando escribió el caso de la joven homosexual y Lacan subrayó en 1969 y 1974, con lo cual hoy, 100 y 50 años después, ya no tiene mucho sentido afirmar esa menor frecuencia como una novedad– hay algo que persiste.
Uno de los rostros de la histeria es su camuflaje sintomático; me refiero al uso que hace de los síntomas del padre. Esta es casi una indicación diagnóstica: si uno usa los síntomas del padre, no es histeria.
Por uso de los síntomas del padre me refiero a esa encrucijada en que, como parte del análisis, se delimita un tipo particular de sufrimiento, que cobra estatuto sintomático, pero que es una trampa para el analista. Ejemplos típicos: me deprimo como mi papá, soy calentona como mi papá, me cuesta cuidar la plata como mi papá que se fundió tantas veces, etc.
Este uso de los síntomas es una trampa, porque su origen es el amor al padre: son un residuo de la identificación con que se continúa amando al padre desde un punto infantil. Sin este modo particular de amor al padre (que Freud llamó “identificación al rasgo”) no se puede hablar de histeria; pero este no es su núcleo patógeno.
Estos síntomas residuales son un velo de otra cosa, del sufrimiento que más directamente toca al cuerpo y que es el lado B del análisis de la histeria, los síntomas que surgen por efecto de la (fantasía de) seducción.
Muchos casos de histeria que se presentan o supervisan permanecen en el primer nivel de análisis, caen en la trampa y, eventualmente, se parecen a un análisis del carácter -por la relación entre esos síntomas y el yo.
Es lo que se encuentra en esos casos en que las mujeres dicen haberse analizado mucho, durante años, pero no hay efectos pesquisables de análisis, sino una elaboración de saber.
El problema de este nivel es que los síntomas de amor al padre son inconmovibles, porque el amor al padre es inconmovible. Por eso Lacan lo llamaba “armadura”.
Es una buena imagen, por debajo está el síntoma en el cuerpo, verdadero síntoma sexual que, por lo general, pasa desapercibido.
Es muy difícil encontrar casos, incluso entre testimonios del pase, que hoy expongan esta dimensión. Con lo cual quizá puede discutirse a Freud y Lacan y decir que la histeria femenina sigue vigente, pero lo cierto es que si la histeria aún existe… los analistas no la analizan.
3.
El temor a quedar capturado en el otro es uno de los más primarios. Es un temor realista, porque la simbiosis es algo real.
Entonces, no es sin temor que alguien se defiende de lo real. Sin embargo, no es lo mismo defenderse de modo primario que a través de una posición de sujeto.
Una defensa primaria, no subjetivante, es la huida simple; ni siquiera evitativa, sino mera fuga, cuyo fin último es extraer el cuerpo.
Tener un cuerpo a través de su retirada no es en sentido estricto un cuerpo, porque un cuerpo si es tal necesita afectación.
A veces esto se confunde con fobia o histeria, pero no es una cosa ni la otra. No es fobia porque la fobia es afectación por la cercanía; tampoco es histeria por lo siguiente:
En la histeria el temor a quedar capturado en el otro supone el “no”. En algún lugar, el histérico dice que no. Quizá antes, quizá después, pero en cualquiera de los dos casos muestra cómo la histeria –al igual que la obsesión– es una patología del tiempo (mientras que la fobia lo es del espacio).
Sin ese “no”, el histérico siente que el otro se lo come, que lo atrapa sin remedio, que no podrá escapar. Por eso tiene modos sutiles de decir que sí, sin decir que sí; por ejemplo, “Bueno”.
Con el “bueno” finge consentimiento, pero también muestra de la mejor manera su conflicto con el deseo: si dice que sí, quedará a merced, mientras que con el “bueno” ejerce su última resistencia, la de estar sin estar, porque no puede responder al deseo (del otro) más que como objeto.
En la histeria, la fantasía de “ser objeto” impide “estar como objeto” -lugar este para nada pasivo, sino forma activa de mezclarse con el otro sin fusión.
Etiquetas: Adam Martinakis, Amor, Histeria, Luciano Lutereau, Sygmund Freud