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Por David Sebastián Rodríguez | Portada: Caravaggio
Fabián Casas dice: “Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones. No esta vulgar indiferencia, esta pasión por la banalidad, esta ficcionalización con todos los tics de la peor TV de la tarde, los talk shows de Moria, y toda esa mierda. Al octavo whisky lo llamo a mi amigo Santiago y le digo, medio llorando, medio exaltado: Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la CIA!”
Existen diversas maneras de afrontar la escritura. Casi siempre, triunfan aquellas que apelan a un orden. Sin embargo, emergen dentro de esos límites varias que contienen un patrón común que es la escisión. No es una tarea fácil hacerlo, tampoco es garantía de nada. Porque quien lo pretende, sabe de antemano, que no logrará un texto sin haber enloquecido durante su proceso. Su proceso se acentúa dado que un texto ocurre después de haberlo corregido cientos de veces. Implica: deshacer, develar, recomponer, agregar, elaborar y deshacer, develar, recomponer, agregar, elaborar y deshacer. ¿A quién se le ocurre entonces desarrollar una práctica cuyo resultado involuntario es hurgar su caja negra?
Leila Guerriero dice que Juan Villoro aborda el oficio de escritor como si este no lo fuera. Esa distancia permite dos cosas: hacer creer que se puede escribir como él y, en segundo lugar, comprobar que escritores de esa talla se construyen de valentía, y de mucha generosidad. A ambas virtudes, señala la escritora, se le agrega un ingrediente más: la escisión.
¿Qué se hace con los problemas que aparecen durante el proceso de escritura? Todo puede ser una respuesta de tantas, pero evitar pensar el oficio como una práctica sin problemas es una contradicción. Una que evita profundizarlos, un síntoma de la época: profundizar los problemas. Escribir pensando en la dispersión garantiza salirse de los mejores protocolos de escritura y da paso a recalcular el abordaje al texto fallido. En sus diarios, F. Kakfa y K. Mainsfield sufren porque la escritura no acontece. Cómo, habría que preguntarse, algo que parece tan sencillo se niega tanto. “Escribir, dice Villoro, es un devaneo hacia una meta ignorada”, entonces: ¿Para qué tomarse la molestia?
En un tweet reciente, Ariana Harwicz, alertaba sobre el problema que carga la literatura latinoamericana vista desde ojos europeos. Una editora española le aseguró que su escritura no era consecuencia de la región donde había nacido. Que no sabía de dónde era, pero estaba segura que de latinoamérica, no. La reflexión partía de la idea de que la literatura producida en la región, para los españoles, no podía evadirse de los temas principales: narcotráfico, femicidios y gótico andino.
Escribir bajo esas órdenes requiere de esfuerzos que son descomunales. No solo porque se lucha contra las tradiciones sino también porque, mientras se trabaja, hay que buscar una identidad. Por eso Villoro pondera la manera en que los materiales se usan en el barro común de la escritura antes que su propio uso. Si la editora española no puede salir de su habitáculo de representante de “la gran literatura” no es un problema del oficio de escribir. Sí requiere entender que el mismo acto de escribir conlleva, entre otras cosas, el riesgo a quedarse solo en el monte de las palabras.
¿Cuántas hojas en el cesto se necesitan para animarse a mostrar lo escrito? Es necesario que los papeles derramen tinta una vez arrojados a la basura para acopiar algo de valentía y generosidad. Valentía para decir lo que se piensa y generosidad para intentar el ademán involuntario de Villoro. De nada servirá que la escritura sea concebida como un acto prolijo, lúdico, respetuoso. Quien escribe lo hace porque está en desacuerdo con el mundo en el que vive de ningún modo lo hace para gustar, ni para recibir aplausos. ¿Y si el acto de escribir no es más que uno de histeria?
Quienes practican el oficio de escribir se distinguen del resto dado que los primeros no solo ejecutan una práctica que los muestra desnudos, también se preguntan por esa misma acción que les quita el sueño, los enloquece, pero de alguna manera, los cura.
Concluyen estas reflexiones con las preguntas que Leila Guerriero propone para asomarse al abismo de las palabras: ¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe?
* Pintura de portada: «San Jerónimo escribiendo» (1605) de Caravaggio
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