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30-09-2022 Ficciones

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Por Mauro Marquez

“(…) nos empujan a sueños no deseados, a inoportunos destinos.”
Truman Capote, Música para camaleones

 

Cuando me di vuelta en el asiento, ya estaba ahí. Había poca luz en el bar y las voces llenaban el ambiente como un vapor.

–Soy el hombre de las serpientes –dijo, y extendió la mano en un saludo solemne. Después me sonrió y dibujó el gesto de acariciar a una criatura enorme que no tenía y que le colgaba del cuello. La acarició tiernamente, como a un perrito.
–¿No escuchó de mí?
–No.
–Eso es raro. Todos me conocen acá.

Aturdido, como estaba, por el calor y la cerveza que a esa hora no paraba de correr, traté de entender lo que pasaba. Por instinto, miré a Cristian que estaba detrás de él, en medio de un alboroto de voces y gente desconocida para mí; Cristian hizo una mueca como diciendo “la que te faltaba” y entonces terminé mi vaso y lo dejé sobre el mostrador.

Estamos en Honky Bar, el local del Chino, en la colectora de la Ruta 3. Son más de las tres de la mañana y acaba de terminar un torneo de truco; el premio era un cochinillo de nueve kilos que carnearon esa misma tarde en el patio de atrás. Se lo llevó una pareja de paraguayos que tenía su propio código de gestos, una cosa indescifrable. Al final, el Chino fue hasta la heladera que está en el fondo del local y trajo orgulloso el trofeo, envuelto en una bolsa de plástico transparente. El animal había sido extrañamente doblado para entrar en esa heladera cargada de botellas y ya no parecía un cerdo, sino una especie de camarón gigante.

Después de eso las mesas se desarmaron y reacomodaron para seguir jugando por fuera de las normas, para poder seguir tomando y escuchando los rockanroles que el Chino manda desde el otro lado de la barra. Algunos juegan para recuperar la plata perdida de la entrada; otros juegan por jugar nomás. Los que llegan a los torneos del Honky Bar son gente que no tiene hora, como diría mi madre: desempleados, camioneros de franco, albañiles viejos y changarines jóvenes con la costumbre de quemarse el magro salario y el hígado.

Entre los jugadores, está mi hermano menor, que ha perdido plata y quiere recuperarla. Consigue otra pareja porque la suya ya se ha ido. El nuevo es un tipo de gorra roja y camisa de jean, más rápido que los demás. Lucas es bueno con las personas y con las cartas. No le importa ganar o perder, siempre juega, juega más. Juega mejor. Es también cierto que las cartas y la noche fueron el motivo por el cual Giselle se fue de la casa con el único hijo de mi hermano y se internó en un barrio de Laferrere, una especie de fortaleza familiar con tres casas en un mismo terreno inmenso donde viven sus hermanos mayores, dos gordos ociosos y pendencieros, con sus mujeres feroces, aún más peligrosas que ellos. Una tarde, Lucas llegó del reparto y su familia ya no estaba. Su mujer se había llevado la ropa del placard y una televisión led que compraron juntos la navidad pasada. Si es para vos, solita va a volver, le dice mamá a mi hermano todos los mediodías, cuando hablan por teléfono.

Ahora, Lucas nos dice que es libre para tomar y jugar todo lo que quiera; como si fuera chico otra vez. Pero cuando toma un poco y le llegan las cartas, veo asomar una delgada línea de luz roja en sus pupilas. Algo filoso y lejano se insinúa en los ojos de mi hermano menor y, en esos momentos, se me da por pensar: “Este va a hacer una locura”. Pero después se le pasa y grita y toma más. Reparte las cartas, se lame la punta del pulgar. Y ríe.

–No me presenté bien –siguió el tipo de la barra–. Yo voy por la plaza de Catán, los sábados y domingos a la tarde. El de la boa en el cuello.

No sé a qué le sonríe. Es flaco y un poco más alto que yo, lleva una remera negra gastada con el nombre de una banda que no conozco y unos pantalones de jean sucios o muy viejos. Da la impresión de haber estado bajo la tierra por mucho tiempo. Pero la cara dice otra cosa: pálido, pelo ondulado y largo, atado en la nuca, ojos negros, brillantes y tiesos como dos insectos bajo la luz cálida de los focos. Pienso que podría tener veinte años o cuarenta. Tal vez sea un loco de esos que se quedaron en la banquina de la vida, sin edad.

El Chino se acercó para dejar una cerveza que nadie había pedido. Serví dos vasos y le ofrecí el suyo al hombre de las serpientes que se lo bajó de un solo trago. Serví más. Su elocuencia empezaba a crear en mí ese odioso magnetismo que tienen los locos.

–¿Te cuenta de las bichas? –preguntó el Chino, con una sonrisa pícara–. Siempre habla de las bichas el tipo –el Chino es inquieto y no se lo puede predecir: dice eso mirándonos de cerca, a los ojos. Sin que lo hayamos notado, nos seduce con la botella de cerveza helada y una gran sonrisa de vendedor de autos. Entonces, desaparece de golpe. Siempre es así.
–Me gusta eso. “Bichas” es un lindo modo de decirles –siguió el tipo–, la pitón que yo tengo se llama Marcela y duerme en el galpón de casa, en una caja metálica enorme que antes era la parte de adelante de la camioneta. Es muy tranquila Marcela, a nadie le rompe las bolas. Mi vieja le tenía tremendo terror al principio. No dormía en toda la noche y cerraba cada puerta y ventana con candado. Yo le dije que Marcela era una bebé, no hacía mal a nadie, y que, si en un improbable ataque de locura decidía venir a comernos, esos candados no la iban a detener porque era más inteligente que nosotros. ¡Se tapaba la cara, así, la boluda! No va que una noche me la encuentro a la vieja mirando por la ventana de la cocina que da al patio; miraba la puerta del galpón. Eran como las cuatro de la madrugada. Estaba tiesa y con los ojos desencajados. Así de grandes. “Llevatelá Mario”, me rogó. Pero con el tiempo se fue acostumbrando. No digo que se las entienda como yo, pero al menos volvió a dormir. No hay como esconderse de las serpientes. Ellas leen a las personas.
–No me llevo con los animales. Tenemos una desconfianza mutua.

Siento que hay cierta presión sobre mis sienes y la cerveza, a medida que baja amargamente, empieza a liberarme. Enciendo un cigarrillo y le ofrezco uno a mi amigo. Igual que con la cerveza, fuma vorazmente. Tres largas pitadas y el cigarro es apenas una incandescencia pequeña entre sus dedos. ¿De dónde salió este tipo?

En las mesas de truco, al fondo, de pronto estalla una carcajada conjunta que es como un sacudón que me despabila, me devuelve al bar, al loco y a una conversación que, al parecer, yo había sostenido en piloto automático:

–Sí, son difíciles de cuidar las más grandes –me contesta– porque necesitan comida más grande. No se conforman con alimañas o con carne picada. No se conforman porque nacieron para la selva o para el monte, y es difícil satisfacer ese instinto acá.

Hay algo maligno en este tipo, los ojos tan negros y fríos, su cuerpo erguido, señorial, entre todos nuestros cuerpos endebles, hinchados de humo y de cerveza, y recargados sobre las superficies del mundo, parece decir: yo camino sobre tierras conquistadas. Si quiero, puedo tomarme dos cajones de cerveza y fumarme todos esos cigarrillos que llevan celosamente en los bolsillos del pantalón, puedo tomarme toda la falopa de todos los baños roñosos de estos kilómetros. Y nada pasaría. Soy una sombra que cruza el fuego sin quemarse y el agua sin mojarse. El que quiere creer, que crea.

 

Desde la entrada lo veo llegar a Marci, se acerca a la barra. Viene de afuera y está agitado, toma un trago largo del vaso que le ofrezco.

–Se quedó el auto de mi primo –dice Marci–, hágannos la segunda…

Tengo que comprar cigarrillos, pienso. Además, acá el ambiente está caldeado, ¿cuántas cervezas bajamos ya? Aprieto el paquete en mi puño hasta que se hace un bollo y digo vamos. El hombre de las serpientes saluda con la mano al grupo que está detrás de él, pero nadie parece enterarse. Se ha vuelto sutilmente invisible para los que lo conocen. No le importa.

El aire de afuera me da un cachetazo. Descomprime. Así debía sentirse un buzo de los viejos cuando le quitaban la escafandra. Pero enseguida empieza el otro mareo, la noche es muy grande y muy onda. Levanto la cabeza para respirar mejor y pienso: “eso que ves allá arriba, es todo el universo”. Necesito fumar. Me doy cuenta de que afuera es peor que el encierro y de que debo estar muy en pedo. Somos Marci, él y yo. Unas cuadras después, perdemos de vista la ruta, anaranjada por las luces de mercurio. La basura se acumula en pequeños montones en las esquinas, pegada a los cordones. Más allá, sumidas en la oscuridad están las canchitas de los descampados, donde la basura y los perros de la basura rodean e imponen los límites del terreno donde se juega. Hasta acá se juega y allá, donde los pañales cagados y la fruta podrida, se va. No nos hace falta verlo para saber que es así.

Caminamos y fumamos. Marci explica lo que pasó con palabras exactas, técnicas, y yo sé que el hombre de las serpientes escucha a medias y confirma; su mundo interior no le permite rehusarse a ningún tipo de conversación. No entiende un carajo de aceite, burros de arranque o motores bajados, pero nunca va a perder esa cortesía que es para él una forma de supervivencia. Como la oscuridad del camino no es completa, puedo ver sus siluetas, una alargada y filosa, la otra robusta, que se pierden y surgen de las sombras de las galerías. No hay un alma. Todos los locales y kioscos están cerrados. Podría haber comprado cigarros en la estación de servicio.

–Cuando vea a los ojos a la serpiente… –decía el loco– cuando usted la vea, no va a querer ver nada más. Le remueve cosas adentro.
–Debe ser como un espejo –trato de imaginar y de aplacar la ansiedad porque siento que el asfalto se inclina ligeramente. Estoy haciendo un gran esfuerzo por mantenerme erguido.
–Como un pozo –dice–. Es como un pozo.

 

Cuando llegamos al auto, tengo la certeza de que allá arriba la ruta se prolonga en una distancia capaz de tragarse cualquier cosa humana. Pensar en eso empeora mi mareo. La ruta 3, que es una concurrida avenida de San Justo a Laferrere y, en este trecho, una ruta nacional a cuyos costados cada tanto se levanta una fábrica olvidada, cuando se pasa el km. 36 se vuelve una flecha disparada al vacío. De noche, si lo piensa mucho, esa impresión se abisma en la cabeza de uno y hace que la ruta parezca monstruosa.

–¡Dale, va, va, va! –los tres hacemos fuerza contra el vehículo, en la oscuridad de una calle angosta. Marci es fuerte de verdad, debe tener la fuerza combinada de nosotros dos o más. Empuja con la fuerza de un ejército que, yo sé, es un ejército de muertos. Sí, son los mismos muertos, sus muertos, a los que les rezó Marci la noche en que se hizo esos cuatro cortes profundos y parejos en las yemas de los dedos de la mano izquierda. Llamó a San Expedito y llamó a su madre, muerta de un ataque de asma a los treinta y siete años, cuando él tenía solo diez; llamó a su abuela que se hizo cargo de él y de sus tres hermanas. Molesté a todos mis muertos, contó esa vuelta Marci, con el tono de un chico avergonzado. Había subido tanto que ya no iba a poder bajar, no había forma de bajar, decía. Pensé “así te habrás muerto vos, mamá”. Estaba re solo, y con todo ese miedo apretado adentro, loco. No sabés qué feo.

El auto se clava y avanza a trancos por efecto de nuestra fuerza conjunta. Tracción a sangre. Una vez más así y, por fin, expulsa el rugido y el humo negro del escape. Aplaudimos para celebrar. Después, yo tuve que sentarme en el cordón para que el mareo no me volteara.

De un momento a otro, Marci salió disparado hasta el auto y cambio dos o tres palabras con el conductor, su primo, a quien no habíamos visto. Estaban a pocos metros. El auto se movió y Marci se dirigió a nosotros mientras le daba la vuelta y abría la puerta del acompañante.

–¡Vamos, dale! ¡Suban! –gritó–.

No entiendo. “¿A dónde?”, pienso. ¿A dónde?, grito.

De pronto, el hombre de las serpientes parece haber recibido una descarga de adrenalina. Se ríe como una criatura en un juego. Los círculos de sus ojos, más negros y hondos que nunca, tienen algo festivo, peligroso.

–¿A dónde van? –le pregunto, mientras el auto va ganando velocidad poco a poco.

Marci saca medio cuerpo por la ventanilla del acompañante, dice que vamos, que subamos ya y, sin saber cómo, toda la noche es ese auto destartalado, rugiendo y arrojándose quién sabe a dónde.

Les grité, pero se perdieron al doblar la esquina.

 

La entrada del Honky Bar es una entrada alta y ancha en forma de arco. Recuerdo que ese local había sido usado como iglesia evangelista antes de que el Chino lograra un extraño arreglo de alquiler a comienzos del verano. No es difícil darse cuenta de que todavía conserva algo de aquella atmósfera, a uno le entran ganas de persignarse y de emborracharse al mismo tiempo. Cuando levanté la vista, me pareció extraño que aquel cartel amarillo de letras negras que colgaba sobre mi cabeza no despertara ningún presagio.

–¿No fuiste con ellos? –pregunta el Chino cuando me ve venir. En la ronda están Cristian y otros dos hablando seriamente y fumando.
–No.
–No sé por qué querían ir en auto. Nosotros siempre fuimos a pata, es acá nomás.

“¿No importa? A eso hijos de puta habría que matarlos”, escucho que le dice Cristian al tipo de la gorra roja, masticando odio.

–¿Y Marito? ¿Qué opinás? –me pregunta el Chino.
–Que no está tan loco, como todos. Aunque vive con una pitón en una casita de los kilómetros. Más loco que otros debe estar.
–No. Está re loco. Fabula siempre el tipo. Vive con la madre, solos. La pobre vieja tiene una enfermedad de la cabeza, se olvida de las cosas ¿viste?, y él se la pasa en una pieza que se hizo en el fondo. Ni perros tienen. Lo de las serpientes se le metió una vuelta que el tío le trajo una del monte, para mostrarle, y él la sacó a pasear por todos lados. Pero eso fue una vez. Estuvo una semana encerrado por la paliza que le puso el tío. De ahí le quedó lo de “El loco de las serpientes”.
–El hombre de las serpientes. –me siento en uno de los bancos altos de la barra y pido un cigarro.
–Pobre vieja igual. Pierde cada laburo que le encuentran, el tipo. El tío lo quiere llevar a Formosa a trabajar con él y no hay caso.
–La madre no debe poder quedarse sola –el humo azulado que trepa hasta lo alto ayuda bastante.
–Y no… Igual en ¿a ver?… en quince tienen que estar.

Pero yo no quise quedarme. Después de terminar el cigarrillo, Lucas se acercó y dijo que arrancábamos: tenía lo que había venido a buscar.

 

Esa misma noche, antes de dormir, pensé en el hombre de las serpientes. No soñé con él. Justo cuando entré en la cama, todo se encendió en mi cabeza como si alguien le hubiera dado play a un video. En mi visión, él estaba sumido en un profundo sueño; era en su casa de los kilómetros. Dormía en una cama repleta de reptiles que latían y se arrastraban sobre su cuerpo, con indiferencia. La pequeña pieza resplandecía toda bajo una luz azul de película.

De golpe, la majestuosa Marcela sube desde el pie de la cama, abre sus fauces y empieza a engullir a su amo dormido, centímetro a centímetro. Movimientos suaves y acompasados. El elástico cuerpo de Marcela se expande y se traga al otro cuerpo, sin resistencias. No quiero mirar y no puedo dejar de hacerlo. El odioso magnetismo.

Mientras todo pasaba, yo busqué acercarme a su cara. Desesperadamente, desde todos los ángulos posibles del sueño, busqué verlo de cerca. Todas las luces de mi casa -las luces del mundo entero- aún estaban apagadas y el sol todavía no tenía la fuerza necesaria para sacarme de ahí.

Así estuve un rato, pero no hubo forma. En la cara del hombre de las serpientes había solamente silencio.

Y un gesto indescifrable.

 

 

 

 

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