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01-09-2022 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

La objetividad no existe. Cualquiera que haya leído algunas páginas de Ciencias Sociales sabe que el objeto de estudio siempre está manchado por su presencia: a diferencia de las Ciencias Exactas o de esa escena clásica del científico de guardapolvo blanco experimentando con tubos de ensayo, en las Ciencias Sociales el sujeto estudiante forma parte del objeto estudiado. En el periodismo tampoco existe la objetividad, sin embargo es una ficción necesaria. El periodista no tiene por qué ocultarla, pero sí sostener su verosimilitud para poder alcanzar coberturas más complejas e inteligentes. De lo que se trata es, no de distanciarse del objeto, de la noticia, del hecho, sino meterse ahí, hasta el fondo, para luego correrse unos centímetros y analizar el panorama incluyendo todas las partes en juego, contando la mayor cantidad posible de perspectivas. 

Hoy en día esa objetividad periodística, esa ficción necesaria, se rompe todo el tiempo. Una buena porción del periodismo opta por editorializar rápidamente la noticia contándola desde el lugar que él mismo ocupa ideológicamente. Cuando en La Nación + cuentan que la AFIP denunció por presunta evasión a Susana Giménez, se oye a todo el panel quejarse. El conductor, en este caso Luis Novaresio, dice: “Me solidarizo”. Sí, con Susana Giménez. La objetividad se cae cuando la noticia se convierte en una opinión, que no es una opinión, es la opinión de un periodista, del cual uno espera cierta formación, preparación y —de nuevo— objetividad. Renata Salecl dice que hoy la opinión y el conocimiento están en el mismo nivel. Y no son lo mismo.

Un ejemplo clásico, abstracto, general. Un grupo de trabajadores corta una calle para reclamar por despidos en una fábrica. El anuncio de esa noticia suele estar acompañada simultáneamente de una opinión, de su editorialización: que el corte de calle es un delito, etc. Cualquier profesor de periodismo sugiere que la cobertura implica ir a la escena y dialogar con las manifestantes para que cuenten que reclaman. Luego, hablar con la otra parte, con la empresa, para que explique por qué hubo despidos. Después, la voz oficial: una autoridad del Estado que medie sobre cómo se desarrolla el caso. Finalmente, hacer un análisis. Pero el periodismo muchas veces evita el tramo largo del trabajo, evita el conocimiento y recurre a lo sencillo, a lo rápido, a lo inmediato: la opinión. Una opinión es, en general, un racimo de prejuicios, de ideas preconcebidas. 

II

Las burbujas de información no son otra cosa que contenido elaborado para una porción de la audiencia total: los cercanos ideológicamente, los fieles, los fans, los hinchas: periodismo para la tribuna. Un discurso que suele ser siempre el mismo adaptándose a nuevas noticias. Es la salida demagógica: decir lo que quieren que digas. De este modo el periodismo entra en un espiral que excluye nuevas perspectivas, nuevas narrativas, que no da lugar a la otredad, al otro, a los otros. Un periodismo que se repite y se relame en esas mismas repeticiones ofreciendo un show esperable, un espectáculo predecible, acotado ya no al contenido —en la repetición no hay novedad— sino a una innovación en las formas. Esta es la parte interesante, cuando entra el fronteo, la transgresión, la chicana, incluso la puteada, la descalificación del otro, su humillación.

Suena un rock hardcore, el zócalo dice “Ellos o nosotros”. Viviana Canosa, en uno de sus últimos programas, mira a la cámara y repite la misma frase: “Ellos o nosotros”. Hay una posición recurrente que tiene que ver con cierta altura moral y es la de mirar la realidad desde el filtro antagónico de buenos y malos. Una polarización exacerbada que lleva al periodista a ubicarse “del lado del bien”: un lugar cómodo, generalmente imaginario, para establecer críticas al otro, al “malo”, al representante de la maldad, desde ese confortable espacio de dignidad. Si bien existen los buenos, existen los malos, sobre todo malos, nadie lo es en su totalidad: las personas están hechas de matices, de contrastes, de contradicciones. Lo que hay son intereses: hay que ver cuáles representa cada quien. El punto es: el pensamiento está hecho de matices, de contrastes, de contradicciones. De eso se trata la argumentación.

Es cierto que hay una porción nodal del periodismo que decidió caminar por un sendero donde no hay argumentaciones. Pero hay otro periodismo que eligió un camino, en apariencia opuesto, también viciado: el de la relativización absoluta. Un vicio que puede lleva al cinismo y, por consiguiente, a plantear la idea falsa de “son todos iguales”. Corea del Centro, le dicen algunos peyorativamente. Un centro que alude a no estar con uno ni con otro y, por eso mismo, culpa y perdona a todos por igual. Otro ejemplo clásico: cuando una fuerza política reprime, se recuerda que la otra también lo hizo, en vez de condenar firmemente esta represión. O peor: hablar de “enfrentamientos” entre policías y manifestantes. Toda objetividad tiene un límite. No existe el periodista apolítico, existe el periodista funcional, ya sea con su silencio o con su indignación permanente.

III

Cuando Fabián Doman en su carácter de conductor dice que “este país es una joda” utiliza el viejo recurso de la irritación moderada, un enojo que emerge y luego se rebaja con una buena dosis de —uso palabras textuales— “esto no lo dice nadie”. Sin embargo hay un consenso en su definición: que el país es una joda. Pero, ¿por qué? Se refiere puntualmente a la manifestación en Recoleta frente al departamento de Cristina Fernández. Con una estrepitosa indignación, Fabián Doman se detiene a pensar en los vecinos, en los que padecen la manifestación, el ruido, la muchedumbre. Es un punto válido, atendible, pero jamás deposita su mirada sobre los temas de fondo —el juicio y la represión, pero también qué significa este gran episodio en la política a escala mayor— y si lo hace es desde una mirada superficial. ¿Vicios de la televisión? Puede ser. Sin embargo, ese tono se expande a diferentes dispositivos y formatos. Una marca de época.

La lógica de las redes sociales cambió el periodismo estableciendo nuevas reglas. ¿Cuántas veces dijimos eso ya? Hace falta subrayarlo. Cuando la devolución de las audiencias es inmediata se puede hacer periodismo siguiendo sus deseos. Puede ser una especie de brújula o un itinerario, un guión. Este es el gran riesgo: que la forma en que las audiencias reaccionan al periodismo que consumen termine generando un periodismo que reacciona a la realidad de la misma manera: pulgar arriba, pulgar abajo, a favor, en contra, chicana, descalificación, humillación. Así se edifica lo que hoy llaman discursos de odio. Volvamos al principio: cuando esa ficción necesaria que es la objetividad periodística se cae ya no queda nada. Ni análisis inteligentes, ni abordajes sensibles, ni construcción de conocimiento. Solo opiniones, mera subjetividad. Nada. Y en esa nada, el que grita más fuerte, el que se vende mejor, gana. Pero eso ya no es periodismo, o sí, pero del peor.

* Portada: «Déjalo fluir» (2009), pintura hiperrealista de Linnea Strid 

 

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