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21-09-2022 Notas

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Por Manuel Quaranta | Portada: Pieter Brueghel

Un amigo rosarino que vive en Tarragona, Franco M., me mandó el viernes dos mensajes de texto y un audio de WhatsApp con una oferta difícil de rechazar: “No quiero presionarte, pero tenés que escribir algo urgente sobre el amor y el odio…tema en boque de todes (sic)”. El apuro de Franco surgió después de leer el tuit de PabloMM tras la fallida visita de una ex dirigente de VOX (partido político español ultraconservador y ultranacionalista), a la Universidad de Granada: “Un fuerte abrazo a todos los chavales que han hecho todo lo posible para impedir que Macarena Olona disemine su odio en la universidad. Sois amor del bueno” (¡Amor del bueno!). Yo busqué el usuario y encontré el tuit anterior: “Chicos de 20 años tratando de impedir una charla de la fascista Macarena Olona y señores de 60 años, que hace 40 años que no pisan una universidad, tratando de acceder. El futuro contra el pasado”.

Le agradezco a mi amigo haberme puesto en este aprieto, especialmente porque estaba comprometido con otros textos y con la preparación de un curso sobre temas perceptivos. 

La primera cuestión a relevar marca el ánimo dicotómico de los posteos: futuro contra pasado, amor frente a odio. Por supuesto, el tuitero progresista hace su negocio y se acomoda del lado de los buenos, la esperanza, las almas bellas y amorosas. Lo interesante es que se produce una especie de inversión de roles, en tanto la derecha ha tendido en las últimas décadas a situar a la izquierda en el pasado, por ser melancólica, por estar fuera del tiempo reclamando consignas vetustas y sin darse cuenta de que el mundo finalmente cambió. Tampoco la derecha se queda atrás elaborando antinomias fáciles y rápidas de recordar, caos o libertad, dictadura o república. Y aquí se da otra inversión. Históricamente, el discurso de la izquierda fue más sofisticado que el de la derecha, sostenido en argumentos sólidos, teóricos, bien elaborados. En este aspecto, observamos el triunfo retórico del bando antiintelectual: La disputa política quedó reducida a la confrontación de dos elementos básicos. Punto, no quiero desviarme del pedido: amor y odio. 

En Argentina, la antinomia amor-odio ha recobrado su fervor en las últimas semanas por el intento de asesinato de la vicepresidenta. El sector asediado acusa al otro de inocular odio en la sociedad, fomentando en los ciudadanos el deseo de cometer crímenes. Sucede que la barra de los odiadores detecta en el discurso de su denunciante vetas con las cuales calificar aquellos discursos de la misma manera. Resulta complejo denunciar el odio del otro y posicionarse como la fuente de amor, en realidad, resulta complejo sostener una posición identitaria, fija e inamovible. Una porción de la sociedad odia, y solo odia; la otra, ama, y solo ama. Esa dicotomía representa una destilación puramente ideológica: le permite al sector denunciado redoblar la apuesta, salir airoso gracias a las mieles de la victimización y poner en evidencia cómo se resquebraja la solidez amorosa del discurso ajeno.  

Pero ¿estamos en presencia, verdaderamente, de una disputa entre amor y odio? ¿No son tomadas esas dos pasiones en un sentido casi banal? ¿No representan ambos términos una actualización espiritualista y despolitizante de unitarios y federales, peronismo y antiperonismo?

Justamente, venía leyendo Un poco demasiado. Notas sobre el chantaje del presente (2022), libro de Maximiliano Crespi cedido en préstamo por Carlos Godoy bajo la consigna de indagar sobre el procedimiento literario de Crespi, tan caro, según Godoy, a mi proceder. El libro se compone de reflexiones breves sobre arte, literatura, psicoanálisis, filosofía. Son piezas únicas, provocadoras, construidas a partir del diálogo con otros pensadores, y en manifiesta confrontación con el establishment progresista y la corrección política. 

Hablando de corrección política, en un programa de América 24, el periodista de reparto Mariano Yezze cruzó al neonazi devenido joven pacífico y circunspecto, Jonathan Morel, recalcándole que llevar una guillotina a una marcha no era correcto ética, ni políticamente. Morel, desentendido de su accionar, como si plantar una guillotina en la vía pública fuera equivalente a chupar un chupetín, dice algo revelador: “Por eso mismo estamos así, queremos ir siempre por lo políticamente correcto…hay que tener charlas incómodas, lamentablemente…hay que tener debates incómodos”. Esto demuestra cómo un personaje ruin puede acertar, en parte, el diagnóstico social. 

Sigamos con Crespi. Él propone diferenciar indignación de odio. La indignación pertenece al orden del afecto, y por tanto son reacciones destinadas a terminar en la afectación y el amaneramiento. El odio, en cambio, pertenece al orden de la pasión, un estadio más profundo del sentimiento humano. El odio, claro, puede brotar de improviso, igual que el afecto, aunque su característica principal “es haber crecido dentro suyo alimentándose como solo puede alimentarse lo que ya está ahí, con vida”. El odio es un proceso lento, demorado, como el plato frío de la venganza. A contramano del tan mentado odio, “la indignación no se alimenta más que por una fuerza externa”, será, quién sabe, los medios de comunicación, las redes sociales, los políticos, la escuela, los padres. Crespi entonces introduce una cita artera de Heidegger (justo Heidegger): “El odio recorre nuestro ser de un modo mucho más originario y por eso nos da unidad, aporta a nuestro ser, del mismo modo que el amor, una cohesión originaria y un estado duradero, mientras que la ira, del mismo modo que nos ataca, así también nos abandona, se esfuma”. La distinción heideggeriana sirve para hundirse en la actualidad argentina. En varias intervenciones públicas de la llamada derecha se sugiere la idea de que con la desaparición del peronismo o del kirchnerismo o de Cristina los problemas de la república se resolverían de un plumazo, y con ella la crispación reinante (el famoso millón de muertos imprescindibles para curar la enfermedad del país sintetizado en un individuo). Si la indignación se esfuma, el odio no desaparece nunca, “es un proceso (un camino que se transita) […] crece, se endurece, carcome y consume la totalidad del ser”. La indignación marca “un estado (un escenario al que se arriba)”. Esto contradice el sentido común: el odio no enceguece; hace ver y reflexionar, podría incluso volvernos más lúcidos. El indignado, por su afecto, pierde o cede la capacidad reflexiva, es siempre ciego; el odio, “cuando se activa en la inteligencia, puede incluso llegar a ser vidente. El odio está por ello del lado de la voluntad de poder; la indignación, del lado del adiestramiento y la servidumbre”.

Escribí cinco o seis textos alrededor del goce indignado, la cultura de la queja y demás penurias contemporáneas. Estamos surfeando la ola de la ira, de un lado y del otro, todos crispados, prestos a explotar con la primera chispita. Lo digo atento a no caer en relativismos vacuos ni expresiones democráticas de café, pero las distinciones tajantes, sin matices, sobre todo si pretenden remarcar nuestra inocencia, sirven sólo para salvar el pellejo moral de una sociedad desinteresada por el calamitoso estado de cosas. Son fuegos de artificio que distraen la atención. Nadie acepta (nadie quiere aceptar) la lenta destrucción del planeta, omitimos (cuando nos conviene) la indigencia y la pobreza del prójimo, nos volvemos indiferentes a determinadas prácticas dependiendo si nuestro partido gobierna o agita en la oposición. Son recursos cómodos e infantiles para eludir la verdad, sea cual fuere. Es como si nos conformáramos con lo dado de la infancia y no quisiéramos adentrarnos en el esfuerzo consciente de conquistar la madurez, como sujetos, como hombres y mujeres adultos que aman, odian, eligen y asumen. A quien todo le da lo mismo, quien elige sin elegir la existencia impersonal e inauténtica, el odio le es ajeno; quien pasa por la vida como una sombra gris, evitando cuidadosamente enfrentar la llama de su propio deseo, no tiene la fuerza suficiente para odiar. Este ser ni ama ni odia. Elude el conflicto con el otro porque el otro no le interesa, elude el conflicto con el mundo porque el mundo se ha vuelto un mero pasar.

Coincido con Crespi: “La indignación es el síntoma de la resignación de la voluntad, la aceptación de la incapacidad de reconocerse en las pasiones que dan pregnancia y sentido a la existencia”.

 

 

 

 

imagen de portada: parábola de los ciegos (témpera sobre lienzo, 1568)

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