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Por Paola María Sánchez | Portada: Kahn & Selesnick
“Nada hay más fantasmagórico que lo que se creía muerto
y enterrado hacía tiempo, vuelva a aparecer en la vida
con la misma forma y figura”
Stefan Zweig, 1939
Hace exactamente catorce años fue publicado el libro Perder de Raquel Robles (novela ganadora del premio Clarín 2008 con un jurado magistral compuesto por José Saramago, Alberto Manguel, Juan Cruz, Rosa Montero) y ha sido y sigue siendo un intento por reflotar temas tabú, desarmando rápidas respuestas y sobre todo, desmantelando los discursos del tú puedes salvarte a ti mismo. En épocas de empuje a la felicidad a cualquier coste irrumpe una pérdida y no cualquiera: de las que inician una ruptura con la vida tal y como la conocíamos. No hay narrativa de autoayuda que valga, ni haga de compuerta a la avanzada de lo imposible, lo innombrable. Por el contrario se vuelven sarcásticas las frases que apelan a la autoestima, al autocuidado; en el dolor el entorno a veces susurra, aún con las mejores intenciones, el temor a la locura. Tengo muy presente ante la temática de los duelos esa frase de Ana María Shua en su libro La muerte como efecto secundario: “Locura es la lógica estúpida de la vigilia que insiste en que la identidad se sostiene a lo largo del tiempo y las desdichas. Como si yo, sin vos, fuera la misma persona”. Huir de las narrativas que no hacen más que producir una infatuación del yo, sin embargo, un yo devastado. ¿Qué autoestima? ¿Qué yo? ¿Quién soy si no soy más ese, a partir de un otro amado perdido? ¿Cómo se regresa si es que hay vuelta posible de la pérdida de un hijo? Vuelta singular, vuelta colectiva, las vueltas de las Madres en la Plaza. Ellas por ejemplo, Madres de la historia que seguramente tengan algo por decir. Lo dicho que es singular y solo puede colectivizarse en la transmisión con otres.
Así comienza la historia de una mujer, madre, que ha perdido como cualquier otro pero como ella misma, porque aún aquello que llamamos político no desdibuja lo singular de cada dolor y de cada modo de hacer con la desventura. Puede que todo sea político, pero sin la implicancia de borrar la singularidad, pues sino hablamos de un absoluto totalitario en el que no cabe el alguien. Psicoanalista se hace, no se fabrica, ni se nace. Tal vez, esa mujer pueda dar testimonio de ello.
Ella, esa mujer madre que no tiene nombre en la novela, se encuentra ante lo más difícil de perder: un hijo. Y donde pareciera que queda poco por decir se abre un mundo impensable. Adentrarse en éste relato es atravesar el desgarro, la ruptura, lo inasible de cualquier racionalización. Un lugar donde la finitud de las palabras y de sentido es vivenciada desde lo Real sin posibilidad de acceso –al menos por un largo tiempo- a alguna denominación posible. El psiquismo (aparato simbólico-imaginario) cae en el efecto de la angustia cuando es incapaz de tramitar un peligro, dolor, o tormento que viene desde afuera, de la representación. ¿Es posible ligar toda pérdida? ¿Qué valor cobra el tiempo en ese proceso, si lo hay? Sabemos que no hay representación de muerte en el inconsciente, ¿cuál podría ser la representación de la misma? Ante esto, ¿cómo construir un relato posible, aunque sea de supervivencia ante ésta falta de inscripción psíquica de la muerte de un hijo? Es entonces lo ominoso, otro estatuto de la angustia. Como nos lo dice Freud: “No hay duda de que lo ominoso pertenece al orden de lo terrorífico, de lo que excita angustia y horror; y es igualmente cierto que esta palabra no siempre se usa en un sentido que se pueda definir de manera tajante. Pero es llícito esperar que una palabra-concepto particular contenga un núcleo que justifique su empleo. Uno querría conocer ese núcleo, que acaso permita diferenciar algo ‘ominoso’ dentro de lo angustioso.“
Una madre que al principio se anestesia de lectura, retazos de historias de otros que la exilien de la propia, huyendo de todo sonido, forma, color y significante que la acerquen a la escena tan temida y presente al fin: la de una madre con su hijo, la de una familia alrededor de la mesa, la del niñ que sale de la escuela, la escena que la encuentra a ella misma madre e hija de una pérdida que no termina nunca. Esta mujer sin nombre atraviesa la internación psiquiátrica, el intento por contraer adrede una enfermedad autoinmune, la ruptura de su matrimonio luego de la muerte de su hijito, y los momentos de oscuridad y repetición más fantasmáticos de toda su vida. Sin embargo algo la relanza a la supervivencia, a otra posibilidad de seguir con vida, de sobrevivir de otro modo. El azar juega su carta poniéndole nuevamente un niño bajo su cuidado, situación desbordante que la lleva a la desesperación, y al reencuentro con la posición de madre que no es sino una madre partida por un duelo abierto. Si acaso un duelo de esta naturaleza pueda cerrarse. Ese niño, sus manitos que buscan las de ella, su mirada y la necesidad de cuidados que presenta, hacen tambalear su estructura y la relanza a un abismo que tendrá que asumir o sortear de algún modo.
Un más allá que produce efectos en el cuerpo (físico y del lenguaje) que la modifican para siempre. Aquello que parecía formar parte del pasado vuelve, retorna accidentalmente oponiéndose a todo presente e irrumpiendo en todos los planos de la constitución psíquica y vivencial de un sujeto (lo que Lacan ubicaría en un imaginario, simbólico, y real) su estructura se moviliza tocando los cimientos que la sostuvieron hasta el momento del accidente.
Lacan trabaja el despertar en “Tyche y Automatón” del Seminario 11 ligándolo con la teoría del sueño. El despertar como función: esto puede entenderse como discontinuidad, como un momento de quiebre y de reclamo de lo simbólico. El despertar está ligado al trauma, a la Tyche. Un encuentro fallido con lo real, definición que pareciera suponer algo del orden del azar. Y Automatón, función del lado de la repetición significante. Ambos como dos caras del azar.
A Lacan parece interesarle mostrarnos que el psicoanálisis es una práctica que está lejos de afirmar que “la vida es sueño”, queriendo hacer ingresar lo real en el trabajo clínico y la irrupción de la angustia podría confirmarlo. Delimitando también de ese modo la omnipotencia del analista. Lacan, a diferencia de Freud, y si se me permite -ésta historia lo confirma-, se niega a pensar la repetición del lado de la transferencia, sino más bien como un intento de tomar lo real como la confirmación, cada vez, que la repetición de lo idéntico es un imposible en sí mismo, algo así como señalar que la repetición es, en realidad repetición de algo diferente.
Entonces, ¿cuál sería entonces la especificidad del despertar que está en juego entre éstos personajes encontrados por el azar y unidos en el agujero (vacío) después del accidente? ¿Qué valor recobra ese niño rumano sin padres para una madre sin hijo que atravesó el océano después de la tragedia? Una madre que pierde a su hijo sin perder la condición de madre y repitiendo el lugar de niña huérfana que también es. ¿Es posible pensar la repetición como intento de ligadura en ésta historia? Como nos recuerda Freud: “el factor de la repetición de lo igual como fuente del sentimiento ominoso acaso no sea aceptado por todas las personas. Según mis observaciones, bajo ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias se produce inequívocamente un sentimiento de esa índole, que además, recuerda al desvalimiento muchos estados oníricos”. Una mujer que toda la vida toma precauciones al modo obsesivo para contrarrestar y evitar cualquier posibilidad de pérdida o desgracia mediante una serie de actos, acciones, que al ojo del lector se dibujan más como preparación para una nueva pérdida; que para una verdadera evitación, como si fuera imposible al final de cuentas, escapar a esa profecía auto cumplida.
Lacan nos brinda la Tyche como un más allá del camino enjabonado de significantes cuyo Automatón marcaría la pauta de lo sí ligado. Hablamos de lo irreductible en la realidad del trauma, como monto de energía psíquica que permanece presente, y flotante de manera anárquica y siempre impronunciable. Lo que comúnmente llamamos sin palabras. Lo traumático como máxima prueba de encuentro siempre fallido con lo contingente. Originario de adentro y de afuera pero con una gran resonancia en el fantasma singular de cada sujeto, ya que éste -como señala Lacan en el Seminario- es velo, en tanto vela dando soporte. Lo Unheimlich es eso que queda por fuera de lo familiar y que es visto con la extrañeza y el desconocimiento de lo nuevo, aun tratándose de lo viejo-conocido, de lo natural y propio, puesto en un afuera que resulta insoportable. Eso que aparece como real imposible de ser aprehendido.
Y acaso, un más allá.
Esta mujer cruza el océano, se va del otro lado del mundo hacia un intento. Sin nombre, sin padres, sin hijo, pero con “la nada” como posibilidad. Habla literalmente otra lengua, lo cual le posibilita rearmarse desde algún lugar posible, lo posible como diferente e incierto. La distancia de rescate hacia sí misma. Las palabras en castellano la transportan a la otra vida, y a veces, casi con necesidad extrema las pronuncia como en un encuentro con lo perdido. El descubrimiento de otros alcances y estatuto de la lengua, que no es lo mismo que el idioma. Ella tal vez lo descubre.
Freud dijo en Más allá del principio de Placer que la Pulsión de muerte es la que finalmente se impone, pero de los derroteros de la vida nadie se salva, aún ante las más grandes desgracias, y cada quién a su modo hará y deshará. Habrá que adentrarnos en esta bellísima y tremenda historia para arribar a alguna orilla que nos despeje del horrible sesgo ideológico de la felicidad a ultranza.
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