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21-10-2022 Ficciones

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Por Sergio Fitte

Como hacía bastante buen clima decidí llevarlo yo al muchacho. En los últimos tiempos los Jardines de Infantes se han puesto muy estrictos con el tema de los horarios. ¿A quién, con dos dedos de frente, se le puede ocurrir que sean ELLOS quienes establecen los horarios de entrada y salida? Por más que se hagan llamar autoridades de la Institución yo nunca voté a nadie. Se les nota a la legua de qué manera utilizan su sistema dictatorial ejerciendo poder marcial sobre el desprotegido alumnado.

Alguién me lo podría explicar, porque la verdad no entiendo ciertas cosas.

Algunos familiares míos dicen que se trata de directivas que manda el Ministerio de Educación, cosa que a mí particularmente no me parece. En mi época al Jardín de Infantes se iba cuando uno quería, quedaba en la esquina de cualquier casa y listo, que tanto horario y horario. Si no fuera por nosotros que aportamos la materia prima, esos centro “educativos” no tendrían razón de ser. Se volverían obsoletos. Faltos de existencia. Construcciones de ladrillos levantadas al reverendo pedo. En fin, eso ya daría para otra discusión

Las cuadras que nos separaban de la Institución no eran demasiadas. Además el frío seco es lo mejor para airear los forúnculos que nacen debajo de los brazos; a esto ya me lo había comentado un médico particular. Según los dichos del Doctor Combessies, de tener la posibilidad de irme a vivir a un lugar en el cual la temperatura promedio del año no superara los 5 grados centígrados los forúnculos se reducirían a poco menos que una verruguita normal y nada más. La contra que tendría la drástica medida de irme a instalar a un lugar con esas características es que nunca más podría ni siquiera pasar una corta temporada en un lugar más cálido. De tomar la decisión de hacerlo el rebrote de los forúnculos sería tan brutal que literalmente me convertiría en un grano viviente (sic. del Doctor). Las malformaciones tomarían dimensiones de tal magnitud que nadie, por observador que sea, podría adivinar que yo fuese un ser humano. Además estoy tan acostumbrado que no me decido a desear que desaparezcan. Es mi toque de distinción. Es como tener dedos feos, no creo que alguien quiera cortárselos porque al resto de los mortales no les parecen atractivos. Con lo que sí me gustaría poder hacer algo es con el olor que despiden. A partir de los 15 grados de temperatura ambiente la pestilencia hace que se me acerquen mucho los roedores chicos, más que todo ratones, y estos sí que pueden traer aparejados problemas de salud.

Por lo tanto para no pasar por un loco desquiciado decidí ponerme un pantalón corto y la musculosa naranja. Así si alguien me preguntaba algo diría que me iba a hacer deporte. Como ahora a todo el mundo se le da por practicar vida saludable y andan fascinados por el running, sería más que fácil pasar desapercibido.

Encapuché al muchacho con campera, bufanda y guantes. Luego de saludar a mi mujer que no quería que la viéramos llorar, encerrada detrás de la puerta del baño, enfilamos para el Jardín. Su alma sensible la coloca en ese estado cada vez que el chico debe partir de la casa a realizar alguna actividad fuera. Debemos evitar que el muchacho la observe bajo aquellos ataques de histeria, esta cuestión puede volverlo vulnerable y modificar para mal sus comportamientos futuros.

Realmente hacía un frío tremendo. Probablemente era cierto lo que decía la televisión: que ese día era el de más baja sensación térmica del año. O a lo mejor es nada más que eso, una sensación. El resto de los peatones se ve que sentían eso que anunciaba la tele porque todos andaban muy arropados.

Ya estábamos a punto de ingresar cuando el chico comenzó a temblar como una hoja. Qué raro pensé, viene muy bien protegido. Lo levanté y lo abracé contra mi pecho tratando de ubicarlo del lado derecho, el lugar no tan poblado de forúnculos. De repente advertí que el pobre tenía la mirada nublada, clavada en un lugar al que su situación de insistencia y congoja me llevó a mirar.

Trastabillé. Una señora que estaba acompañando a su hija alcanzó a sostenerme, de lo contrario hubiese rodado al suelo.

–Gracias –le dije con un hilo de voz.
–Yo no soy la de Gutiérrez –recibí como única respuesta.

Luego se llevó la mano que había utilizado para sujetarme a la nariz. La mueca de desagrado fue instantánea. También advirtió que alguno de los forúnculos había contestado con sus secreciones cuando llevó a cabo la sujeción. Se limpió contra el marco de una de las puertas de los salones asqueada.

En el ínterin, lo que advirtieron mis ojos me llevaron también a comenzara a temblar.

La seño Particia, encumbrada Sub Directora, portaba una espada guerrera. No se manejaba sola, sino que venía con la otra. La que le imparte enseñanza en Sala de 4 a mi muchacho. Se reían y codeaban como dos chismosas de barrio. La impunidad con la que se desplazaban me dejó pasmado.

¿Nadie haría nada? ¿O el poder y el reglamento que manejaban esas dos mujeres serían tan majestuosos como para acallar cualquier voz que se levantase en contra?

Se encerraron de inmediato dentro de un pequeño despacho con el cartelito colgado en la puerta con la leyenda Dirección. No me quedaban dudas que ese lugar era el que la vuelta anterior habíamos observado con mi mujer cuando nos trepamos al árbol de la vereda a espiar. En ese cubículo la seño afilaba los cuchillos hasta que la llamaban de algún lado y salía disparando. Con mi mujer habíamos sacado conclusiones: los cuchillos serían utilizados en la cocina para tareas a la hora de servir la merienda. Pero este hecho nuevo me llevaba a la inevitable situación de tener que preguntarme ¿A la espada también la afilaría allí o la traería afilada de la casa? Se me hizo la idea de que esa mujer debía ser de familia cuchillera, no me caben dudas al respecto. Quién te dice que a lo mejor los tiene a todos amenazados y por eso nadie le dice nada. Seguro que para que la nombraran en el Jardín como Sub Directora le debe haber dicho al Ministro que si no le firmaban el decreto de nombramiento los apuñalaba a todos. Es la única manera en que pueden haber ocurrido las cosas, de otra manera es inexplicable que una mujer armada hasta los dientes esté a cargo de tantos niños. Y pensar que le pedí una audiencia al secretario del intendente para tratar éste y otros temas y nunca me contestó.

Se abrió la puerta de ingreso al SUM justo cuando había decidido que me volvería sin dejar al muchacho en aquel loquero.

–Vamos a formar –dijo una voz áspera.

Giré la cabeza en dirección al sonido.

A pasos agigantados se acercaban las dos seños arriando gente. Por algún motivo pasaron a ser las últimas en la fila de un sinnúmero de personas. No había caso, Particia blandía a sol y a sombra su espada. La otra que la secundaba seguro que llevaba cuchillos o algo adentro de su carterita de maestrita amorosa.

Me fue imposible desoír la orden.

Bajé al muchacho y lo empujé con firmeza para que caminara unos pasos hacia delante y atravesara el umbral de entrada al Salón de Usos Múltiples. En definitiva, con ellos que hiciesen lo que quieran pero a mí no me iban a meter ningún cuchillazo ni nada que se le parezca. Antes que el muchacho me mirara salí disparado de vuelta a la calle. Atropellé a varios infantes que rodaron como si fuesen juguetes, el que se llevó la peor parte fue uno rubiecito que sufrió un rodillazo en la cara. Pero qué querían que hiciera, mi vida podía estar en juego en aquel lugar. La mujer que se agachó a levantarlo alcanzó a decirme al oído:

–Señor yo tampoco soy la de Gutiérrez.

Corrí como hacía mucho no lo hacía. Ingresé a casa. Mi mujer como siempre lloraba, convertida en un lamento que llegaba desde algún lado sin dejarse ver.

–Por favor contame. Contame. Por favor –las frases sin ser un grito, firmes y decididas me llegaban provenientes del techo de la casa. Una fuerza extraña me aplastaba la cabeza, al parecer terminaría siendo enterrado en el suelo.

Y quise contestar para intentar salvar la situación pero las palabras no brotaron de la garganta ni de ningún otro lado.

–Mi amor. Seguro que te agarró una pulmonía, ya te quedaste sin voz –trataba de tranquilizarme mi mujer desde uno vaya a saber dónde.

Yo sabía que la cosa no era así, lo que tenía no era ninguna pulmonía. Me encerré en el baño a esperar que me volviese la voz, me sorprendió gratamente que no hubiese nadie más dentro. El blanco de los azulejos en parte me tranquilizaba. Más allá de eso no ocurrió nada, fui dejando que las horas pasaran lentas.

Al cuarto día entraron por la fuerza unos hombres que dijeron ser psiquiatras. A mí me pareció reconocer en uno de ellos a un pariente lejano de la seño Particia, la cuchillera, seguro me venía a apurar para que no cuente nada de lo que había visto. Y yo sabía que no se lo iba a poder contar a nadie. Porque intuía que la voz no me iba a volver nunca, pero nunca más.

 

 

 

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