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Por Paola María Sánchez
“Cierras los ojos y luego ya no hay nada.
La muerte no es exigente.
No pide héroes ni esclavos.
Se come lo que le dan.”
Phillippe Claudel, El Informe Brodeck
“No se puede hacer ni de la historia de los reyes
ni de la historia de los pueblos sino la historia
de lo que constituye uno frente al otro…
estos dos términos de los cuales uno nunca
es el infinito y el otro el cero”
Michel Foucault
Siendo apenas una niña, a hurtadillas en un anochecer de invierno asistí perpleja, anonadada, impactada, a algunas escenas de la película -a mi entender mal llamada- La Decisión de Sophie. Recuerdo haber visto en ese tramo una escena en particular que dejó su estela en mí hasta que la mano rápida y delgada de mi madre tomó decisión -en este caso sí cabe la palabra- de apagar la televisión y mandarme a la cama diciendo que esa película no, que era para otro momento. Fui a acostarme, pero seguían presentes en mi pensamientos las imágenes que había visto: un tren abarrotado de personas desoladas, con rictus desahuciados, la imagen de una madre con su hija a upa y un niño de la mano, frente a un oficial de la SS, que yo entendía con mi corta edad, que provocaba terror en esa madre. Todo eso que había visto en la película, me resonaba demasiado. Toda esa maroma era lo suficientemente perturbadora como para irme a la cama sin hacer preguntas, sin recibir algo parecido a una explicación. Entonces las pedí.
Esas preguntas no eran fáciles en aquel contexto, ni en este, ni en ninguno, porque no tienen respuesta, sino esbozos, reflexiones retaceadas de memorias y olvidos, marcas y algo de lo indecible. Corrían el 82’ 83´y muchas familias, muchas personas y muchos sobrevivientes, se encontraban en un estado de fragilidad absoluta dentro de lo que todavía no era un escenario democrático constituido; escribo esto y me pregunto si hoy lo es. Mi madre, luego de mi persistencia incansable llegó a decirme algo así como que se trataba de un hecho horroroso de la historia, donde hubo muchos daños, y esa mamá por la que yo preguntaba tenía que decidir quedarse con uno de los hijos, porque al otro se lo llevaban. No voy a juzgar a mi madre, pero estaba claro al menos para mí que esa frase significaba lo peor.
No desconocemos, aunque nos olvidemos a veces, que vivimos inmersos a una época complejísima de pensar, no porque hubiera otra fácil sino justamente porque estamos inmersos en ella, inmersos en una conectividad inevitable, en su particular dinamismo que trastoca, reneguemos de esto o no, nuestras formas de vida, de relacionarnos con otros, con el y los discursos, con la producción del pensamiento y la subjetividad de época. Sin embargo, hay trincheras, formas de resistencia al calor de lo nuevo que en muchos casos se asemeja, y no tanto, a lo viejo, porque siempre convivimos en esa zona donde habita lo que no termina de morir y lo que no acaba de nacer a decir de Gramsci, lo que nos sigue interpelando de ayer y no cierra, y no salda, y tal vez no salde nunca, se trate de 1933, 1945, 1955, 1976, 1985 y la lista sigue…
En el libro La shoá en tiempos de cine de Hugo Dvoskin encontramos un párrafo que expresa con muchísima claridad algo que vengo pensando hace tiempo y podríamos enlazarlo a temas tan locales como perennes: “La escena es quizás más grave…pero no por eso. En rigor, no se trata sino de la escena en la que el sujeto perverso pretende hacernos cómplice de sus fechorías porque su sadismo no se agota en el acto, requiere de la angustia del partenaire. La escena es de una gravedad notoria porque la historia política y personal de los sobrevivientes de los campos de exterminio ha quedado atravesada por esa culpa inoculada desde las posiciones perversas. Aquí, una nueva víctima. Parafraseando lo que se dice en Los falsificadores, nos preguntamos ¿cómo es posible que Sophie se sienta culpable por haber salvado a uno de sus hijos? ¿Acaso la omnipotencia la llevó a pensar que era posible salvar a ambos? ¿Acaso realmente pensó que era ella la que estaba decidiendo?” Dvoskin continúa con la siguiente reflexión: “Un triunfo del nazismo y de los gobiernos dictatoriales, es haber logrado transferir a las víctimas responsabilidades que sólo les competían a ellos”.
Pero es que el terror corresponde a un registro diferente que el miedo, y opera arrasando toda subjetividad, palabra y acto se subsumen al Otro. Como dice Pilar Calveiro en Poder y Desaparición: “mientras uno está sentado, leyendo, el terror es apenas un concepto que se asocia vagamente con una especie de miedo grande, tal vez con un género cinematográfico, pero basta seleccionar cualquiera de estas técnicas, lo que personalmente pueda parecer más tolerable, y pensar en su aplicación en el propio cuerpo, de manera irrestricta e ilimitada, repetida e interminablemente para tener una aproximación de cómo se produce el terror. Interminablemente quiere decir exactamente sin fin, hasta la muerte o hasta un fin arbitrario que no depende de uno.”
Más allá de las diatribas tuiteras y los ecos que ha provocado y provoca la película Argentina,1985, en su mayoría ampliamente apreciables, no podemos negar que tal como su nombre lo explicita, se sitúa en ese particular momento y contexto de nuestra historia, en el que fue posible, no digo de manera ideal, no digo lo mejor, sino posible, donde todo parecía ser su contrario. La complejidad que implicó e implica a través del “actopalabra” ir bordeando una orilla repleta de miedos y amenazas, precipitándose a hundirse en la oscuridad y aún así, esbozando una de las formas de la justicia. Eso que cuando aparece y toma la palabra que no es otra cosa que acción, reconduce los caminos de la historia, los tuerce como las vías del tren. No habitamos una historia sin fantasmas, ni antes ni ahora, no tuvimos ni tendremos una historia con cuentas saldadas, tal vez contamos con los lugares en los que las palabras, como suelen hacer, ensombrezcan o iluminen la posibilidad de un decir, como lo cuenta Freud acerca de un niño al cuidado de su tía por las noches: «Tía háblame, tengo miedo»; “Pero de qué te sirve si no puedes verme”; “Es que hay más luz cuando alguien habla”.
El poderoso y vivificante -o mortificante- uso de las palabras, marcapasos de la toda historia que no es sin definiciones, textos, nominaciones y éstas no escapan a la intencionalidad de quién las formula. Tal vez no sea posible pasar de largo a ciertos acontecimientos que siempre abrirán interrogantes, cuentas pendientes, nuevas preguntas, en el mejor de los casos. Resultará infructuoso el intento vano por velar lo que una y otra vez insiste en el cuerpo de una memoria que es individual, pero que más allá de toda procedencia, es también ineluctablemente colectiva.
Etiquetas: Argentina 1985, Gramsci, Hugo Dvoskin, La Decisión de Sophie, Paola María Sánchez, Pilar Calveiro, Psicoanálisis, Sigmund Freud