Blog

Por Manuel Quaranta
Acaba de terminar Corsini interpreta a Blomberg y Maciel, la última película de Mariano Llinás, en la que el director argentino, finalmente, derrapa. Derrapar es un verbo bellísimo cuando se lo emplea, como en mi caso, con un matiz positivo, ausente en la definición del diccionario: “Patinar desviándose lateralmente de la dirección que llevaba”. Releo y dudo, ¿cuál era la dirección original de Llinás? ¿No es su obra la ejecución de un constante desvío, de una larga digresión? ¿No son sus películas un avance lateral hacia el paraíso perdido?
Hasta ahora, y por motivos que desconozco, jamás había escrito una línea publicable sobre su trabajo, a pesar de haber proyectado tantas veces estudios, investigaciones, ponencias o artículos. Un día, en el colmo del delirio, llegué a proponerle por mail oficiar de biógrafo, ofrecimiento que, sabiamente, Llinás declinó. Él me sugería ejercer la biografía como una forma de la suposición. En 2020, lo entrevisté vía Zoom, y quizás haya sido el episodio más traumático de mi fugaz carrera periodística; por suerte, logré recuperarme.
Llinás es el director de cine en cuya producción empeñé la mayor cantidad de tiempo vital; calculando a ojo, dos visionados de La flor, 28 horas; cuatro de Historias Extraordinarias, 18 horas; cinco de Balnearios, 7 horas; sin tomar en cuenta los cortos (en Derecho viejo actúa Julio, su padre) ni su último, Corsini, ni su penúltimo film, Concierto para la Batalla del Tala. Mínimo: 55 horas. Si a eso le sumo repeticiones de fragmentos, podcasts, entrevistas, clases y conferencias alcanzo con facilidad el número mágico: 100 horas, lejos de cualquier otro director, por más amados y talentosos que puedan ser; desde Fellini hasta Visconti, desde Ford hasta Haneke, desde Hitchcock hasta Woody Allen, con decenas de etcéteras que justifican la entrega de un octavo de mi vida diurna al vicio cinéfilo.
Una de las clases subidas a Youtube (solo audio), Llinás se la dedica a Michelangelo Antonioni, dice lo siguiente: “Si le pedimos a Antonioni algo que nunca nos va a dar (una historia, una anécdota típica) los únicos perdedores vamos a ser nosotros”. Entonces me pregunto, bajo el supuesto absoluto de que narrar una historia no es inherente al lenguaje cinematográfico: ¿Cómo desterrar del espectador la superstición de la trama?
En Le Rayon Vert, de Éric Rohmer, centro volante de otra de sus clases, la trama es sistemáticamente boicoteada gracias a la utilización de recursos (el diálogo sobre vegetarianismo) no supeditados al desarrollo argumental. Así, Llinás nos ubica frente a un problema ontológico: el film no refleja nada, más bien incorpora la realidad a la ficción, la cuestiona, y se vuelve él mismo parte de lo real.
Por momentos, me tienta pensar sus películas como la continuación, por otros medios, de sus entrevistas o conferencias, instancias donde Llinás va organizando un aparato crítico (un previo fervor) para leer sus obras. Tampoco existe una línea demarcatoria clara entre producción cinematográfica y construcción del personaje; el cine de Llinás no sería el cine de Llinás sin la voz de Llinás, las poses de Llinás, la estampa de Llinás, sin sus lúcidos exabruptos.
Hijo de Julio, Mariano cuenta que a la edad de siete años ayudaba al padre a corregir poemas surrealistas, recuerdo que explica, a medias, su habilidad retórica para crear mundos mediante la palabra, aunque su mundo sea el de la imagen. La tradición surrealista no le resulta ajena; más allá de la irreverencia y el humor, en sus películas suele proponer una combinación extraña de elementos que las hacen adoptar posiciones esquivas frente a lo existente, situándose en el borde o en los márgenes del canon. Mariano Llinás, diría, pertenece a la tradición experimental y saboteadora compuesta por una ilustre tradición de candidatos a estafadores del arte, entre los agraciados figuran André Bretón, Federico Fellini, Orson Welles y el vernáculo Federico Manuel Peralta Ramos.
En un encuentro en Santa Fe, se lo ve llegar tarde a la mesa de discusión (casi escribo disección), con varios botones de la camisa desabrochados, y cuando le toca intervenir, Llinás cita de memoria la definición de cine de Paul Valery: «Fragmento terrestre ofrecido a la luz», y luego a Apollinaire, en un francés perfecto: «La ventana se abre como una naranja, el hermoso fruto de la luz».
Mucha gente le tiene aversión. Hay algo incómodo en su andar, en su habitar, en su decir, es la soberbia impune del que se sabe genio, pero con plena conciencia de que esa genialidad es frágil, precaria, lindante con el ridículo (como toda genialidad, por otra parte) y el fracaso.
El progresismo, concretamente, lo detesta, no lo puede ni ver, por ególatra, egomaníaco, por darse el lujo de ser arbitrario, idénticas razones despiertan mi admiración. De todas maneras, creo que la inquina biempensante contra Llinás no responde sólo a discrepancias de orden moral, son sobre todo cuestiones de índole estética: su arte interfiere el consenso encubridor.
En Corsini, Llinás atraviesa un límite. Pretende llevar a cabo un proyecto demencial, reescribir la historia argentina del período rosista a partir del análisis de letras interpretadas por Ignacio Corsini, un famoso y olvidado cantor. La acción consiste, básicamente, en filmar la grabación de un disco con nuevas versiones de éxitos pasados. Mientras esto sucede (además de visitas a museos y desplazamientos varios por la ciudad), se vislumbran años sangrientos de la vieja Buenos Aires, años que aún interpelan nuestro presente.
En sus películas nadie entiende demasiado la anécdota, nadie comprende del todo la fatalidad. Por ejemplo, en Historias Extraordinarias los narradores de cada episodio saben más o saben menos, están adelante o están atrás de la acción, pero nunca en el momento justo. Se instala con este procedimiento una tensión flagrante entre lo que se dice y lo que se muestra, porque lo que se muestra, en general, carece de valor para el desarrollo de la trama: actores caminando, pensando, dialogando, imaginando. La voz en off es la encargada de sostener los acontecimientos, es el motor de las interpretaciones, pero ella misma está siempre a punto de caer en el desconcierto. La voz va y viene, dinamitada desde adentro, dinamita el uso referencial de las imágenes. Si uno presta atención, advertirá que los personajes no están 100% en escena, ellos realizan sus tareas por inercia, caminan por caminar, se ríen por reír, hablan por hablar, no son actores, son visiones.
Cuando la voz en off calla para darle lugar a un diálogo, la ininteligibilidad se vuelve completa y el intercambio lingüístico fija su único horizonte posible: el malentendido, el equívoco, la ambigüedad (Extracto: “…Óigame, óigame una cosa, le quería decir algo… No es nada, no es nada grave, pero yo cada…cada cinco meses me hago ver en una clínica… No se preocupe que no es nada, una clínica que queda para ahí, para el lado de Bertrán, acá a unos 200 km… Y la cosa…¿vio cómo es esto?… Yo ya estoy bien, pero me hacen ir igual, ¿me entiende cómo es?… Y el tema, bueno, es que a las chicas no les quiero decir nada, ellas no van a entender esto, no es para ellas andar explicándole estas cosas… Y yo siempre voy solo ahí, hace años que voy solo, sin ningún problema…pero…¿me comprende usted?… Si usted, no sé, son…serán dos noches… Una noche en la clínica y una noche para dormir”).
Con Aníbal Buede le decimos el gordo, como si fuéramos viejos amigos. Y a nuestro modo, lo somos. Un amigo es alguien en quien confiamos, no por sus cualidades altruistas, sino por su malicia. Precisamente, en el tercer episodio de La flor, se alude a la canción infantil del pícaro gordito, y yo decido atribuirle la referencia a Llinás. Esa picardía adquiere su punto culminante en el final de La flor (una película que, según Borges, adolecería “de gigantismo, de pedantería, de tedio”): después de los 37 minutos de créditos lo último que se oye es la risita irónica del director.
Omito en esta semblanza otras funciones de Llinás, tanto la de productor (de El Pampero, junto a sus cómplices, Alejo Moguillansky, Laura Citarella y Agustín Mendilaharzu) como la de guionista, para centrarme en el motivo principal de mi gratitud, Mariano Llinás me enseñó a ver cine como un verdadero maestro: sin didáctica ni pedagogía.
La lealtad es un misterio.
Etiquetas: cine argentino, Manuel Quaranta, Mariano Llinás