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Por Manuel Quaranta
I.
Tal vez sea el tema central de la historia del cine y de la literatura. Desde la larga espera y posterior salida de Telémaco en la Odisea hasta la Carta al padre de Kafka. Estaría en condiciones de nombrar no menos de cien obras, entre unas y otras, que traten, en sus distintas variantes (muerte, amor, odio, arrepentimiento, venganza, deuda), la relación padre e hijo. Pero como en la vida siempre llega un punto liminar en el que debemos recortar posibilidades, elijo dos películas. Las volví a ver una detrás de la otra, de madrugada, porque intuía con el anudamiento de ambas la bendición de algo parecido a un texto. Sé que han sido analizadas de punta a punta por otros críticos, más lúcidos y sensibles que yo. Seguramente, no aportaré nada novedoso a la interpretación individual, pero quizás la conjunción de lecturas le otorgue al tema un matiz aún ausente. La verdad, me tiene sin cuidado el valor de lo nuevo, a mí me importa escribir, o sea, pensar, y pensar significa siempre abordar lo ya pensado.
II.
El 80% de los lectores habrá visto La vida es bella (1997), sin exagerar. En aquel momento era una especie de infamia hablar mal de la película o esgrimir algún reparo estético-ideológico sobre Roberto Benigni, el héroe italiano. Resumo la trama: Guido (léase Güido) y Giosué son deportados a un campo de concentración alemán. El padre, advertido de la proximidad del terror, intenta mantener al niño fuera del perímetro infernal, para eso transforma la lógica concentracionaria en una competencia cuyo ganador obtendrá como premio un tanque de guerra.
La interpretación inmediata enaltece la generosidad de Guido, un padre que bajo circunstancias infames monta un teatro para salvaguardar la vida de su hijo. Sin embargo, la mayoría de los indicios, como por ejemplo la aguda inteligencia del niño demostrada en diferentes pasajes de la película, lleva a la conclusión de que Giosué sabía desde el principio la verdad de las cosas. El padre pretende ocultarle la atroz realidad, pero ¿si la pantomima más que al niño le sirve al adulto en su afán de sobrevivir? En este sentido, a la inversa de lo evidente, el niño asume la posición de sostén anímico. Vuelvan a verla y comprobarán que las dos o tres sospechas de Giosué no tienen como objetivo horadar el pacto ficcional-filial, al contrario, lo refuerza, entreviendo la pregunta: ¿hasta dónde llega nuestra capacidad de creer?
Seamos concretos, el padre en ningún momento engaña al hijo, su puesta en escena transita por un camino distinto. Uno no se siente engañado cuando va al cine o lee una novela (Don Quijote no existió, pero no es una mentira; Pierre Menard tampoco), en estas instancias se produce un pacto ficcional idéntico al de los personajes de la película, que queda sellado con un guiño de ojos entre padre e hijo, por medio del cual se demuestra el carácter recíproco de la representación.
Notemos el detalle de que Guido no se esmera en convencer a los demás prisioneros de sostener el simulacro, su ficción es una ficción de a dos y se cierra sobre sí misma. Si recuerdan, previo a la llegada al campo, cuando antes del desastre Guido conoce a su futura esposa, también monta alrededor de ella una ficción: simula tener poderes mágicos que le permiten adelantarse a los eventos. Cualquier espectador más o menos atento captará el punto: la mujer estaba enamorada. Así, toda la película se transforma en un gran montaje. En la primera mitad, para enamorar a la principessa, en la segunda, para salvar a su hijo, y por extensión, salvarse a sí mismo.
Refiriéndose a La vida es bella, el filósofo Slavoj Žižek (a quien le debo, creo, parte de mi lectura) afirma que la película habría sido más desesperante si el padre, antes de ser fusilado, hubiera descubierto la conciencia del hijo sobre los hechos: sólo fingía candidez para protegerlo. Žižek se confunde (perdón Slavoj, primero te robo y después te traiciono), la revelación que reclama está implícita en los personajes, el padre sabe que el hijo sabe, sabe que el hijo no puede no saber.
III.
En 2009, se estrena The Road, un film pos-apocalíptico basado en la novela homónima de Cormac Macarty. Padre e hijo son perseguidos por el hambre y la soledad. Charlize Theron (madre y esposa) los ha abandona tiempo atrás y Viggo Mortensen (el padre) asume el peso de las responsabilidades. Ellos avanzan a paso lento por una tierra desolada.
En una escena anticipatoria, el niño distingue desde lejos la figura de otro niño y se lanza a buscarlo, el padre advierte el peligro, intenta detenerlo y le recrimina su accionar, acto seguido le pregunta por qué quería verlo, su hijo responde, “porque tengo que hacerlo”. Era su puerta a la madurez, pero el padre la mantiene cerrada.
Durante casi dos horas los protagonistas van y vienen, atravesando las vicisitudes propias de un mundo calamitoso, hasta que al final, el padre desfalleciente, le confirma al hijo la necesidad de continuar solo, a pesar de que el futuro sea una incógnita, le exige seguir, atento, procurando rodearse de gente buena. “Tienes que dejarme ir”, le dice al hijo, pero es él el menos convencido de desprenderse. El padre muere y a la mañana siguiente el hijo retoma el camino. A los pocos metros se topa con un desconocido, cuyo aspecto es, al menos, sospechoso. Éste le pide que baje el arma, y le da dos opciones, quedarse con el cadáver de su padre o acompañarlo. El niño evalúa la situación entre lágrimas, ya ha decidido cuando le pregunta cómo puede estar seguro de que pertenece al bando de los buenos. El hombre es directo: no puede saberlo, debe correr el riesgo. Es el riesgo de la vida frente a la seguridad de la muerte. El niño se despide del padre y sale por fin al mundo.
IV.
En el monólogo del comienzo, el personaje de Viggo Mortensen describe el desierto llamado tierra: “Hace frío, cada vez más frío, mientras el mundo muere. Ningún animal ha sobrevivido y ya no hay cultivos. Pronto caerán todos los árboles”, y agrega algo determinante, “este niño asegura mi existencia”. En ese ambiente desértico, moribundo, el niño se convierte en la garantía del padre. En esto coinciden ambos films, el que se muestra a priori débil, es en realidad garantía del más fuerte para seguir luchando, para continuar peleando por la existencia; de estar solos, tanto Guido como Viggo, se habrían dejado morir.
V.
Introduzcamos un personaje postergado en las dos películas. La madre de La vida es bella tiene la suficiente fortaleza espiritual para subirse motu propio al tren que conduce al campo de concentración donde han enviado a Guido y Giousé, en cambio, la madre de The Road, no soporta las penurias y prefiere suicidarse. Las actitudes son radicalmente opuestas. La madre de Giosué parecería más amorosa, siempre lista para recibir a su hijo, actitud patentizada en el dudoso final de la película, cuando el niño termina gritando ¡abbiamo vinto! en los brazos de ella; quizás por sus seis años, aún no era el tiempo de la partida. Pero el hijo de Viggo, un preadolescente sin madre protectora, ya ha sembrado con su padre la semilla del desierto. En Viggo y Charlize se encarna el verdadero sacrificio de los padres, que no es por supuesto morir por sus hijos (en sentido literal o metafórico) ni postergar indefinidamente sus deseos (darles todo), sino saber retirarse a tiempo, saber abandonar a quienes han protegido y amado para permitir, a fin de cuentas, que se conviertan en personas adultas capaces de poner a prueba el fuego inextinguible de su deseo.
Etiquetas: Cine, Cormac Macarty, La vida es bella, Manuel Quaranta, Roberto Benigni, Slavoj Žižek, The Road