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04-11-2022 Sin categoría

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Por Enrique Balbo Falivene | Ilustraciones: Miguel López

Resultará habitual que el lector, y más aún si se tratara de un ocioso caballero argentino, pueda emprender este breve viaje de negro sobre blanco de forma desapasionada; desde mi lado, desde la subterraneidad del que escribe (somos diferentes: el auténtico misterio es que quien no escribe nos lea) que quiere leer sus textos como si fuera otro, juzga necesario empezar con una sentencia para avivar un poco, sólo un poco, esas pasiones: a los tradicionalistas les gusta el pasado porque encajan mal los cambios, prefieren tartamudear o toser, siempre en el mismo tono tísico, para invalidar las novedades que puedan desprenderse de sus abigarrados racimos de creencias.

Aunque parezca una contradicción he de confesar que soy, en ciertos aspectos, tradicionalista y algo conservador. Amo el pasado y me pone feliz justamente que ya no esté, porque creo que en las tradiciones puede arraigar parte de nuestra cultura, de nuestras raíces, de nuestros mitos. Y al efecto la historia atesora una palabra muy bonita, el Presentismo; ésta nos viene a explicar que no podemos juzgar los hechos del pasado con la moral del presente.

Digo esto porque quiero hablar de un disco del año setenta y nueve que en su día causó profundo rechazo del público (se vendieron apenas cinco mil copias cuando su autor solía vender más de treinta mil), la crítica y los medios lo juzgaron severamente, los puristas y la ortodoxia flamenca de entonces, en su gran mayoría, lo destrozó: se trata de La Leyenda del Tiempo de Camarón de la Isla.

Pero antes de adentrarnos en el LP que marcó un antes y después en el mundo flamenco y que hoy se estudia en las universidades, hay que mencionar al gran responsable, Ricardo Pachón, porque este es un disco “de productor”.

Pachón era, por aquellos años, un abogado que había conseguido por oposición una plaza de funcionario en la Diputación de Sevilla que gastaba (y perdía) sus dineros en nuevas experiencias musicales; gran amante del mundo gitano, compositor, arreglista, conocedor de todos los palos del flamenco y vecino en su juventud del barrio de Triana de los Catorce Clanes Herreros en donde se lloraba una muerte, se cantaba un bautizo, se bailaba una taranta, se seguía el compás a golpe de yunque y martillo en las fraguas. Allí, durante cuatrocientos años se forjaron las ruedas de los carros, los cañones del ejército y se trataba ganado; en el barrio siempre había una mirada para vigilar a los chiquillos que jugaban descalzos en la tierra y el empedrado, en el barrio se compartía, allí lo mío es tuyo y las desgracias, de todos. Pero aquello iba a perderse a golpe de piqueta y pala mecánica en el cincuenta y siete porque no podía la Administración tolerar esa pobreza, esa desidia en el casco de una ciudad como Sevilla que quería formar parte de la moderna Europa. Se creó un adefesio urbano llamado las Tres Mil Viviendas dónde fueron trasladadas las familias gitanas, a perderse entre los pisos de hormigón y escaleras, entre plazas de cemento del chabolismo vertical y donde iban a cohabitar algunos ilustres: Raimundo y Rafael Amador, Pepe el Quemao, Rafael el Eléctrico, Pelayo el Torrao, Emilio Caracafé.

Pachón ya ha producido algunos ensayos con escasas ventas pero de auténtica libertad musical, son obras que se asientan en los tiempos que corren y vienen a dar una patada al tablero del flamenco puro. Son artistas que conocen el cante jondo como Lole y Manuel, Los Smash (sugiero, como muestra, el corte “Garrotín” cantado en inglés y español), Veneno (editado en el setenta y siete, de Kiko Veneno, un anarquista de los de antes hoy moderado y los hermanos Amador, este disco es uno de los santos del santuario musical español), Pata Negra (de los Amador, un disco que llaman de “blueslería”, flamenco, rock y blues, que fue gestado, justamente, en las Tres Mil Viviendas). Estas nuevas experiencias tienen una razón de ser que el productor, y algunos flamencos, reconocen y asimilan: en las bases americanas de Rota (Cádiz), Morón y San Pablo (Sevilla), llegan los soldados y en las maletas traen la música que en Andalucía pocos han escuchado: el jazz, el blues, el rock. También traen el mejor LSD de California.

Pachón tiene los ingredientes necesarios para construir lo que será La leyenda del tiempo. Decide cantar a Lorca (esto es curioso: el poeta fue el más purista de los flamencos y un férreo defensor del flamenco tradicional) para lo que arregla y ajusta la métrica de algunos versos; convoca a músicos no flamencos para algunos temas e instrumentos que iban a levantar más de una ampolla: guitarra y bajo eléctrico, sitar, flauta, teclado, bongó, batería. Las letras son del mismo Pachón, de Kiko Veneno, de Lorca y el poeta persa Omar Khayyám (actual Irán, 1048-Ib. 1131). En la voz tiene al gran referente del cante: Camarón de la Isla.

José Monje Cruz (San Fernando, Cádiz; 1950-Badalona, Barcelona; 1992) conocido como Camarón de la Isla y luego Camarón, a secas, porque se lo ganó, conocía y dominaba desde muy pequeño todos los cantes, dotado de un oído excepcional era, además, un diestro con la guitarra que estaba atento a todas las novedades. Se reconocía en principio heredero del cante fragüero de su padre Luis Monje y de su madre, Juana Cruz, llamada la del Revuelo, el cante canastero, el de los gitanos más libres, los errantes.

El destino le iba a trazar un plan maestro, empieza de muy pequeño a cantar por bares y tablaos de la Isla hasta que se asienta en la famosa Venta de Vargas, dónde acuden multitudes a escuchar a ese gitano rubito (de ahí lo de Camarón) que canta que quita el sentío, hasta llegar al hito de La Leyenda del Tiempo, pasando por sus trabajos con Paco de Lucía y su fiel Tomatito.

El disco se grabó en dos meses, cuando Camarón en grabar cualquiera de sus anteriores tardaba un par de días, y ya había hecho nada menos que nueve bajo la tutela militar de Antonio Sánchez, padre de Paco de Lucía, del más clásico de los flamencos: voz, guitarra y palmas.

Son diez canciones de ruptura, poco más de media hora de frontera y mestizaje, algo que los gitanos de la Bética, y Pachón, sabían un rato. La voz de Camarón duele en todas las canciones, su garganta confluye entre el Atlántico y el Mediterráneo, donde Andalucía se reconoce y se funde. Si todo artista cuenta con el derecho de que ambicionemos interpretar su obra, con La Leyenda del Tiempo Camarón abrió las puertas del campo y el disco, con un andar pausado, consiguió con los años asentarse como uno de los mayores referentes musicales. Ya se sabe que lo malo viene solo por eso a lo bueno hay que buscarlo y el artista, un analfabeto de una inteligencia prodigiosa, hizo ese camino y resistió todos los golpes. Justicia poética le llaman.

De Camarón, además de su variada discografía, nos quedan grabados algunos conciertos antológicos con los que quiero terminar y que he ordenado cronológicamente: el de París en el Cirque d’Hiver del ochenta y siete, siendo la primera vez que los franceses del centro y norte del país, se volcaron a un artista flamenco agotando todas las localidades (son los del sur más aficionados al cante y la tauromaquia); Palladium de Nueva York, en el noventa, frente a casi cinco mil personas produjo un silencio insólito para una discoteca; el festival de Montreux, en Suiza, en el noventa y uno, con un fin de fiesta mágico; el Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, en Enero del noventa y dos porque fue el último y él lo sabía.

Del concierto de París hay una instantánea singular: en un primer plano, en una fotografía apaisada, se ve a un Camarón sonriente, detrás el Sena y más al fondo el Pont Neuf. Este puente se llama así porque en su día fue el primero y hoy es el más antiguo de París, conservando una tradición histórica vestida de elegante modernidad. A Camarón de la Isla le ocurre lo mismo.

 

 

 

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