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Por Dario Sakkal
El mito fundacional de cómo John Lydon se transformó en Johny Rotten y empezó a ser el cantante de los Sex Pistols es famoso: llamó la atención del manager Malcolm McLaren por andar por la calle con una remera de Pink Floyd a la que le había agregado las palabras “I hate” (yo odio). Las caras de los cuatro músicos de Floyd estaban pinchadas con alfileres de gancho. Si bien conviene agregar que la remera la tenía puesta un chico de diecisiete años con mucho para decir –no una persona cualquiera–, el mito de origen no deja de tener poder.
Hoy, a casi cincuenta años del momento en el que empieza a nacer el punk del ‘77, ese “yo odio a Pink Floyd” sigue tapando muchas demostraciones de odio importantes en la historia de la música. Hay muchas, claro que sí, y algunas muy fuertes: el rencor hacia Yoko Ono acusada de ser la culpable de separar a los Fantastic Four; un evento llamado Disco Demolition Night con el que, en 1979, un montón de blancos heteros intentaron exterminar la música disco; y Charly García con sus reiterados reclamos de que alguien, no se entiende bien quién, prohíba el autotune. La lista es interminable, pero ninguno, hasta ahora, consigue relacionarse directamente con todo un movimiento cultural, artístico y político como sí ocurrió con el punk londinense.
Sin embargo, hoy, terminando el 2022, en Buenos Aires, Argentina, podríamos llegar a ser testigos de algo nuevo. Con Coldplay haciendo su seguidilla de diez recitales en la cancha de River, hay serias posibilidades de que surja un odio artístico tan profundo y visceral que, tal vez, le gane por knockout al del cantante de “God Save the Queen”. ¿Va a pensar alguien que esta cosa de fantasear con una repulsión musical gigante no es más que una manifestación de deseo de quien escribe esta nota? ¿Una fantasía que trata de llevar a la realidad con una mera manipulación de caracteres? Puede ser. Pero, aun así, hay que reconocer que sobran argumentos, razones y hasta pruebas googleables de especialistas que manifiestan su rechazo por el grupo de Chris Martin. La seguidilla de recitales porteños puede ser el puntapié de un brillante movimiento de bellísimo rechazo musical, un grito que nos haga ser los abanderados en detestar a este cuarteto al que tantos quieren sacarle valor.
Primero que nada, hay que remontarse a los primeros 2000, cuando todos estábamos fascinados con Parachutes, primer álbum de la banda. Eran años del Radiohead post Ok Computer en los que MTV pasaba mucho ese new metal estadounidense de gritos graves y distorsión al palo. Muchos creíamos ver en canciones como la tristísima “Yellow”, en la anestesiante “Don’t Panic” y en la infinita “Everything’s not lost” un sonido que regaba eso que Thom Yorke y los suyos habían plantado en nosotros. En el aire estaba la idea de que Coldplay era una buena forma de escuchar a Radiohead sin escuchar a Radiohead, algo para cuando estábamos de bajón y no queríamos tener en nuestros discmans al Jonathan Davis de Korn encima de una guitarra distorsionada o al alterado de Fred Durst de Limp Bizkit repitiendo mil veces “nookie, nookie, nookie”.
Con su segundo álbum, A rush of Blood on the Head, ese halo de angustia compleja en el que se nos invita a entrar, ese que reconocía que el mundo era una mierda, pero no arrastraba consigo unas ganas violentas de romper todo, ya empezaba a desaparecer. Si bien arrancaba con el espinoso “Politick”, seguía con el soporífero “In my place”. Después retomaba un poco con “God put a Smile in my face”, pero volvía a caer en el baratísimo “Clocks”. El álbum entero entraba y salía, uno no estaba seguro de si pensar que era una banda que iba a pasar a ser algo de las radios de música de fondo o no. En X&Y ese rumbo, tristemente, se esclarece. Chris Martin ya estaba casado con la actriz Gwyneth Paltrow y le dedicaba canciones de un romanticismo bobo como “Fix You”. Era puro rock para dormir siesta y no había posibilidades de musicalizar ese estado de tristeza canchera, detestando el mundo y el sistema opresivo, aunque sin fuerza para robar un banco, encerrado en casa chateando a las tres de tarde con los auriculares puestos y cantando a los gritos. Ya todo estaba perdido. Liam Gallagher empieza a catalogarlos como estrellas de rock que parecen profesores de geografía, y Thom Yorke sugiere que hacen música de estilo de vida. El odio a la banda ya estaba empezando.
En 2008 saldría Viva la vida y sería la confirmación final. Andy Gill, cantante de los míticos postpunk Gang Of Four, lo diría mejor que nadie en su famoso artículo “Por qué odio a Coldplay”, para The Independent. Según él, “Suenan a Radiohead pero con todos los aspectos punzantes, difíciles e interesantes cocidos y eliminados; el resultado tiene la consistencia de una espinaca marchita”. Lo que al principio era una forma de poner a Radiohead sin poner a Radiohead había pasado a ser escuchar solamente la parte mala de Radiohead. En resumidas cuentas, terminaban la belleza noventosa de estetizar la angustia, rompían el ruidismo y nos dejaban algo que, tranquilamente, podría sonar en un consultorio odontológico. Música para los que no quieren reconocer que no les gusta el musical, rock para los que piensan que queda mal decir que no les gusta el rock, una banda cuya propuesta es sonar en el pasillo del supermercado más cercano: canciones que cualquiera tararea, sin darse cuenta, mientras intenta elegir un pote de mayonesa no tan caro.
Aunque ya muchos músicos y especialistas se burlaban del cuarteto y aconsejaban reducirlos a un mal chiste pasajero de la industria de la música, hasta ese momento era una banda de afuera, que no tenía nada que ver con Argentina. Pero en 2007 aterrizan por primera vez en nuestro país. Sus shows en Buenos Aires no son tantos, y eso nos permite hacer un repaso de la forma en la que llegaron hasta los diez River. Tocan en las tierras de Maradona, el Malbec y al asado estando ya perdidos, sin nada de lo mejorcito, cuando ya habían arrancado con su proyecto de hacer rock de oficina y la revista Rolling Stone había sacado una nota de tapa en la que decía que Chris Martin era el Jesús de los que no son cool. Sin embargo, Coldplay ofrece a los porteños un show íntimo en el Gran Rex y las entradas se agotan en minutos. En su canal oficial de YouTube puede verse el registro de ellos cantando “Til Kingdom Come”: una canción muy tranquila, casi de cuna, a la que tratan de sumarle magia interpretándola en una escalera de ese teatro del tercer mundo, jugando con la idea de rockearla, pero, a la vez, ofreciendo un temita para personas sentadas en sus asientos que mueven, como máximo, la cabecita hacia adelante y atrás. Nada de pogo ni mosh. La relación empezaba suave, pero, queramos algunos o no, empezaba.
Al Gran Rex le sigue su primer River en 2010. En este recital ya hacen el meloso “Fix You”, nos traen su rock de estadios y muestran una puesta en escena despampanante, un éxito total. Lo peor venía, estaba llegando: en 2016, después una gira chica en la que presentaban Ghost Stories –ese álbum que Martin creó al terminar con Gwyneth Paltrow–, llegaban al país con su primer show verdaderamente grande. En el Estadio Único de La Plata arrancaron su gira mundial, con estímulos visuales, pulseras con colores que se sincronizaban al ritmo de la música y demás chiches con los que popularizar ese pop anestesiado. Un año y medio después nos rematan cuando vuelven al mismo estadio a cerrar la gira. Este recital, de 2017, es en el que hacen la vomitiva interpretación de “De música ligera” –con un “gracias totales” de Martin que rompe, una vez más, la belleza de esa frase que gritó Gustavo Cerati en 1997– y el indignante intento de tango “Amor Argentina”. El show termina siendo un álbum en vivo llamado Live in Buenos Aires.
Si con esto no alcanzaba, ahora, en este año de desastre inflacionario y crisis económica pospandemia, se atreven a venir otra vez y ofrecer una cantidad de shows descomunal. Con estos diez recitales, rompen ese récord que había establecido Roger Waters con nueve recitales en River, y así dejan el famoso fanatismo musical porteño en manos de su rock de sacarina. Por otro lado, son el primer grupo musical en establecer su nombre ligado a los problemas financieros del país: el popularmente llamado “dólar Coldplay” no puede sino deprimir a cualquier seguidor de la banda. Si bien no debería afectar al precio de las entradas –al ser un acuerdo establecido entre el Ministerio de Economía y los empresarios teatrales para que no tengan que correr a comprar al dólar blue, debería pasar todo lo contrario–, no hay forma de que al seguidor de la banda no le saque algo de encanto a ese grupo que le gusta. No hay que esperar más: el movimiento del resentimiento a esta banda tiene que comenzar en Buenos Aires, en Argentina, en 2022.
Este llamado a odiar a Coldplay no es algo contra los BTS, no es un rechazo al K-pop, no es una forma de decir yo no escucho a Selena Gómez. No, nada que ver, que nadie se confunda. Es una forma de acordarse de cuando la música era algo fuerte y nos hacía delirar, de emocionarse al escuchar anécdotas de Nirvana en Vélez, del caos que fue la despedida de Guns N’ Roses en 1993, de los rolingas sitiando La Plata para bailar rolinga en la previa de los Rolling Stones y de Lady Gaga con sus Little Monster acampando en las inmediaciones de barrio River y un etcétera sin límite alguno. El entusiasmo argentino por la música en vivo no debe quedar opacado por este rock de Rivotril, los músicos que vienen a nosotros tienen que ser mejor que estos cuatro tinchos, tenemos que decir que no, que no se metan con nuestra emoción, gritemos no a los anti Radiohead. Inventemos un canto anti Coldplay para corear borrachos de birra, abrazados, en un recital de los Die Toten Hosen.
Sí, estoy exagerando, me doy cuenta, pero creo que hace falta. ¿Dónde compro mi remera de “yo odio a Coldplay”? ¿Quién me la vende?
Etiquetas: Coldplay, Darío Sakkal, MTV, Música, Pink Floyd, Radiohead, rock, Sex Pistols